—¿Va a ir a Londres el señor? —le pregunté.
—Voy a telegrafiar a Londres —dijo Mr. Franklin—. He convencido a mi tía de la necesi-
dad de conseguir los servicios de una cabeza más lúcida que la del Inspector Seegrave y he
logrado su permiso para dirigirle este telegrama a mi padre. Mi padre es amigo del Jefe de
Policía y éste se halla en condiciones de indicar el hombre ideal para aclarar el misterio del
diamante. Y ya que hablo de misterios…—añadió Mr. Franklin, bajando el tono de su
voz—, tengo otra cosa que decirte, antes de que te dirijas al establo. No vayas a dejar esca-
par una sola palabra de lo que te diré en seguida: o bien Rosanna no se halla en sus cinco
sentidos, o mucho me temo que sepa respecto a la Piedra Lunar más de lo que es conve-
niente que sepa.
No puedo afirmar cuál fue mayor, si mi asombro o mi pena, al enterarme de ello. De haber
sido más joven, le habría confesado a Mr. Franklin lo que sentía en ese momento. Pero en
la vejez adquirimos un hábito hermoso: al hallarse uno ante algo que no ve claro del todo,
opta por retener su lengua.
—Vino para traerme un anillo que se me había caído en mi dormitorio —prosiguió Mr.
Franklin—. Luego de darle las gracias, aguardé, naturalmente, a que se retirase. En lugar de
hacer tal cosa, permaneció frente a mí junto al borde opuesto de la mesa, mirándome de la
manera más extraña: semiatemorizada, semifamiliarmente, no sé por qué motivo. "Es raro
lo que ha ocurrido con el diamante, señor", me dijo, con una premura y una osadía repenti-
nas. Yo le repliqué: "Sí; es raro", y me pregunté en voz alta qué ocurriría ahora. ¡Palabra de
honor, Betteredge, creo que debe estar mal de la cabeza! "¿No es cierto, señor, que no ha-
brán de recuperar jamás el diamante?" —dijo—. No, como tampoco darán nunca con la
persona que se lo llevó… Respondo de ello". ¡Y, haciéndome una reverencia, se atrevió a
sonreírme! Antes de que hubiera tenido yo tiempo de preguntarle qué quería decir, oímos
tus pasos. Creo que temía que tú la sorprendieses aquí dentro. Sea como fuere, cambió de
color y abandonó el cuarto. ¿Qué diablos significa esto?
Ni aun entonces me atreví a narrarle la historia de la muchacha, ya que hacerlo hubiera
equivalido, casi, a denunciarla como ladrona. Por otra parte, aunque yo hubiese reconocido
francamente mi error en este punto y aun suponiendo que ella fuera efectivamente la autora
del robo, el hecho de que hubiera recurrido, entre todas las personas del mudo, a Mr. Fran-
klin para confiarle su secreto, constituía de por sí un misterio que había que aclarar aún.
—No puedo ni siquiera concebir que la pobre muchacha se vea envuelta en un enredo, por
el solo hecho de ser un tanto traviesa y de expresarse en la forma más extraña —prosiguió
Mr. Franklin—. No obstante, de haberle dicho al Inspector Seegrave lo que me dijo a mí,
tonto como es éste, mucho me temo…
Se detuvo a esta altura dejando inconclusa la frase.
—Lo mejor será, señor —le dije—, que en la primera oportunidad, confidencialmente y en
dos palabras, ponga yo a mi ama al corriente de lo acontecido. Ella siente por Rosanna un
cordial interés y es posible, después de todo, que la muchacha haya dicho lo que dijo, de
puro tonta y atolondrada. Siempre que ocurre en una casa algún hecho desusado, señor, las criadas lo enfocan desde el ángulo más tenebroso…esto las hace adquirir a las infelices un
cierto grado de importancia ante sus propios ojos. Si se trata de un enfermo, puede usted
estar seguro de que profetizan su muerte. Si de una gema perdida, presagiarán que nunca
habrá de ser recuperada.
