Ocultando mis sentimientos, le pedí respetuosamente a Mr. Franklin que continuara. Y éste
replicó:
—No te inquietes, Betteredge —y prosiguió con su narración.
A través de lo que dijo en seguida nuestro joven caballero, me enteré de que los descubri-
mientos hechos en torno al diamante del maligno Coronel había empezado a hacerlos du-
rante una visita efectuada, antes de venir a nuestra casa, al abogado de su padre en Hamps-
tead. Una palabra lanzada al azar por Mr. Franklin, mientras se hallaban conversando a
solas cierto día después de la cena, dio lugar a que se le dijera que había sido encargado por
su padre para efectuar la entrega de un regalo de cumpleaños a Miss Raquel. Una cosa se
fue eslabonando con la otra, hasta que por último terminó el abogado por revelarle la índole
del regalo y el origen del vínculo amistoso que llegó a establecerse entre el difunto Coronel
y Míster Blake, padre. Los hechos que a continuación expondré son de tan insólita natura-
leza que dudo de mi capacidad para hacerlo debidamente. Prefiero remitirme a los descu-
brimientos efectuados por Mr. Franklin, valiéndome, hasta donde me sea posible, de sus
propias palabras.
—¿Te acuerdas, Betteredge, de la época —me dijo— en que mi padre se hallaba empeñado
en demostrar las razones que le asistían para aspirar a ese infortunado Ducado? Pues bien,
por ese entonces regresó mi tío Herncastle de la India. Mi padre llegó a saber que su cuñado
poseía ciertos documentos que podían serle de utilidad mientras se ventilaba el proceso.
Fue a visitar, por lo tanto, al Coronel, con el pretexto de darle la bienvenida a su regreso a
Inglaterra. El Coronel no era persona que se dejara engañar de esa manera.
—Tú necesitas algo —le dijo—; de lo contrario no habrías comprometido tu reputación
para venir a mi casa.
Mi padre comprendió que la mejor manera de salir airoso habría de ser arrojar todas las
cartas sobre la mesa: admitió de entrada que iba en busca de esos papeles. El Coronel le
pidió un día de plazo para meditar la respuesta. Ésta llegó bajo la forma de la más extraor-
dinaria de las cartas, la cual me fue mostrada por el letrado. Comenzaba expresando el Co-
ronel que, hallándose él a su vez necesitado de algo que poseía mi padre, le proponía un
cordial intercambio de servicios. Los azares de la guerra (tales fueron sus propias palabras)
lo habían puesto en posesión de uno de los más grandes diamantes del mundo y tenía sus
razones para creer que tanto su persona como la piedra preciosa correrían peligro mientras
permanecieran juntos en cualquier morada o rincón de la tierra. Frente a tan alarmante
perspectiva, había resuelto confiarle en custodia del diamante a otra persona. Esta no tenía
nada que temer. Podría depositar la gema en algún sitio fuera de su casa y especialmente
vigilado, en un banco o en la caja fuerte de algún joyero, donde es costumbre guardar los
objetos más valiosos. Su responsabilidad personal en el asunto habría de ser de índole ente-
ramente pasiva. Debería comprometerse a recibir en una fecha preestablecida —y en un
lugar también predeterminado—, todos los años, una esquela del Coronel, donde constara
simplemente el hecho de que aquél seguía existiendo. Si transcurría tal fecha sin obtener
noticias suyas, debía interpretarse ese silencio como una segura señal de que el Coronel
había sido asesinado. En tal caso —solamente en ése— deberían abrirse ciertas instruccio-
nes selladas que habían sido depositadas junto con el diamante, en las cuales se indicaba lo
que habría de hacerse con aquél; instrucciones que debían ser seguidas al pie de la letra.
De aceptar mi padre tan extraño compromiso, los documentos que le solicitara al Coronel
se hallarían a su disposición. Tal era el contenido de la misiva
—¿Y qué es lo que hizo su padre, señor? —le pregunté.
