Luego que el último huésped se hubo alejado regresé al vestíbulo interior, donde encontré a
Samuel junto al aparador presidiendo la labor de quienes servían el brandy y la gaseosa. El
ama y Miss Raquel abandonaron la sala y entraron allí seguidas de dos caballeros. Mr.
Godfrey bebió un poco de brandy y gaseosa. Mr. Franklin se abstuvo en absoluto. Se sentó,
denotando un cansancio mortal; creo que las conversaciones sostenidas por él durante esa
fiesta de cumpleaños habían rebasado su capacidad de resistencia.
Al volverse para decirles buenas noches, posó mi ama una dura mirada sobre el legado del
Coronel que rutilaba sobre el pecho de su hija.
—Raquel —le preguntó—, ¿dónde piensas guardar el diamante esta noche?
Miss Raquel se hallaba muy animada, en ese estado espiritual propicio para decir tonterías
e insistir perversamente en ellas como si se tratara de cosas henchidas de sentido, que ha-
brán podido sin duda observar algunas veces en las jovencitas cuando se hallan excitadas
hacia el final de un día agitado. Primero expresó que no sabía dónde colocarlo. Luego que
lo pondría, "naturalmente, sobre su tocador, entre las demás cosas". Pero en seguida recor-
dó que muy bien podía la piedra darse a brillar por su cuenta, aterrorizándola con su espan-
tosa luz lunar en medio de la noche. Después se refirió a un bufete hindú que se encontraba
en su sala privada y decidió instantáneamente colocar el diamante hindú en dicho bufete
para que así tuvieran esos dos bellos objetos nativos la oportunidad de admirarse mutua-
mente. Luego de haber permitido que la pequeña corriente de su insensatez avanzara hasta
ese punto, decidió interponerse su madre para contenerla.
—¡Pero, querida! Tu bufete hindú carece de cerradura —le dijo.
—¡Por Dios, mamá! —exclamó Miss Raquel—. ¿Vivimos acaso en un hotel? ¿Hay ladro-
nes en la casa?
Sin responder a tan absurdas palabras, les deseó mi ama buenas noches a los dos caballeros.
Luego se volvió hacia Miss Raquel para besarla.
—¿Por qué no me dejas guardar a mí el diamante, esta noche? —le preguntó.
Miss Raquel respondió en la misma forma en que hubiera replicado diez años atrás, de ha-
bérsele propuesto en ese entonces abandonar una muñeca nueva. Mi ama advirtió que no
sería posible hacerla entrar en razones esa noche.
—Ven a mi alcoba mañana en cuanto te levantes, Raquel —le dijo—. Pues tendré entonces
algo que decirte.
Dicho lo cual, abandonó el cuarto lentamente, abismada en sus propios pensamientos, que
parecían conducirla por senderos nada gratos.
Miss Raquel fue la primera persona en dar las buenas noches después de ella. Estrechó pri-
mero la mano de Mr. Godfrey, que se hallaba dedicado a la contemplación de un cuadro en
el extremo opuesto del cuarto. Luego se volvió hacia Mr. Franklin, que permanecía senta-
do, silencioso y con aire de fatiga, en un rincón.
Ignoro lo que hablaron. Pero hallándome, como me hallaba, a pocos pasos de nuestro gran-
de y antiguo espejo de marco de roble, pude verla reflejándose en él, mientras le enseñaba
por un momento y a hurtadillas a Mr. Franklin, luego de haberlo extraído de su escote, el
guardapelo que aquél le regalara, acompañando su acción con una sonrisa cuyo sentido
trascendía los límites de un acto ordinario, antes de dirigirse con paso ágil a su alcoba. Este
incidente me hizo perder un tanto la confianza que había tenido hasta entonces en mi dis-
cernimiento. Comencé a pensar que bien podía, después de todo, hallarse Penélope en lo
cierto respecto a los sentimientos de su joven ama.
Tan pronto como liberó Miss Raquel los ojos de Mr. Franklin y pudo éste de nuevo mirar
por su cuenta, reparó en mi presencia. Su variable opinión, que cambiaba ante cualquier
cosa, varió también en lo que respecta a los juglares.
—Betteredge —dijo—, me siento inclinado a pensar que tomé demasiado en serio las pala-
bras que me dijo Mr. Murthwaite allí, en los arbustos. Me pregunto ahora si no nos habrá
hecho víctimas de alguno de sus embustes de viajero. ¿Piensas soltar, de veras, a los pe-
rros?
—Les quitaré el collar, señor —respondí—, dejándolos en libertad para que se den una
vuelta por ahí esta noche, si es que huelen algo que los impulse a hacer tal cosa.
