Nuestro experimentado oficial se sintió, a la vez, perplejo y ofendido al oír tal respuesta.
Yo le dije que mi joven ama se encontraba enferma y le rogué que difiriese la entrevista
para más adelante. En seguida descendimos la escalera y nos cruzamos luego con Mr.
Godfrey y Mr. Franklin en el hall.
Ambos caballeros, siendo, como eran también, moradores de la casa, fueron requeridos
para que arrojaran, de serles posible, alguna luz sobre el asunto. Ninguno de ellos sabía
nada importante. ¿Habían escuchado algún ruido sospechoso durante la noche? Ninguno,
como no fuera el golpeteo acompasado de la lluvia. ¿Y yo, por mi porte, despierto como
había estado durante más tiempo que cualquiera de ellos, no había oído nada? ¡Nada tam-
poco! Se me liberó del interrogatorio. Mr. Franklin, aferrado aún al punto de vista de que
nuestras dificultades eran insalvables, cuchicheó en mi oído:
—Este hombre no nos servirá para nada. El Inspector Seegrave es un asno.
Liberado a su vez de las preguntas, Mr. Godfrey me murmuró al oído:
—Evidentemente se trata de un hombre muy capaz. ¡Betteredge, confío plenamente en él!
Muchos hombres, muchas opiniones, como dijo hace tiempo uno de nuestros mayores.
El señor Inspector decidió ir de inmediato al boudoir; mi hija y yo íbamos pisándole los
talones. Tenía el propósito de averiguar si es que alguno de los muebles fue cambiado de
lugar durante la noche…, pues su previa indagación en el mismo sitio lo había dejado, al
parecer, insatisfecho.
Mientras nos hallábamos hurgando aún entre sillas y mesas, se abrió súbitamente la puerta
del dormitorio. Después de haberse rehusado a recibir a nadie, he aquí que, ante nuestro
asombro, avanzaba Miss Raquel hacia nosotros, por su propia voluntad. Luego de echar
mano de su sombrero de jardín, que se hallaba sobre una silla, avanzó en línea recta hacia
Penélope para hacerle esta pregunta:
—¿Mr. Franklin Blake la envió con un recado para mí esta mañana?
—Sí, señorita.
—Deseaba hablar conmigo, ¿no es así?
—Sí, señorita.
—¿Dónde está él ahora?
Al oír voces provenientes de la terraza de abajo, me asomé a la ventana y pude distinguir a
dos caballeros que se paseaban por allí de arriba abajo. Respondiendo en lugar de Penélope
dije:
—Mr. Franklin se halla en la terraza, señorita.
Sin agregar una sola palabra y haciendo caso omiso de lo que le decía el señor Inspector,
quien se esforzó por hacerse oír, con el semblante mortalmente pálido y extrañamente ais-
lada en sus propios pensamientos, abandonó Miss Raquel la estancia y bajó en dirección a
la terraza, para ir a enfrentar a sus primos.
Sin duda fue la mía una falta de respeto y también de educación, pero no pude de ningún
modo resistir a la tentación de asomarme a la ventana, para asistir al encuentro de Miss
Raquel con los dos caballeros.
Avanzó aquélla directamente al encuentro de Mr. Franklin, sin reparar, al parecer, en Mr.
Godfrey, el cual optó por retirarse, dejándoles el campo libre. Cualquier cosa que le haya
dicho a Mr. Franklin, lo expresó de una manera vehemente. Fueron tan sólo unas pocas
palabras; pero, a juzgar por lo que alcancé a ver del rostro de él, desde mi observatorio,
despertaron en Mr. Franklin un asombro que iba más allá de todo intento descriptivo. Se
hallaban aún los dos allí, cuando vi aparecer a mi ama en la terraza. Miss Raquel la vio… le
dijo unas palabras más a Mr. Franklin… y emprendió súbitamente el regreso a la casa, an-
tes de que mi ama pudiera darle alcance. Esta, sorprendida por su conducta, y advirtiendo la
sorpresa de Mr. Franklin, se puso a hablar con su sobrino. Mr. Godfrey se acercó entonces
para unirse a la conversación. Mr. Franklin echó a andar entre ambos y comenzó a referirse,
sin duda, a lo que acababa de ocurrirle, pues los otros dos, luego de haber avanzado unos
pocos pasos, se detuvieron en seco como paralizados por el asombro. A esta altura de mi
observación oí que la puerta de la habitación privada de mi ama era impulsada de manera
violenta. Miss Raquel atravesó el cuarto velozmente, irradiando una cólera salvaje, con los
ojos llameantes y las mejillas ardientes. El señor Inspector intentó de nuevo interrogarla.