—¿Qué fue lo que hizo? —respondió Mr. Franklin—. De inmediato te lo diré. Decidió
echar mano de esa valiosa facultad que se conoce con el nombre de sentido común para
interpretar la carta del Coronel. Todo lo que allí se expresaba le pareció, simplemente, ab-
surdo. En algún lugar de la India, durante sus correrías por aquel país, debió haber hallado
el Coronel algún mezquino trozo de cristal que su imaginación convirtió en un diamante.
En cuanto a su temor de ser asesinado y a las precauciones tomadas para salvaguardar su
vida, nos hallábamos en pleno siglo diecinueve, por lo cual todo hombre que estuviera en
su sano juicio no encontraría otra respuesta mejor que poner el asunto en manos de la poli-
cía. El Coronel había sido durante años y años un notorio fumador de opio; en cuanto a mi
padre, si la única forma de obtener los valiosos documentos que se hallaban en poder de
aquél habría de ser la de tomar por cosa auténtica esa divagación de opiómano, se hallaba
dispuesto a cargar con la ridícula responsabilidad que se le imponía, tanto más prestamente
cuanto que no le depararía incomodidad personal alguna. Tanto el diamante como las ins-
trucciones selladas fueron, pues, depositados en la caja de caudales de un banquero y perió-
dicamente recibió y fue abriendo nuestro abogado, en nombre de mi padre, las cartas en las
que hacía constar el Coronel que seguía siendo un ser viviente. Ninguna persona cuerda
habría encarado el asunto de otra manera. Nada hay en este mundo, Betteredge, que se apa-
rezca como una cosa probable, si no logramos vincularla con nuestra engañosa experiencia,
y sólo creemos en lo novelesco, cuando se halla estampado en letras de molde.
A través de sus palabras, se me hizo evidente que Mr. Franklin consideraba falsa y ligera la
opinión que su padre se formaba del Coronel.
—¿Cuál es, sinceramente, su opinión sobre este asunto, señor? —le pregunté.
—Déjame antes terminar con la historia del Coronel —dijo Mr. Franklin—. Se advierte,
Betteredge, ,una curiosa ausencia de sistema en la mentalidad británica; tu pregunta, mi
viejo amigo, es un ejemplo de ello. Mientras no nos hallamos contraídos en la labor de
construir alguna maquinaria, constituimos, desde el punto de vista mental, el pueblo más
desordenado de la tierra.
"¡Eso se debe —me dije— a su educación extranjera! Sin duda ha aprendido a mofarse de
nosotros en Francia.”
Mr. Franklin retomó el hilo perdido.
—Mi padre —dijo— obtuvo los papeles que buscaba y no volvió a ver jamás a su cuñado.
Año tras año, en los días preestablecidos, llegó la carta predeterminada, que fue abierta
siempre por el letrado. He podido verlas, formando un montón, redactadas todas en el si-
guiente estilo, lacónico y comercial: "Señor, la presente es para comunicarle que sigo exis-
tiendo. No toque el diamante. John Herncastle." Eso fue todo o que dijo en cada carta, que
arribó siempre en la fecha señalada; hasta que, hace seis u ocho meses, varió por vez prime-
ra el tono de la misiva. La última se hallaba redactada en los siguientes términos: "Señor,
aquí dicen que me hallo moribundo. Venga a verme y ayúdeme a redactar el testamento."
El abogado cumplió la orden y lo halló en su pequeña casa suburbana rodeada por las tie-
rras de su propiedad, donde moraba solo desde que retornara de la India. Lo acompañaban
perros, gatos y pájaros, pero ningún ser humano se hallaba próximo a él, excepto la persona
que iba allí diariamente para efectuar los trabajos domésticos y el médico que se encontraba
junto al lecho. Su testamento fue la cosa más simple. El Coronel había disipado casi toda su
fortuna en la realización de experimentos químicos. Su última voluntad se hallaba conteni-
da en tres cláusulas que dictó desde el lecho y en plena posesión de sus facultades. La pri-
mera se refería al cuidado y nutrición de sus animales. La segunda, a la creación de una
cátedra de química experimental en una universidad nórdica. En la tercera expresaba su
propósito de legarle la Piedra Lunar, como presente de cumpleaños, a su sobrina, siempre
que mi padre fuera quien desempeñase las funciones de albacea. Mi padre se rehusó, en un
principio, a actuar como tal. Meditando más tarde sobre ello consintió, sin embargo, en
parte porque se le dieron seguridades de que tal actitud no le habría de ocasionar perjuicio
alguno y en parte porque el letrado le sugirió que, después de todo, y en beneficio de Miss
Raquel, convenía prestarle alguna atención al diamante.