Esta apreciación (que, debo reconocer, llegué a considerar yo mismo como razonable luego
de haber meditado sobre ella) sirvió, al parecer, para tranquilizar a Mr. Franklin en forma
notable; luego de plegar el telegrama, dejó de lado la cuestión. Mientras iba hacia el establo
para ordenar que se enganchara el pony al calesín, lancé una mirada hacia el interior de las
dependencias de los criados, quienes se hallaban comiendo en ese instante. Rosanna
Spearman no se encontraba allí. Al preguntar por ella me respondieron que, habiendo en-
fermado súbitamente, debió ser conducida escaleras arriba hasta su alcoba, para descansar.
—¡Qué extraño! Me pareció que se hallaba enteramente bien la última vez que la vi —
observé.
Penélope me siguió afuera.
—No hables de esa manera delante de los otros criados, padre —me dijo—. Así no haces
más que incitarlos a ser más duros aún con ella. La pobre está sufriendo lo indecible por
Mr. Franklin Blake.
He aquí otro punto de vista respecto a la conducta de la muchacha. De estar en lo cierto
Penélope, podían explicarse la extraña conducta y el desusado lenguaje de Rosanna, dicien-
do que poco le importaba lo que hubiera de decir, con tal de sorprender a Mr. Franklin y
obligarlo a hablar con ella. Concediendo que ésta fuese la explicación exacta del enigma, se
aclaraba, quizá, de tal manera el motivo que la impulsó a obrar en la forma presuntuosa y
casquivana en que lo hizo, cuando pasó junto a mí en el hall. Aunque él no le dijo más que
tres palabras, se había salido con la suya, puesto que Mr. Franklin habló, realmente, con
ella.
Con la vista seguí la faena de enjaezar el pony. En medio de la diabólica red de misterios e
incertidumbres que nos rodeaban, puedo afirmar que experimenté un gran alivio al observar
lo bien que armonizaba cada hebilla con la correa correspondiente. Luego de haber visto al
pony recostarse contra las varas del calesín, podía uno afirmar que acababa de percibir una
cosa que no dejaba lugar a dudas. Y esto, permítanme que lo diga, era algo que ocurría cada
vez menos en la casa.
Mientras giraba con el calesín en dirección a la puerta principal, advertí que no sólo me
aguardaba sobre los peldaños Mr. Franklin, sino también Mr.
Godfrey y el Inspector Seegrave.
Las reflexiones de Mr. Seegrave (luego de haber fracasado en el registro efectuado en las
habitaciones y en las arcas de la servidumbre) lo llevaban ahora hacia una nueva conclu-
sión. Persistiendo en su idea primitiva, sobre todo en aquello de que fue una persona de la
casa quien robó la gema, nuestro experimentado funcionario opinaba ahora que el ladrón (y fue lo suficientemente perspicaz para no mencionar a Penélope, cualquiera que haya sido su
idea última al respecto) había actuado de común acuerdo con los hindúes y propuso, en
consecuencia, desviar el curso de la pesquisa en dirección a aquéllos, que se hallaban en la
prisión de Frizinghall. AL tener noticia de tal decisión, Mr. Franklin se ofreció para llevar
de regreso al Inspector a la ciudad, desde donde podría él por su parte telegrafiar a Londres
con la misma comodidad que lo hubiera podido hacer desde nuestra estación. Mr. Godfrey,
con su fe depositada aún en la persona de Mr. Seegrave e interesado grandemente en el
interrogatorio de los hindúes, había pedido permiso para acompañar al funcionario a Fri-
zinghall. Uno de los dos subalternos fue dejado en la finca, en previsión de lo que pudiera
ocurrir. EL otro acompañaría al Inspector a la ciudad. Así es como los cuatro asientos del
calesín se hallarían todos ocupados.
Antes de empuñar las riendas, Mr. Franklin me llevó unos cuantos pasos más allá, fuera del
alcance del oído de los otros.
