Ddúes vagabundos y que mi arribo de Londres y alguna cosa que creen que poseo constitu-
yen para ellos dos motivos de preocupación, cuando piensan que nadie los ve. No quiero
perder tiempo ni malgastar palabras, refiriéndome a la tinta volcada en la mano del mucha-
cho ni a las palabras que le ordenaron que viese a un hombre remoto y descubriera cierto
objeto en su bolsillo. En mi opinión se trata de un ardid (de la índole de esos que tan a me-
nudo he tenido ocasión de presenciar en la India), y lo mismo habrá de ser, sin duda, para ti.
El problema por resolver en este momento consiste en aclarar si es que le estoy atribuyendo
una falsa trascendencia a un mero azar o si realmente se pusieron los hindúes sobre la pista
de la Piedra Lunar, a partir del preciso momento en que ésta fue retirada de la caja fuerte
del banco.
Ninguno de los dos parecía sentir el menor agrado por este aspecto de la investigación.
Luego de mirarnos a la cara, dirigimos nuestra vista hacia la marea que avanzaba más y
más, lentamente, sobre las Arenas Temblonas.
—¿En qué estás pensando? —me dijo súbitamente Mr. Franklin.
—Pensaba, señor —respondí—, que de muy buena gana arrojaría el diamante en las arenas
movedizas, para acabar en esa forma con este asunto.
—Si tienes en el bolsillo el dinero equivalente a su valor —respondió Mr. Franklin—, dí-
melo, Betteredge, y allí lo arrojaré.
Es en verdad curioso comprobar cómo, siempre que nuestra mente se halla convulsionada,
la más leve chanza provoca en ella una enorme sensación de alivio. En ese instante halla-
mos ambos un gran motivo de diversión en la idea de arrojar allí el legado de Miss Raquel
y en imaginar a Mr. Blake afrontando, en su carácter de albacea, una situación extraordina-
riamente dificultosa… aunque lo que había en ello de divertido es algo que ahora no perci-
bo absolutamente.
Mr. Franklin fue el primero en hacer que la conversación retornara a su cauce natural. Ex-
trayendo un sobre de su bolsillo me tendió el papel que sacó de su interior.
—Betteredge —me dijo—. En consideración a mi tía, tenemos que aclarar cuáles fueron los
motivos que impulsaron al Coronel a dejarle ese legado a su sobrina. Recuerda cómo trató
Lady Verinder a su hermano, desde el momento en que retornó a Inglaterra hasta el instante
en que aquél te dijo que no habría de olvidarse nunca del cumpleaños de su sobrina. Y lee
esto ahora.
Me alargó entonces un extracto del testamento del Coronel. Lo tengo ante mis ojos mien-
tras escribo estas líneas y lo transcribiré en seguida en beneficio del lector:
“Tercero y último: lego y otorgo a mi sobrina Raquel Verinder, única hija de mi hermana,
Julia Verinder, viuda, el diamante amarillo hindú, de mi propiedad, conocido en Oriente
bajo el nombre de la Piedra Lunar…, siempre que su madre, la susodicha Julia Verinder, se
halle con vida en ese momento. Y dispongo que mi albacea le haga entrega, en tal caso, del
diamante, personalmente o por intermedio de una persona digna de confianza y escogida por él, a mi ya nombrada sobrina Raquel, el día de su primer cumpleaños a partir de mi
muerte y en presencia de mi hermana, la susodicha Julia Verinder. Otrosí: deseo que, de
acuerdo con lo establecido más arriba, se le informe a mi hermana, por intermedio de una
copia fiel de ésta, sobre la tercera y última cláusula de mi testamento: que lego el diamante
a su hija Raquel, en señal de amplio perdón por el agravio que para mi reputación significó
su manera de conducirse conmigo durante mi existencia y sobre todo en señal de perdón,
como corresponde que haga un moribundo, por el insulto de que se me hizo objeto, en mi
carácter de militar y caballero, cuando su criado, cumpliendo sus órdenes, me cerró la puer-
ta en la cara, en ocasión de celebrarse el cumpleaños de su hija.”