Ya sobre el umbral de su alcoba, Miss Raquel se volvió para gritarle enfurecida:
—¡Yo no lo he mandado llamar! Ni lo necesito. He perdido mi diamante. ¡Ni usted, ni na-
die en el mundo habrán de encontrarlo jamás!
Dicho lo cual, se introdujo en su alcoba y luego de cerrarnos la puerta en la cara, le echó la
llave a la puerta. Penélope, que se hallaba muy próxima a ésta, dijo que la oyó estallar en
sollozos, apenas se encontró a solas en su cuarto.
¡Tan pronto rugía, tan pronto lloraba! ¿Qué significaba eso?
Respondí al Inspector que ello significaba que la mente de Miss Raquel se hallaba pertur-
bada por la desaparición de la gema. Preocupado como me sentía por el buen nombre de la
familia, mucho fue lo que lamenté ese olvido de las formas de parte de mi joven ama —aun
frente a un funcionario policial—, y la excusé de la mejor manera, en consecuencia. En el
fondo me hallaba de lo más perplejo ante las asombrosas palabras y la conducta seguida por
Miss Raquel en esta emergencia. Apoyándome, para descifrar su sentido, en las palabras
que pronunciara junto a la puerta de su alcoba, sólo pude sacar en limpio que se hallaba
mortalmente ofendida por el hecho de que hubiéramos mandado llamar a la policía, y que el
asombro que se reflejó en el rostro de Mr. Franklin, en la terraza, tuvo su origen en el re-
proche que ella le dirigió a raíz de haber sido él la persona más responsable de traer la poli-
cía a la casa. Si esta suposición mía se confirmaba, ¿por qué entonces …habiendo ella perdido el diamante… se oponía a la entrada en la finca de esas gentes cuya misión consistía,
precisamente, en reintegrarle la gema? ¿Y cómo es que, ¡en nombre del cielo!, podía ella
saber que la Piedra Lunar no habría de ser jamás recuperada?
Tal como se hallaban las cosas, era imposible que persona alguna de la casa estuviese en
condiciones de responder a ninguna de esas preguntas. Mr. Franklin consideraba, al pare-
cer, que su honor le impedía repetirle a un criado—aun tan anciano como yo—lo que Miss
Raquel le dijo en la terraza. Mr. Godfrey, cuya condición de caballero y de pariente le hu-
biera dado probablemente acceso a la intimidad de Mr. Franklin, respetó su secreto por de-
coro. Mi ama, que se hallaba también en conocimiento del mismo y era la única persona
que podía llegar hasta Miss Raquel, hubo de reconocer abiertamente que nada pudo obtener
de su hija. "¡Me enloqueces cuando me hablas del diamante!": ni una sola palabra más pudo
arrancarle su madre, luego de poner en juego toda su influencia.
He aquí que nos encontrábamos ante una valla infranqueable, en lo que respecta a Miss
Raquel…, y ante un escollo también infranqueable, en lo que concierne a la Piedra Lunar.
En cuanto a lo primero, mi ama se mostró impotente para prestarnos ayuda. En lo que atañe
a lo segundo (como lo habrán sospechado ustedes), Mr. Seegrave estaba ya a punto de con-
vertirse en un inspector que no sabe qué hacer.
Luego de haber huroneado de arriba abajo en el boudoir sin haber descubierto absoluta-
mente nada entre los muebles nuestros experimentado funcionario se dedicó a averiguar si
los domésticos tenían o no conocimiento del sitio en que fue colocado el diamante la noche
anterior.
