La disputa se inició a raíz de haberse visto obligado a reconocer Mr. Franklin —por moti-
vos que he olvidado— que había estado durmiendo muy mal últimamente. Mr. Candy le
dijo al punto que sus nervios se hallaban resentidos y que debía someterse a un tratamiento
de inmediato. Mr. Franklin le contestó que, en su opinión, un tratamiento médico y un sis-
tema que lo obligara a andar a uno a tientas en la oscuridad eran la misma cosa. Mr. Candy
le devolvió el golpe hábilmente respondiéndole que, en el terreno físico, no hacía Mr. Fran-
klin más que andar a tientas en la oscuridad en busca del sueño y que la única manera de
recobrarlo sería confiándose a un tratamiento médico. Mr. Franklin, deteniendo en el aire la
pelota, le replicó que muchas fueron las voces que oyó hablar del caso de un ciego que diri-
gía a otro ciego, pero que ésa era la primera vez que tal cosa se le hacía evidente. Siempre
en el mismo tono prosiguieron parando y devolviéndose los golpes con energía, hasta que
se acaloraron…, especialmente Mr. Candy, quien perdió de tal manera el dominio sobre sí
mismo al salir en defensa de su profesión, que obligó a mi ama a intervenir para prohibirles
que siguieran más adelante. Esta indispensable muestra de autoridad actuó a manera de
golpe de gracia sobre la atmósfera de la reunión. De tanto en tanto volvió a reanudarse aquí
y allá la conversación, pero pudo advertirse una lamentable carencia de vida e ingenio en
las palabras. El Demonio (o el diamante) había embrujado a este dinner-party y fue un ali-
vio para todos el ver levantarse al ama, quien les indicó con señas a las señoras que debían
dejar libres a los hombres para beber.
Acababa yo apenas de disponer en una fila las garrafas delante del anciano Mr. Ablewhite
(que actuaba en calidad de anfitrión), cuando llegó hasta nosotros desde la terraza un rumor
que me hizo estremecer y olvidar de golpe las maneras adecuadas al lugar. Mr. Franklin y
yo nos miramos a la cara: era el redoble de un tambor indio. ¡Hubiera apostado cualquier
cosa a que se trataba de los escamoteadores hindúes que regresaban a nuestra casa atraídos
por la Piedra Lunar!
En el momento en que doblaban la esquina de la terraza y aparecían ante nuestra vista, me
dirigí hacia ellos cojeando, con el fin de ahuyentarlos. Pero quiso mi mala suerte que se me
adelantaran en el camino las dos mocetonas. Zumbando pasaron junto a mí en dirección a la
terraza, con la velocidad de dos cohetes y enloquecidas por presenciar las triquiñuelas de
los hindúes. Las otras mujeres las siguieron y hasta los propios caballeros hicieron allí su
aparición. Antes de que hubiera uno podido exclamar: " ¡el Señor nos asista!", ya estaban
allí los truhanes haciéndonos zalemas y las dos mocetonas besando al hermoso muchachito.
Mr. Franklin se situó junto a Miss Raquel y yo a espaldas de ésta. De confirmarse mis pre-
sunciones, he ahí que delante de los hindúes se hallaba ella exhibiendo su diamante sobre el
pecho, ignorando absolutamente su verdadera situación.
No me hallo en condiciones de especificar cuántos fueron los juegos verificados y en qué
forma los ejecutaron. En parte debido a los malos ratos pasados durante la cena y en parte a
causa de la provocación que entrañaba el regreso de esos pícaros que llegaban justamente a
tiempo para contemplar la gema, reconozco que perdí totalmente la cabeza. La primera
cosa que recuerdo haber notado entonces fue la presencia súbita en el lugar del explorador
hindú Mr. Murthwaite. Deslizándose en torno del semicírculo formado por las personas que
se hallaban sentadas o de pie, avanzó con cuidado hasta situarse a espaldas de los juglares,
a quienes les habló repentinamente en su propia lengua.