—Muy bien —dijo Mr. Franklin—. Ya veremos mañana qué es lo que hay que hacer. No
estoy dispuesto, de ninguna manera, Betteredge, a alarmar a mi tía, mientras no tenga una
razón poderosa para hacerlo. Buenas noches.
Tan pálido y agotado se hallaba en el instante en que asiendo la bujía se dispuso a ascender
la escalera, que me atreví a aconsejarle que tomara un trago de brandy con gaseosa antes de
irse a la cama. Mr. Godfrey, que avanzó hacia nosotros desde el otro extremo del hall, apo-
yó mi ofrecimiento. Insistió de la manera más cordial ante Mr. Franklin, para hacerlo beber
un trago antes de retirarse.
Si detallo estas pequeñeces, es sólo para hacer constar el gran placer que experimenté al
advertir cómo, pese a cuanto había visto y oído ese día, los dos caballeros se hallaban en
mejores relaciones que nunca. La guerra verbal (que presenció Penélope en la sala) y su
rivalidad anterior en procura del favor de Miss Raquel parecían no haber dejado ninguna
huella profunda en sus espíritus. Pero, ¡bueno!, tengan en cuenta que se trataba de dos caba-
lleros de buen carácter y de dos hombres de mundo. Indudablemente la gente de condición
posee el método de no ser tan pendenciera como la que no lo es.
Mr. Franklin rehusó el brandy con gaseosa y ascendió la escalera acompañado de Mr.
Godfrey, pues sus cuartos se hallaban contiguos. Ya en el rellano, no obstante, y fuera por-
que su primo lo hubiese convencido o porque dando un viraje como de costumbre hubiese
cambiado nuevamente de opinión, me gritó desde lo alto:
—Quizá necesite echar un trago durante la noche. Súbeme un poco de brandy a mi habita-
ción.
Envié a Samuel con el brandy y la soda y salí de la casa para ir a quitarles el collar a los
perros. Iistos, atónitos y locos de alegría al ver que se los libertaba a esa altura de la noche,
comenzaron a saltarme encima como dos cachorros. Sin embargo, la lluvia se encargó bien
pronto de apagar su vehemencia: luego de mojar su lengua en breve instante, se deslizaron
nuevamente en sus perreras. Al emprender el regreso hacia la casa, observé en lo alto seña-
les de un cambio favorable en las condiciones del tiempo. Por el momento, sin embargo,
seguía lloviendo torrencialmente y la tierra se hallaba enteramente empapada.
Samuel y yo recorrimos la casa, cerrando como de costumbre todas las puertas. Sin con-
fiarme a mi subalterno, me aseguré, esta vez por mí mismo, de que todo se hallaba en or-
den. Todo estaba bajo llave y a salvo cuando tendí mi vieja osamenta en la cama, entre la
medianoche y la una de la madrugada.
Sin duda las inquietudes del día resultaron un tanto agobiantes para mí. Sea como fuere, me
sentí aquejado en cierta medida por la misma dolencia que había hecho presa de Mr. Fran-
klin. Salía el sol cuando pude dormirse. Todo el tiempo que duró mi desvelo permaneció la
casa tan silenciosa como una tumba. No escuché otro rumor que el de la lluvia o el viento
silbando entre los árboles, cuando empezó a soplar la brisa de la madrugada.
Me desperté a las siete y media, y al abrir la ventana tuve ocasión de admirar un magnífico
día de sol. El reloj ya había dado las ocho y me disponía a salir para amarrar de nuevo a los
perros, cuando escuché de improviso un crujido de faldas detrás de mí en la escalera.
Al volverme vi venir a Penélope corriendo como una loca.
—¡Padre! —chilló—. ¡Sube, por Dios, la escalera! ¡El diamante ha desaparecido!
—¿Estás loca? —le pregunté.
—¡Ha desaparecido! —dijo Penélope—. ¡Nadie sabe cómo pudo ocurrir tal cosa! ¡Sube y
compruébalo por ti mismo!
A la rastra me condujo hasta la sala privada de su joven ama, que se hallaba contigua a su
dormitorio.
Allí, sobre el umbral de este último, se erguía Miss Raquel con el rostro tan blanco como el
níveo peinador que la cubría. Allí también pude observar las dos puertas del bufete hindú
abiertas de par en par. Una de las gavetas interiores había sido impulsada hacia afuera en
toda su longitud.
—¡Mira! —dijo Penélope—. Yo misma vi a Miss Raquel guardar anoche el diamante en
ese cajón.
Me dirigí hacia el bufete. La gaveta se hallaba vacía.
—¿Es cierto eso, Miss Raquel? —le pregunté.
Con una mirada que no era la habitual y una voz que tampoco era la propia, Miss Raquel
me respondió de la misma manera que me había replicado mi hija:
—El diamante ha desaparecido.
Dichas estas palabras se retiró a su alcoba y se encerró en ella con llave.