—Para empezar le diré, señor —contesté—, que yo conocía el lugar. También Samuel el
lacayo…, pues se encontraba presente en el hall, en el instante en que se habló respecto al
sitio en que debía ser colocado esa noche el diamante. Mi hija también lo sabía, como ya lo
ha manifestado ella misma. Penélope o Samuel debieron mencionar la cosa ante los demás
criados…, o bien éstos oyeron por sí mismos la conversación a través de la puerta lateral
del hall, que da sobre la escalera posterior, la cual pudo muy bien hallarse abierta en este
instante. En mi opinión, todo el mundo conocía el lugar en que se encontraba la gema ano-
che.
Como mi respuesta abría ante el señor Inspector un campo demasiado vasto en donde vol-
car sus sospechas, aquél trató de reducir sus proporciones pidiendo de inmediato detalles
acerca del carácter de cada uno de los domésticos.
Yo pensé en seguida en Rosanna Spearman. Pero no era mi propósito ni tampoco me co-
rrespondía hablar para hacer recaer las sospechas sobre una pobre muchacha cuya honesti-
dad se hallaba por encima de toda sospecha, de acuerdo con lo que yo conocía de ella hasta
ese momento. La directora del reformatorio se la había recomendado a mi ama diciéndole
que se trataba de una sincera penitente y de una muchacha digna de la mayor confianza. Era
el señor Inspector quien debía dar con las causas que hicieran recaer las sospechas sobre
ella… Entonces, el deber me obligaría a ponerlo al tanto de cómo había entrado Rosanna al
servicio de mi ama.
—Todas éstas son personas excelentes —le dije—. Y todas se han mostrado dignas de la
confianza que les dispensa nuestra ama.
Luego de esto no le quedaba a Mr. Seegrave otra cosa por hacer… que, en primer término,
habérselas con los criados por su cuenta y ponerse en seguida a trabajar.
Uno tras otro fueron todos interrogados. Uno tras otro probaron que no tenían nada que
decir, lo cual fue expresado (por las mujeres) en forma harto locuaz y que dejaba trascender
el desagrado que les causaba la prohibición de retornar a sus alcobas. Una vez que se los
mandó a todos de vuelta abajo, se solicitó de nuevo la presencia de Penélope, quien fue
interrogada por segunda vez.
Su pequeño estallido colérico en el boudoir y la circunstancia de que se hubiera apresurado
a pensar que se sospechaba de ella produjeron, al parecer, una mala impresión en el Inspec-
tor Seegrave. Esta impresión se hallaba robustecida, en parte, por el hecho de que aquél
insistía en la idea de que había sido ella la última persona que vio el diamante la noche an-
terior. Cuando el segundo interrogatorio llegó a su fin, mi hija vino hacia mí frenética. No
había ya lugar a dudas: ¡el funcionario policial la había casi señalado como la autora del
robo! Apenas podía yo creer que aquél fuera (utilizando palabras de Mr. Franklin) tan asno
como para opinar de esa manera. Pero, a pesar de que no dijo una palabra, las miradas que
le dirigió a mi hija no dejaban traslucir nada bueno. Yo me reí de la pobre Penélope, di-
ciéndole, para calmarla, que la cosa era demasiado ridícula para ser tomada en serio, en lo
cual me hallaba, sin duda, en lo cierto. Aunque mucho me temo que en el fondo fui tan es-
túpido como para sentirme, a mi vez, irritado. El asunto era, realmente, un tanto enojoso.
Mi hija en un rincón, cubriéndose la cara con un delantal. Sin duda dirán que era una tonta:
debería haber aguardado a que él la acusara abiertamente. Y bien, siendo un hombre justo y
equilibrado como soy, admito que tienen razón. No obstante, el señor Inspector debería
haber tenido presente… no importa lo que debería haber tenido presente. ¡El demonio se lo
lleve!
