Capitulo 16

2331 Words
Mientras nos dirigíamos, Mr. Franklin y yo, hacia los establos, se me presentó la oportuni- dad de preguntarle cómo habían podido los hindúes, de quienes tan mala opinión tenía él, introducirse en la casa. —Es posible que alguno de ellos se haya deslizado en el vestíbulo durante la confusión que se produjo al retirarse los huéspedes —dijo Mr. Franklin—. Oculto bajo el sofá puede haber oído mencionar a mi tía y a Raquel el nombre del lugar en que habría de ser depositado el diamante anoche. Luego de ello, no habrá tenido más que aguardar a que se hiciese el silen- cio en la casa para echar mano a la gema en el bufete. Dicho esto le gritó al establero para que abriese la puerta y se lanzó en seguida al galope. Esa parecía ser la explicación más lógica. No obstante, ¿de qué medios se había valido el ladrón para abandonar la casa? Al ir a abrir yo esa mañana la puerta principal, la hallé ce- rrada con llave y cerrojo, tal cual la dejara la noche anterior. En lo que concierne a las res- tantes puertas y ventanas, he aquí que se hallaban aún todas cerradas e intactas, hecho este último elocuente por sí mismo. ¿Y los perros? Concediendo que el ladrón hubiera escapado lanzándose desde alguna de las ventanas del piso alto, ¿cómo había logrado eludir a los perros? ¿Dándoles de comer carne narcotizada? Me hallaba aún pensando en ello, cuando vi venir corriendo hacia mí a los animales, los cuales, luego de doblar una esquina de la casa, se echaron a rodar sobre el césped con tanta alegría y saludable dinamismo, que me vi en apuros para que se calmasen, con el fin de encadenarlos de nuevo. Cuantas más vueltas le daba en mi cabeza, menos satisfactoria me parecía la explicación de Mr. Franklin. Llegó la hora del desayuno… Pase lo que pase en una casa, haya o no habido en ella un robo o un asesinato, lo cierto es que no puede uno rehuir el desayuno. Terminado éste, en- vió por mí el ama y me vi obligado a revelarle todo lo que hasta ese instante mantuviera en secreto, en lo que atañía a los hindúes y a su complot. Mujer de gran coraje, supo bien pronto recobrarse del asombro inicial que le provocaron mis palabras. Se hallaba mucho más preocupada por el estado de su hija que por la conspiración de los paganos hindúes. —Usted sabe lo rara que es Raquel y en qué forma tan distinta de las demás muchachas se conduce en ciertas ocasiones —me dijo—. No obstante, jamás anteriormente he observado en ella el extraño y reservado aspecto que ahora tiene. La pérdida de la gema parece haberle hecho perder la cabeza. ¿Quién hubiera imaginado que ese horrible diamante habría de ejercer sobre ella tal influjo y en tan brevísimo espacio de tiempo? Sin duda era para extrañarse. En lo que concierne a los juguetes y dijes en general, no había ido ella nunca más allá del entusiasmo que por esas cosas sienten la mayoría de las niñas. No obstante, he aquí que seguía encerrada en su alcoba, desconsolada. Justo es agregar, sin embargo, que no fue ella la única persona de la casa que se vio lanzada repentinamente fuera del curso ordinario de su vida. Mr. Godfrey, por ejemplo—pese a ser, profesional- mente hablando, una especie de mitigador de los males ajenos—, parecía hallarse entera- mente desorientado respecto de los medios a usar para ayudarse a sí mismo. No contando con ningún compañero que lo entretuviera, ni pudiendo ensayar en la persona de Miss Ra- quel su experiencia relativa a las mujeres en desgracia, erraba de aquí para allá por la casa y el jardín, sin rumbo y desasosegado. Dos ideas diferentes contendían en su espíritu, en lo que atañe a la conducta a seguir por él, frente a la desgracia acaecida en el seno de la fami- lia. ¿Debía en la actual emergencia aliviar a esta última de la carga que implicaba su pre- sencia allí, en calidad de huésped, o era mejor que se quedara para el caso de que sus hu- mildes servicios pudieran ser de alguna utilidad? Decidió al fin que este último era quizá el procedimiento que aconsejaba la costumbre y el decoro, frente a un infortunio de índole tan peculiar como el que acababa de sobrevenir en la casa. La realidad es la piedra de toque donde se pone a prueba el metal de que está constituido un hombre. Mr. Godfrey, al ser probado por las circunstancias, demostró hallarse fundido en un metal más pobre que el que yo había supuesto. En lo que se refiere a