—¿Explicó el Coronel la causa que lo indujo a legarle el diamante a Miss Raquel? —
inquirí yo.
—No sólo la explicó, sino que la especificó en el testamento —dijo Mr. Franklin—. Tengo
en mi poder un extracto del mismo, que habré de mostrarte en seguida. ¡Pero no seas tan
desordenado, Betteredge! Cada cosa debe ir surgiendo a su debido tiempo. Ya has oído
hablar del testamento del Coronel; ahora deberás prestar oído a lo que acaeció después de su muerte. Se hacía necesario, para llenar los requisitos legales, proceder a la tasación del
diamante antes de efectuar la apertura del testamento. Todos los joyeros consultados coin-
cidieron en la respuesta, confirmando lo aseverado anteriormente por el Coronel, esto es,
que se trataba de uno de los diamantes más grandes del mundo. La cuestión de fijarle un
precio exacto presentaba algunas dificultades. Su volumen hacía de él un verdadero fenó-
meno en el mercado de los diamantes; su color obligaba a situarlo dentro de una categoría
que tan sólo él integraba y a estas ambiguas características había que agregar un defecto,
bajo la forma de una g****a situada en el mismo corazón de la gema. Pese a este último in-
conveniente, la más baja de las valuaciones le atribuía un valor de veinte mil libras. ¡Imagi-
na el asombro de mi padre! Había estado a punto de renunciar a su cargo de albacea, lo cual
le hubiera significado a la familia la pérdida de tan magnífica piedra. El interés que logró
entonces despertarle dicho asunto lo impulsó a abrir las instrucciones selladas que habían
sido puestas en depósito, junto al diamante. El letrado me mostró ese documento, como así
también los otros papeles; ellos, en mi opinión, nos pueden dar la pista que conduzca al
esclarecimiento de los móviles de la conspiración que amenazó en vida al Coronel.
—¿Entonces cree usted, señor —le dije—, que existió ese complot?
—Falto del excelente sentido común de mi padre —replicó Mr. Franklin—, opino que al
Coronel se lo amenazó en vida, tal cual él lo afirmaba. Las instrucciones selladas creo que
sirven para explicar por qué murió, después de todo, tranquilamente en su lecho. En el su-
puesto caso de una muerte violenta (o sea, que no arribara la misiva correspondiente, en la
fecha establecida), se le ordenaba a mi padre remitir secretamente la Piedra Lunar a
Amsterdam. Allí debía depositársela en manos de un famoso diamantista, el cual habría de
subdividirla en cuatro o seis piedras independientes. Las gemas se venderían al más alto
valor posible y el producto habría de destinarse a la fundación de esa cátedra de química
experimental a la cual dotaba el Coronel por intermedio de su testamento. Ahora, Bettered-
ge, haz trabajar esa aguda inteligencia que posees y descubrirás entonces el blanco hacia el
cual apuntaban las instrucciones del Coronel.
Instantáneamente hice entrar en actividad a mi cerebro; pero como no era éste más que un
desordenado cerebro inglés, no hizo otra cosa que enredar más y más el asunto, hasta el
momento en que Mr. Franklin decidió echar mano de él, para hacerme ver lo que tenía que
ver.
—Observa —me dijo Mr. Franklin— que la integridad del diamante como gema se ha he-
cho depender aquí arteramente de la circunstancia de que el Coronel no perezca de muerte
violenta. No satisfecho con decirles a los enemigos que teme: "Podéis matarme, pero no por
eso os hallaréis más cerca del diamante de lo que os halláis ahora, pues lo he colocado fuera
de vuestro alcance, en la segura caja fuerte de un banco", agrega: "Si me matáis… la piedra
dejará para siempre de ser el diamante; su identidad habrá desaparecido entonces." ¿Qué
quiere decir esto?