El siguiente y último eslabón de la encuesta condujo las cosas, según el lenguaje corriente,
a una crisis. El funcionario mantuvo una entrevista con mi ama, a la cual asistí yo. Después
de informarle que el diamante debió, sin duda alguna, haber sido tomado por alguno de los
moradores de la casa, le pidió permiso para registrar inmediatamente, junto con sus hom-
bres, las habitaciones y arcas de la servidumbre. Mi ama, haciendo honor a su condición de
mujer generosa y de alta clase, rehusó a tratarnos como ladrones.
—Jamás consentiré que se les paguen de esta forma —dijo— todos los servicios que les
debo a los fieles servidores de esta casa.
El señor Inspector hizo una reverencia y dirigió sus ojos hacia mí, dándome a entender con
ellos claramente: "¿Para qué me llaman, si luego me atan las manos de esta manera?" Como
primer doméstico sentí inmediatamente que, si es que queríamos ser justos con ambas par-
tes, no debíamos aprovecharnos de la bondad del ama.
—Le estamos muy agradecidos a Su Señoría —dije—, pero le rogamos, al mismo tiempo,
nos permita hacer lo que consideramos debe hacerse en este caso, esto es, entregar nuestras llaves. En cuanto vean hacer tal cosa a Gabriel Betteredge —añadí, deteniendo al Inspector
Seegrave junto a la puerta—, el resto de los criados seguirá su ejemplo, se lo prometo. Aquí
tiene usted mis llaves, para empezar.
Mi ama me estrechó la mano, agradeciéndome el gesto con lágrimas en los ojos. ¡Dios
mío!; ¡cuánto hubiera dado en ese instante por que se me concediera el privilegio de derri-
bar de un golpe al Inspector Seegrave!
Tal como lo prometiera yo, los otros criados siguieron mi ejemplo, de mala gana, natural-
mente, pero sin hacer objeción alguna. Las mujeres, sobre todo, presentaron un cuadro
digno de ser contemplado, durante todo el tiempo en que los empleados policiales se dedi-
caron a hurgar en sus enseres. La cocinera daba a entender, a través de su apariencia, que de
muy buena gana hubiera asado vivo en su horno al señor Inspector, y las restantes, que ha-
brían sido capaces de comérselo una vez efectuada la operación.
Terminada la búsqueda y no habiéndose dado con el diamante ni con vestigio alguno de su
presencia en ningún sitio, el Inspector Seegrave se retiró a mi pequeño cuarto para meditar
acerca de las medidas que correspondía ahora tomar. Llevaba ya con sus hombres varias
horas en la finca, y no había avanzado una sola pulgada en el sentido de poder indicar la
forma en que había sido quitado de allí el diamante, ni de hacer recaer las sospechas sobre
ninguna persona en particular.
Mientras el policía seguía rumiando en la soledad, fui enviado a la biblioteca en busca de
Mr. Franklin. ¡Ante el mayor de los asombros, al posar mi mano en la puerta de la misma,
ésta fue abierta súbitamente desde adentro, para dar paso a Rosanna Spearman!
Luego que era barrida y limpiada cada mañana, nada tenían que hacer en la biblioteca, en
las restantes horas del día, ni la primera ni la segunda criada de la casa. Deteniéndola, pues,
la acusé al punto de haber violado las leyes de la disciplina doméstica.
—¿Qué es lo que está haciendo usted aquí a esta hora del día? —le pregunté.
—Mr. Franklin perdió un anillo arriba —dijo Rosanna— y he venido a la biblioteca para
entregárselo.
Se puso roja al decirme esas palabras; luego se alejó, sacudiendo la cabeza y adoptando un
aire de importancia que me dejó perplejo. Los procedimientos efectuados en la casa habían
indudablemente trastornado, a unas más, a otras menos, a todas las sirvientas de la casa,
pero ninguna se apartó tanto de sus maneras habituales como, según todas las apariencias,
lo había hecho Rosanna.
Hallé a Mr. Franklin escribiendo sobre la mesa de la biblioteca. Apenas hube entrado me
pidió un coche para ir de inmediato a la estación. El timbre de su voz me convenció al ins-
tante de que la faceta expeditiva de su carácter se hallaba una vez más en primer plano en
su persona. El hombre de algodón se había esfumado: era el de acero el que se encontraba
de nuevo allí sentado ante mí.