la servidumbre femenina —excepto Rosanna, que se replegó sobre sí misma—, todas las mujeres se dieron a cuchichear en los rincones y a clavar sus miradas suspicaces en cuanta cosa les parecía extraña, como es costumbre en quienes componen esa mitad más débil del género humano, cuando ocurre algún suceso extraordinario en una casa. Admito que yo mismo me inquieté y me puse de mal humor. La maldita Piedra Lunar había trastornado todas las cosas. Poco antes de las once regresó Mr. Franklin. La faceta expeditiva de su carácter había nau- fragado, según todas las apariencias, durante el tiempo que permaneció afuera, bajo el peso de la responsabilidad recaída sobre él. Había partido de nuestro lado al galope y regresaba al paso. Cuando salió era un hombre de acero. A su retorno parecía una cosa rellena de al- godón y tan blanda como es posible serlo. —¡Y bien! —dijo mi ama—. ¿Vendrá la policía? —¡Sí! —respondió Mr. Franklin—; me dijeron que vendrían volando: el Inspector Seegra- ve con dos agentes. ¡Mera fórmula! No hay esperanza alguna. —¡Cómo! ¿Han huido los hindúes, señor? —le pregunté. —Esos pobres e infortunados hindúes han sido encarcelados de la manera más injusta — dijo Mr. Franklin—. Son tan inocentes como un niño recién nacido. Mi sospecha de que alguno de ellos se había escondido en la casa ha terminado, como todas las demás, por des- vanecerse como el humo. Se ha probado que tal cosa —añadió Mr. Franklin, regodeándose en su propia incompetencia— es, desde todo punto de vista, imposible. Luego de asombrarnos con este anuncio que implicaba un cambio radical en el aspecto pre- sentado por el asunto de la Piedra Lunar, nuestro caballero tomó asiento a pedido de su tía, disponiéndose a explicarse. Al parecer, la faceta expeditiva de su carácter había seguido actuando en primer plano hasta no más allá de Frizinghall. Luego de haber escuchado su sobria exposición, el magistrado dispuso que el asunto pasara a manos de la policía. Las primeras indagaciones efectuadas en torno a las actividades de los hindúes demostraron que éstos no intentaron siquiera abandonar la ciudad. Posteriormente pudo comprobar la policía que los tres juglares fueron vistos de regreso junto con el muchacho en Frizinghall, entre las diez y las once de la noche anterior…, circunstancia que venía, a su vez, a demostrar, teniendo en cuenta la hora y la distancia, que emprendieron el regreso apenas terminaron su exhibición en la terraza. Aún más, hacia la medianoche tuvo ocasión la policía de comprobar en la casa de huéspedes donde aquéllos se alojaban, que tanto los prestidigitadores como el muchachito inglés se encontraban allí como de costumbre. Yo mismo había cerrado las puertas de la casa poco después de medianoche. No podría haberse hallado otra prueba que hablase más que ésta en favor de los hindúes. El magistrado afirmó que no había el menor motivo para sospechar de ellos hasta ese momento. Pero como podía ocurrir que las investigaciones policiales traje- ran a luz ciertos hechos relacionados con los juglares, habría de valerse, con el fin de poner- los a nuestra disposición, del pretexto de que eran unos truhanes y vagabundos, para ence- rrarlos bajo llave y cerrojo. Una transgresión cometida por ellos sin saberlo (he olvidado cuál) los colocó automáticamente bajo la acción de las leyes. Toda institución humana, in- cluso la justicia, extenderá un tanto el radio de su acción, con sólo apartarla de su cauce natural. El digno magistrado era un viejo amigo de la casa…, y los hindúes fueron, por lo tanto, "encarcelados" por una semana, de acuerdo con la orden impartida apenas abrió las puertas el tribunal esa mañana. Tal fue el relato que de los hechos acaecidos en Frizinghall hizo ante nosotros Mr. Franklin. La pista que se basaba en los hindúes, para esclarecer el misterio de la gema perdida, se había esfumado en nuestras manos, según todas las apariencias. Si los juglares eran inocen- tes, ¿quién diablos había hecho entonces desaparecer la Piedra Lunar de la gaveta de Miss Raquel? Diez minutos más tarde la presencia del Inspector Seegrave en la casa provocó en todos una infinita sensación de alivio. Luego de presentarse ante Mr. Franklin, lo siguió hasta la terra- za y se sentaron después al sol (la faceta italiana del carácter de aquél se hallaba, sin duda, ahora, en todo su apogeo). Mr. Franklin previno al