De haberlos punzado con una bayoneta, dudo que los hindúes se hubieran estremecido de
tal manera y que se hubiesen vuelto hacia él con más agilidad felina que la que pusieron en
juego al oír las primeras palabras brotadas de sus labios. Pero inmediatamente comenzaron
a prodigarle sus zalemas y a hacerle reverencias en la forma más política y taimada. Luego
de las pocas palabras cambiadas en lengua extranjera, se alejó de allí Mr. Murthwaite tan
silenciosamente como se había acercado. El jefe, que actuaba en calidad de intérprete, giró
de inmediato sobre sí mismo, para enfrentar de nuevo a la concurrencia. Pude advertir en-
tonces que el individuo de la tez color de café exhibía una coloración gris, a raíz de las pa-
labras oídas de labios de Mr. Murthwaite. Haciéndole una reverencia al ama, declaró que el
espectáculo había terminado. Las mocetonas, terriblemente disgustadas, lanzaron un estre-
pitoso "¡Oh!" que iba dirigido directamente contra Mr. Murthwaite, por haber interrumpido
éste la exhibición. El jefe de los juglares, llevándose con ademán humilde la mano al pecho,
declaró por segunda vez que los juegos habían terminado. El muchachito inglés comenzó a
pasar el sombrero. Las señoras se retiraron a la sala y los caballeros, excepto Mr. Franklin y
Mr. Murthwaite, volvieron a sentarse ante sus copas de vino. El lacayo y yo seguimos a los
hindúes para comprobar si abandonaban la finca.
Al retornar por el lado de los arbustos, sentí olor a tabaco y me encontré con Mr. Franklin y
Mr. Murthwaite (este último fumando una trompetilla), los cuales se paseaban de un lado a
otro entre los árboles. Mr. Franklin me hizo una seña para que me acercara.
—Este —dijo Mr. Franklin, presentándome al famoso viajero— es Gabriel Betteredge, vie-
jo amigo y servidor de la familia de la cual acabo de hablarle. Te ruego le cuentes al señor
lo que me has referido a mí.
Mr. Murthwaite se quitó la trompetilla de la boca y se recostó contra un árbol con aire fati-
gado.
—Mr. Betteredge —comenzó—, esos tres hindúes son tan juglares como lo podemos ser
usted o yo.
¡He aquí otro hecho sorprendente! Naturalmente, le pregunté al viajero si había visto a los
hindúes anteriormente.
—Jamás —replicó Mr. Murthwaite—; pero conozco a fondo lo que son los verdaderos jue-
gos de manos hindúes. Lo que acaba de ver usted aquí esta noche no es más que una pobre
y burda imitación de aquéllos. A menos que, pese a mi larga experiencia, me halle yo ente-ramente equivocado, esos hombres son brahmanes de alta jerarquía. Habrá usted observado,
sin duda, cómo reaccionaron cuando los acusé de falsarios, pese a lo hábiles que son los
indostánicos para ocultar sus verdaderos sentimientos. Hay en su conducta un algo miste-
rioso que no logro explicarme. Han sacrificado en dos oportunidades sus privilegios de cas-
ta: primero, al cruzar el mar, y después, al disfrazarse de juglares. En la tierra de que ellos
proceden, constituye ése un inmenso sacrificio. Debe haber un motivo muy serio respal-
dando su actitud y alguna razón poderosa que les sirva para justificarse y los ayude a recu-
perar, a su regreso, dichos privilegios.
Yo enmudecí, Mr. Murthwaite siguió fumando. Mr. Franklin, luego de fluctuar en medio de
las diversas facetas de su carácter, quebró el silencio en esta forma, hablando según su bella
manera italiana, en tanto que dejaba traslucir a través de ella, su sólida base inglesa origi-
nal.