—Aguardare, antes de telegrafiar a Londres —me dijo—, que hayan sido interrogados los
hindúes, para ver lo que ocurre. En mi opinión, este estúpido funcionario de la policía local
se halla tan a oscuras como lo estuvo siempre en este asunto y trata simplemente de ganar
tiempo. La idea de que alguno de los criados se halla en connivencia con los hindúes me
parece la cosa más absurda y ridícula. Presta atención a cuanto ocurra en da casa, Bettered-
ge, mientras dure mi ausencia y trata de esclarecer la situación de Rosanna Spearman. No te
exijo que hagas nada que te degrade ante sus propios ojos, ni que te conduzcas en forma
cruel con la muchacha. Sólo te pido que ejercites tus facultades de observación con más
intensidad que de costumbre. Por más a la ligera que tomemos esto delante de mi tía, se
trata de una cosa más importante de lo que tú te imaginas.
—Se hallan en juego veinte mil libras, señor —le dije, pensando en el valor del diamante.
—Se halla en juego la tranquilidad de Raquel —me respondió, gravemente, Mr. Franklin—
. Estoy muy preocupado por ella.
Me abandonó en seguida, como si deseara darle un corte abrupto al diálogo. Yo estaba se-
guro de haberlo comprendido. De proseguir hablando, se hubiera visto obligado a revelar-
me el secreto de las palabras que Miss Raquel le dijo en la terraza.
Así fue como partieron para Frizinghall. Yo me hallaba enteramente dispuesto, en interés
de ella misma, a cambiar algunas palabras en privado con Rosanna Spearman. Pero la opor-
tunidad buscada no se presentó. Aquélla sólo bajó la escalera a la hora del té. Demostró
estar excitada y poseída por una gran versatilidad de espíritu, sufrió luego lo que allí deno-
minaban un ataque de histerismo y, después de ingerir una dosis de carbonato amónico por
orden del ama, fue enviada de nuevo a la cama.
El día se deslizó monótona y aridamente. Miss Raquel seguía encerrada en su aposento,
luego de comunicar que se sentía demasiado enferma para comer esa noche. Mi ama se
hallaba tan preocupada respecto a su hija, que yo no me atreví a aumentar su desasosiego
mediante el relato de lo que Rosanna Spearman le había dicho a Mr. Franklin. Penélope
insistió en que debía ser inmediatamente juzgada, sentenciada y transportada al presidio por ladrona. Las demás mujeres tomaron sus Biblias y sus libros de cánticos y se entregaron a
la lectura mostrando un rostro tan áspero como el agraz, cosa que siempre ocurre, según he
tenido ocasión de comprobar en la esfera de mis actividades, cada vez ejecuta la gente un
acto piadoso a una hora desacostumbrada. En lo que a mí se refiere, no me hallaba con el
ánimo suficiente para abrir siquiera mi Robinsón Crusoe. Salí al patio, y ansioso como es-
taba de alegrarme un poco y sentirme acompañado, me dirigí con mi silla hacia las perreras
para conversar con los perros.
Media hora antes de la fijada para cenar retornaron los dos caballeros de Frizinghall, luego
de haber convenido con el Inspector Seegrave que éste regresaría al día siguiente. Durante
su estada en la ciudad visitaron al viajero hindú Mr. Murthwaite, en su nueva residencia,
próxima a la población. Complaciendo el pedido que le hiciera Mr. Franklin, puso cordial-
mente su conocimiento de la lengua de los hindúes a disposición del mismo, para interrogar
a los juglares, que ignoraban el inglés. La encuesta, prolongada y cuidadosa, no condujo a
nada concreto: no existía el menor motivo para suponer a los juglares en connivencia con
ninguno de nuestros criados. AL llegar a esta conclusión, Mr. Franklin resolvió despachar
su mensaje telegráfico a Londres y el asunto quedó en un punto muerto hasta el día siguien-
te.
Esto es cuanto tengo que decir respecto a lo ocurrido el día posterior al cumpleaños. Uno o
dos días más tarde, sin embargo, las tinieblas se disiparon un tanto. De qué y cuáles fueron
las consecuencias es algo que sabréis en seguida.