policía que no cabía abrigar esperanza alguna respecto a la investigación, antes de que éste hubiera dado siquiera comienzo a la misma. Teniendo en cuenta la situación en que nos hallábamos, ninguna visita hubiera podido ser más estimulante para nosotros que la del Inspector de la policía de Frizinghall. Míster See- grave era una persona imponente, de elevada estatura y ademanes marciales. Tenía una hermosa voz de acento imperativo, una mirada extraordinariamente enérgica y una gran levita pulcramente abotonada hasta la altura de su corbatín de cuero. "¡He aquí al hombre que ustedes necesitan!", parecía hallarse estampado en todo su semblante; y les dio unas órdenes tan severas a sus dos subalternos, que no nos quedó ya la menor duda respecto a que nadie se atrevería a jugar con él. Comenzó por indagar dentro y fuera de la finca, llegando a la conclusión de que ningún ladrón había tratado de violentar las puertas y que, por lo tanto, el hurto había sido cometi- do por algún habitante de la casa. Imaginamos la alarma que cundió entre la servidumbre, cuando ese anuncio oficial llegó a sus oídos. El Inspector resolvió examinar primero el boudoir, terminado lo cual dispuso el registro de los criados. Al mismo tiempo apostó a uno de sus hombres junto a la escalera que conducía a los dormitorios de la servidumbre, con la orden de no dejar pasar a nadie de la casa, hasta tanto no se le dieran nuevas instrucciones. Esto último dio lugar a que las representantes de la otra mitad más débil del género humano se dieran a vagar por allí desorientadas. Saltando cada una de su rincón, se lanzaron escale-ra arriba en dirección al aposento de Miss Raquel, donde se presentaron en corporación. (Rosanna Spearman había sido arrastrada esta vez en medio de ellas) y se arrojaron luego como una tromba sobre el Inspector Seegrave, emplazándolo, con el aire de ser cada una de ellas la culpable, a que dijera de una vez por todas sobre quién recaían sus sospechas. El señor Inspector se mostró a la altura de las circunstancias…, las miró con sus ojos enér- gicos y las amedrentó con su voz de militar: —Bueno, ahora, todas las mujeres pueden ir bajando la escalera. Todas. No las necesito aquí para nada. ¡Miren! —dijo el Inspector, señalando súbitamente una pequeña mancha que se hallaba hacia el borde y exactamente debajo de la cerradura de la puerta recién deco- rada del aposento de Miss Raquel—. ¡Miren lo que ha hecho alguna de ustedes con su fal- da! ¡Fuera, fuera de aquí! Rosanna Spearman, que era quien más próxima se hallaba a él y a la mancha, dio el ejem- plo, retirándose obedientemente para ir a reanudar sus faenas. El resto de la servidumbre la imitó. El Inspector terminó su registro del cuarto y no habiendo sacado nada en limpio, me preguntó quién había sido la persona que descubrió el robo. Mi hija había sido tal persona. Se envió, pues, por ella. El señor Inspector se mostró un tanto severo con Penélope, al dar comienzo al interrogato- rio. —Ahora, muchacha, escúcheme bien…, y trate de decir tan sólo la verdad. Penélope se inflamó instantáneamente. —¡Nunca se me ha enseñado a decir otra cosa que la verdad, señor policía!… ¡Y si mi pa- dre, que se halla aquí presente, permite que se me acuse de ladrona y falsaria, que se me impida la entrada a mi propia habitación y se pisotee mi buena reputación, la única cosa de valor con que cuenta una muchacha pobre, si mi padre lo permite, consideraré que no es tan buen padre como yo lo creí hasta ahora! Una palabra oportuna dicha por mí en ese instante, sirvió para colocar las relaciones de Penélope con la Justicia en un plano menos enojoso. Las preguntas y las réplicas se suce- dieron, sin que se arribara a nada digno de mención. La última escena a que asistió mi hija la noche anterior fue aquella en que vio a Miss Raquel colocar su diamante en la gaveta del bufete. Cuando, hacia las ocho de la mañana siguiente, pasó por allí con una taza de té para Miss Raquel, halló el cajón abierto y vacío. Ante lo cual puso sobre aviso a toda la casa… Eso es todo lo que tenía que decir Penélope. El señor Inspector solicitó ver en seguida a la propia Miss Raquel. Penélope le hizo llegar a ésta el pedido a través de la puerta. La réplica llegó por la misma vía: —No tengo nada que decirle a la policía… No quiero ver a nadie.
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