—Mr. Murthwaite; no sé si se valdrá la pena molestarlo dándole a conocer ciertos detalles
domésticos por los cuales no habrá de sentir usted, sin duda, ningún interés y de los que no
siento yo, por mi parte, muchos deseos de hablar, fuera del círculo de mis allegados. Pero,
luego de lo que acaba usted de decir, me creo obligado, en interés de Lady Verinder y de su
hija, a poner en su conocimiento algo que puede quizá colocarlo a usted sobre la pista. Le
hablo en forma confidencial y estoy seguro que habrá de ser usted lo suficientemente ama-
ble como para no olvidar tal circunstancia.
Luego de este exordio le narró al viajero hindú, según su lúcida manera francesa, lo mismo
que me había contado a mí en las Arenas Temblonas. Aun el inmutable Mr. Murthwaite se
sintió tan atraído hacia lo que estaba oyendo que dejó caer el cigarro de su boca.
—Y ahora —dijo Mr. Franklin, al dar término al relato— ¿qué es lo que le aconseja su ex-
periencia?
—Mi experiencia me dice, Mr. Franklin Blake —respondió el esplorador—, que ha estado
usted mucho más próximo a perder la vida que yo en cualquier ocasión; y eso es ya mucho
decir.
Ahora fue Mr. Franklin quien se asombró.
—¿Se trata, realmente, de algo tan grave? —preguntó.
—En mi opinión, sí —replicó Mr. Murthwaite—. No me cabe la menor duda, luego de ha-
berlo escuchado, de que la reintegración de la Piedra Lunar al sitio que ocupaba en la frente
del ídolo hindú es el motivo y la justificación de esa renuncia a los privilegios de casta a
que acabo de referirme. Estos hombres aguardarán con paciencia felina su oportunidad y
lucharán entonces con la ferocidad de los tigres. No puedo explicarme cómo ha podido es-
capar usted con vida —agregó el eminente viajero, volviendo a encender su cigarro y cla-
vando su enérgica mirada en el semblante de Mr. Franklin—. ¡Ha estado usted yendo y
viniendo de un lado a otro, acá y en Londres, con el diamante encima y sigue respirando
todavía! Aclaremos esto. ¿Fue a la luz del día cuando retiró usted, en ambas oportunidades,
la gema del banco, en Londres?
—A la plena luz del día —dijo Mr. Franklin.
—¿Y había mucha gente en las calles?
—Sí.
—Sin duda fijó usted la hora en que habría de llegar a la residencia de Lady Verinder. La
zona que media entre la casa y la estación es muy solitaria. ¿Pudo usted cumplir su palabra?
—No. Llegué cuatro horas antes de la convenida.
—¡Permítame que lo felicite por el procedimiento! ¿Cuándo depositó el diamante en el
banco local?
—Una hora después de haberlo traído a esta casa…. y tres horas antes de que esperase
verme nadie por estos alrededores.
—¡Permítame que lo felicite nuevamente! ¿Lo trajo usted aquí, solo?
—No. Sucedió que me encontré en el camino con mis primos y su palafrenero y hube de
regresar a la casa con ellos.
—¡Permítame que lo felicite por tercera vez! Si en alguna ocasión decide usted realizar un
viaje hasta más allá de los límites del mundo civilizado, hágamelo saber, Mr. Blake, porque
habré de acompañarlo. Es usted un hombre afortunado.
A esa altura fue cuando intervine yo. Todo esto se hallaba en pugna con mi mentalidad in-
glesa.
—Sin duda no querrá usted decir, señor —le dije—, que hubieran sido capaces de matar a
Mr. Franklin para apoderarse del diamante, de haberse presentado la oportunidad.
—¿Fuma usted, Betteredge?—preguntó el viajero.
—Sí, señor.
—¿Le preocupa a usted mucho la ceniza cuando está limpiando su pipa?
—No, señor.
—En el país de donde estos hombres provienen importa tanto asesinar a un semejante como
le importa a usted eliminar la ceniza de su pipa. Si un millar de vidas se interpusiesen entre
ellos y el diamante —y estuvieran seguros de que la cosa habría de quedar en el misterio—,
las sacrificarían todas sin vacilar. Concedo que el sacrificio de la propia casta constituye un
hecho trascendental entre los hindúes. Pero el sacrificio de la vida humana carece para ellos
de importancia alguna.