A esta altura del relato, según me pareció, brilló en mí un relámpago de la maravillosa sa-
gacidad de los extranjeros.
—Yo no puedo decirlo —respondí—. ¡Significa la desvalorización de la piedra, para enga-
ñar en esa forma a los villanos!
—¡Nada de eso! —dijo Mr. Franklin—. Me he informado a ese respecto. Si se subdividiera
el diamante agrietado, el producto obtenido en la venta sería mayor que el que se lograría si
se lo vendiese tal cual se halla ahora, por la sencilla razón de que los cuatro o seis brillantes
a obtenerse de él valdrán, en conjunto, más que la gema única e imperfecta. Si el objeto del
complot era un robo con fines lucrativos, las instrucciones del Coronel tornaban, entonces,
aún más apetecible a la piedra. De pasar ésta manos de los operarios de Amsterdam, podría
obtenerse por ella más dinero, contándose a la vez con más facilidades para disponer del
mismo en el mercado de diamantes.
—¡Bendito sea Dios, señor! —estallé—. ¿En qué consistía entonces ese complot?
—Se trata de una conspiración tramaba por los hindúes, quienes fueron los primitivos due-
ños de la gema —dijo Mr. Franklin—, un complot en cuyo fondo asoma una vieja supersti-
ción indostánica. Esa es mi opinión, confirmada por una carta familiar que tengo aquí, en
este momento.
Fue entonces cuando comprendí por qué Mr. Franklin se había interesado tanto en torno a
la aparición de los tres juglares indios en nuestra casa.
—No quiero obligarte a pensar como yo pienso —prosiguió Mr. Franklin—. La idea de que
varios escogidos servidores de cierta antigua superstición indostánica se han consagrado,
frente a todas las dificultades y peligros, a rescatar una gema sagrada, la considero ahora yo
perfectamente lógica, de acuerdo con lo que sé respecto a la paciencia de los orientales y al
influjo de las religiones asiáticas. Pero es que yo soy un imaginativo; a mi entender la reali-
dad no se halla sólo compuesta por el carnicero, el panadero o el cobrador de impuestos.
Coloquemos esta conjetura mía en torno a la verdad, en el lugar que merezca, y prosigamos
ahora tomando sólo en cuenta las realidades tangibles, en el asunto que nos ocupa. ¿Sobre-
vivió el Coronel al complot tramado en procura del diamante? ¿Y sabía éste que habría de
ocurrir tal cosa, cuando dispuso legarle su regalo de cumpleaños a su sobrina?
Yo empecé a vislumbrar que tanto el ama como Miss Raquel se hallaban involucradas en el
fondo del asunto Ni una sola de las palabras que siguieron se perdió para mis oídos.
—Cuando llegué a conocer la historia de la Piedra Lunar —dijo Mr. Franklin—, no sentí
muchos deseos de trocarme en el vehículo que la trajera hasta aquí. Pero mi amigo el abo-
gado que me hizo notar que alguien tendría que poner el legado en manos de mi prima, y
que muy bien podía ser yo quien hiciera tal cosa. Luego de retirarme del banco con la ge-
ma, se me antojó que era seguido por un harapiento individuo de piel oscura. Al llegar a la
casa de mi padre, en busca de mi equipaje, hallé la carta que me detuvo inesperadamente en
Londres. Regresé al banco con la piedra y otra vez me pareció que era seguido por un hom-
bre harapiento. Al retirar esta mañana nuevamente la gema del banco, volví a ver a ese in-
dividuo por tercera vez; para darle el esquinazo partí, antes de que recobrara aquél la pista,
en el tren matutino en lugar de hacerlo en el de la tarde. Llegó aquí con el diamante sana y
salvo…¿y cuáles son las primeras noticias que recibo? Pues que han estado aquí tres hin-