Antes de que tuviéramos tiempo de decidir lo que habría de hacerse, entró allí nuestra ama,
la cual, atraída por mi voz, venía a enterarse de lo ocurrido en la habitación privada de su
hija. La noticia de la pérdida del diamante la dejó petrificada. Avanzando hacia el dormito-
rio de su hija, insistió en ser recibida. Miss Raquel abrió la puerta.
La alarma, propagándose como un fuego por la casa, alcanzó de inmediato a los dos caba-
lleros.
Mr. Godfrey fue el primero en lanzarse fuera de su alcoba. Todo lo que hizo al enterarse de
la noticia fue elevar las manos en un ademán de perplejidad que no hablaba para nada en
favor de su fuerza de carácter. Mr. Franklin, en cuya lucidez mental yo confiara y cuyo
consejo esperaba, se mostró tan impotente como su primo al llegar la noticia a sus oídos.
Quiso la casualidad que esa noche descansara por fin a sus anchas y, al parecer, como lo
dijo él mismo, ese inusitado derroche de sueño entorpeció sus facultades. No obstante, lue-
go que hubo bebido una taza de café —cosa que, siguiendo una costumbre extranjera, hacía
siempre antes de ingerir comida alguna—, se aclaró su cerebro, su yo lúcido retornó, y to-
mando el asunto en sus manos resuelta y diestramente, adoptó las medidas que siguen:
En primer lugar hizo comparecer a los criados, para comunicarles que debían dejar cerradas
todas las puertas y ventanas de la planta baja, excepto la principal, que ya había yo abierto.
Luego nos propuso, a su primo y a mí, que antes de emprender acción alguna nos asegurá-
ramos bien de si el diamante no había caído por accidente en algún lugar oculto…, detrás
del bufete, por ejemplo, o debajo de la tarima sobre la cual se hallaba aquél. Después de
haber indagado allí infructuosamente —y de haber interrogado a Penélope, quien no le dijo
más de lo que me había dicho a mí—, manifestó Mr. Franklin que sería conveniente incluir
a Miss Raquel en el interrogatorio y le ordenó a Penélope que llamara a su puerta. El lla-
mado fue contestado por mi ama, quien al salir cerró la puerta tras sí. De inmediato se oyó
cómo Miss Raquel hacía girar la llave en la cerradura desde adentro. Mi ama se reunió con
nosotros, trascendiendo una zozobra y una perplejidad angustiosas.
—La pérdida del diamante parece haber abatido enteramente a Raquel —dijo en respuesta a
una pregunta que le hizo Mr. Franklin—. Se niega de la manera más extraña a hablar de la
gema aun conmigo. Es en vano que intenten verla ahora.
Luego de haber sumado un nuevo motivo de perplejidad a los ya existentes, con esta men-
ción del estado de Miss Raquel, recobró mi ama mediante un leve esfuerzo su calma habi-
tual.
—Creo que esto no tiene remedio —dijo calmosamente—. ¿No les parece a ustedes que no
queda otra alternativa que dar cuenta a la policía?
—Y lo primero que hará la policía —añadió Mr. Franklin, acogiendo con entusiasmo sus
palabras—, será echar el guante a los juglares hindúes que actuaron aquí anoche.
Tanto mi ama como Mr. Godfrey, que ignoraban lo que sabíamos Mr. Franklin y yo, clava-
ron, perplejos, sus miradas en él.
—No tengo tiempo para entrar en detalles —prosiguió Mr. Franklin—. Lo único que puedo
asegurarles ahora es que el diamante ha sido robado por esos hindúes.
—Extiéndeme una carta de presentación —le dijo a mi ama—, dirigida a alguno de los ma-
gistrados de Frizinghall…, haciendo constar solamente que yo te represento en tus deseos e
intereses y déjame partir de inmediato. Las probabilidades que tenemos de darles caza a
esos ladrones depende quizá del hecho de no desperdiciar un solo minuto. (Nota bene: se
tratara o no de la faceta británica o francesa de su carácter, lo cierto es que la que se mos-
traba ahora en todo su apogeo constituía la base auténtica de su yo. Sólo cabía preguntarse
ahora cuánto tiempo permanecería a flote la misma.)
Echando mano del tintero, del portaplumas y del papel, los puso delante de su tía, quien,
según me pareció, escribió la carta que le era solicitada un tanto de mala gana. Si le hubiera
sido posible pasar por alto la desaparición de una gema cuyo valor ascendía a veinte mil
libras, creo que mi ama —teniendo en cuenta la opinión que le merecía su difunto hermano
y el recelo que despertaba en ella ese presente de cumpleaños— se hubiera sentido secre-
tamente aliviada al dejar que los ladrones huyeran impunemente con la Piedra Lunar.