Al oír esto declaré que en mi opinión no se trataba más que de un hatajo de ladrones y cri-
minales. Mr. Murthwaite replicó que, en su opinión, se trataba de un pueblo maravilloso.
Mr. Franklin, sin expresar la suya, nos hizo volver al asunto en cuestión.
—Ya han visto la Piedra Lunar sobre el pecho de Miss Verinder —dijo—. ¿Qué debe ha-
cerse ahora?
—Lo mismo que su tío amenazó hacer —respondió Mr. Murthwaite—. Bien sabía el Coro-
nel Herncastle con qué gentes trataba. Envíe mañana el diamante (bajo la custodia de varias
personas) a Amsterdam, para que se lo fragmente. Conviértalo en media docena de diaman-
tes. En esa forma desaparecerá la sagrada identidad de la Piedra Lunar…, y se acabará así
con el complot.
Mr. Franklin se volvió hacia mí.
—La cosa no tiene remedio —dijo—. Es necesario que hablemos de ello mañana con Lady
Verinder.
—¿Por qué no esta misma noche, señor? —le pregunté—. ¿Y si vuelven los hindúes?
Mr. Murthwaite se apresuró a responder, antes de que lo hiciera Mr. Franklin.
—Los hindúes no querrán correr el riesgo de venir aquí esta noche —dijo—. Rara vez utili-
zan ellos los procedimientos directos para afrontar cualquier hecho, y mucho menos lo ha-
rán en este caso, en que el menor yerro podría ser de fatales consecuencias para la consecu-
ción de lo que se proponen obtener.
—Pero, ¿y si esos pícaros resultan ser más osados de lo que usted supone, señor? —insistí
yo.
—En este caso —dijo Mr. Murthwaite—, suelte a los perros. ¿Tienen ustedes algún perro
grande en el patio?
—Dos, señor. Un mastín y un sabueso.
—Con ellos bastará. En la actual emergencia, Betteredge, el mastín y el sabueso tienen la
gran ventaja, sobre usted, de no sentir tantos escrúpulos respecto a la santidad de la vida
humana—. En el mismo instante en que esta respuesta estallaba como un pistoletazo en mis
oídos llegó hasta nosotros la voz desafinada del piano, proveniente de la sala. Arrojando el
cigarro, Mr. Murthwaite tomó del brazo a Mr. Franklin y se dirigió con él hacia donde se
hallaban las señoras. Mientras avanzaba en pos de ellos, advertí que el cielo se encapotaba
rápidamente. Mr. Murthwaite también lo advirtió. Volviéndose me dijo con un tono fatiga-
do y burlón:
—¡Los hindúes van a necesitar de sus paraguas esta noche, Mr. Betteredge!
La cosa podía ser divertida para él. Pero yo no era ningún viajero eminente, ni había andado
nunca por tierras remotas jugando al peligro entre ladrones y asesinos. Luego de penetrar
en mi pequeña habitación tomé asiento, sudoroso, en una silla y me pregunté con embarazo
qué es lo que debía hacerse de inmediato. Otro, en mi lugar, hubiese terminado por ponerse
febril; yo acabé con eso de otra manera: encendí mi pipa y me dispuse a hojear mi Robin-
són Crusoe.
No hacía cinco minutos que me hallaba leyendo, cuando di con este asombroso pasaje, en
la página ciento sesenta y uno:
"El temor del Peligro es diez mil veces más aterrador que el Peligro en sí mismo, cuando se
torna éste aparente ante nuestros ojos; entonces descubrimos que el Peso de la Ansiedad
supera en mucho al de la Desgracia que provoca esa misma Ansiedad.”
¡Quien después de leer estas líneas no crea en el valor del Robinsón Crusoe, o bien es por-
que algo anda mal en su cabeza o bien es un ser extraviado en la bruma de su propia arro-
gancia! Si así ocurre, mejor será no malgastar con él palabras y reservar nuestra piedad para
alguien que posea más viva fe.
Hacía ya largo tiempo que me hallaba fumando mi segunda pipa y que seguía perdido en mi
sentimiento de admiración hacia ese maravilloso libro, cuando oí entrar a Penélope, quien
luego de servir el té, venía a informarme de lo acontecido en la sala. Cuando ella salió de
allí. las dos mocetonas se hallaban cantando un dúo, cuya letra comenzaba con una enorme
"O” y al que servía de fondo la música correspondiente. Había observado que el ama come-
tió por vez primera, hasta donde alcanzaba su memoria, varios yerros en el juego de whist.
Había visto, también, al famoso viajero durmiendo en un rincón; oído cómo Mr. Franklin
ejercitaba su ingenio a costa de Mr. Godfrey y de las Damas de Beneficencia en general y
cómo le devolvía Mr. Godfrey el golpe, en una forma un tanto violenta y que no se avenía
con la habitual conducta de tan benevolente caballero. Pudo ver luego a Miss Raquel dedi-
cándose en apariencia a calmar a Mrs. Threadgall mediante la exhibición de algunas foto-
grafías, pero esforzándose en realidad por lanzarle a Mr. Franklin miradas tan expresivas,
que aun la más torpe criada hubiera sabido interpretarla debidamente. Por último, fue sor-
prendida por la ausencia súbita de Mr. Candy, quien luego de desaparecer en forma miste-
riosa, reapareció en forma igualmente misteriosa y entabló conversación con Mr. Godfrey.
En general puede decirse que las cosas seguían un curso más favorable que el que era de
prever, teniendo en cuenta lo ocurrido durante la comida. De mantenerse una hora más tal
situación, las viejas manos del Padre Tiempo llegarían allí con el carruaje de cada cual,
librándonos, por fin, de todos ellos.
Todo llega a su fin en este mundo; así fue como aun el estimulante efecto del Robinsón
Crusoe se disipó en mi espíritu, luego que abandonó Penélope mi habitación. Otra vez in-
quieto, resolví efectuar una inspección por las tierras que rodean la casa, antes de que co-
menzara a llover. En lugar de ir acompañado del lacayo, cuyo olfato era humano y por lo
tanto de ninguna utilidad frente a cualquier emergencia, partí en compañía del sabueso. Su
olfato era especial para descubrir a los extraños. Después de recorrer todo el perímetro de la
heredad, salimos a la carretera y emprendimos luego el regreso tan ignorantes como cuando
partimos y sin haber dado con el menor rastro de alguien que pudiera estar acechando en arbustos en dirección a la casa, me encontré con dos caballeros que viniendo de la sala
avanzaban hacia mí. Se trataba de Mr. Candy y Mr. Godfrey, quienes, tal como los dejara
Penélope, se hallaban conversando y reían suavemente a raíz de alguna ocurrencia de su
propia cosecha. Yo experimenté cierto asombro ante el hecho de que hubieran llegado a
hacerse amigos, pero resolví pasar de largo, naturalmente, aparentando no verlos.
El arribo de los vehículos fue la señal para que comenzara a llover. El agua cayó a cántaros
y en una forma que parecía anunciar que llovería toda la noche. Con la sola excepción del
doctor, cuyo birlocho estaba aguardando allí, el resto de los contertulios partió arrellanán-
dose cada cual cómodamente en su coche cerrado. Le dije a Mr. Candy que lamentaba el
que hubiera de mojarse. Me respondió que mucho le extrañaba que a mi edad siguiera igno-
rando que la piel de un médico es impermeable. Y así fue como, riéndose ante su propia
chanza, se lanzó en medio de la lluvia y pudimos al fin vernos libres de todos los huéspe-
des.
Corresponde ahora narrar lo acontecido durante esa noche.