Seguían más líneas, a través de las cuales se disponía que, en caso de haber muerto ya mi
ama o Miss Raquel, en el instante del fallecimiento del testador, debía enviarse el diamante
a Holanda, de acuerdo con lo especificado en las instrucciones selladas que se hallaban
junto al diamante. El producto de la venta debería sumarse, en tal caso, a la cifra destinada,
por el mismo testamento, a la creación de una cátedra de química en una universidad del
Norte.
Le devolví el papel a Mr. Franklin, extraordinariamente inquieto y sin saber qué decirle.
Hasta ese momento mi opinión había sido, como ya saben ustedes, que el Coronel seguía
siendo tan malo en el momento de su muerte como lo fuera durante su existencia. No diré
que la copia de su testamento me hizo cambiar de parecer; sólo afirmo que me hizo vacilar.
—Y bien —dijo Mr. Franklin—, ahora que has leído las palabras del Coronel, ¿qué tienes
que decirme? Al traer la Piedra Lunar a la casa de mi tía, ¿estoy obrando como un ciego
instrumento de su venganza o bien soy el agente reivindicador de la memoria de un cris-
tiano penitente?
—Cuesta creer, señor —respondí—, que haya muerto albergando tan horrible venganza en
su corazón y tan horrenda mentira en los labios. Sólo Dios conoce la verdad. No me haga a
mí una pregunta de esa especie.
Mr. Franklin doblaba y retorcía con sus dedos, sentado allí en la arena, el extracto del tes-
tamento, como si esperara arrancarle de esa manera la verdad. Su actitud sufrió un cambio
muy notable en ese instante. Vivaz y chispeante, como había sido hasta entonces, se trocó
ahora, de la manera más inexplicable, en un joven lento, solemne y reflexivo.
—El problema tiene dos facetas —dijo—. Una objetiva y otra subjetiva. ¿Cuál de las dos
habremos de tomar en cuenta?
Mr. Franklin tenía una cultura alemana y otra francesa. Una de ellas, en mi opinión, lo ha-
bía estado dominando, sin dificultad, hasta ese momento. Y ahora, hasta donde alcanzaba
mi intuición, descubría que la otra venía a reemplazarla. Una de las normas que rigen mi
vida es la de no tener jamás en cuenta lo que no comprendo. Opté, pues, por situarme a
mitad de camino, entre lo objetivo y lo subjetivo. Hablando en lengua vulgar, clavé mis
ojos en su rostro sin decir palabra.
—Vayamos al fondo de la cuestión —dijo Mr. Franklin—. ¿Por qué le dejó mi tío el dia-
mante a Raquel, en lugar de legárselo a mi tía?
—No creo que sea tan difícil la respuesta, señor —le dije—. El Coronel Herncastle conocía
lo suficiente a mi ama como para prever que ésta habría de negarse a aceptar cualquier le-
gado que proviniera de él.
—¿Cómo sabía que Raquel no habría de negarse a recibirlo?
—¿Conoce usted, señor, alguna joven que fuera capaz de resistir la tentación de aceptar un
presente de cumpleaños comparable a la Piedra Lunar?
—Ésa es la faz subjetiva del asunto —dijo Mr. Franklin—. Mucho habla en tu favor, Bet-
teredge, el hecho de que seas capaz de enfocar el asunto desde el punto de vista subjetivo.
Pero hay, en torno al legado del Coronel, otro misterio que no hemos aclarado aún. ¿Cómo
explicar los motivos que lo indujeron a establecer que sólo habría de entregársele a Raquel
su presente de cumpleaños, siempre que se hallara su madre con vida?
—No deseo calumniar a un difunto, señor —respondí—. Pero si en verdad se propuso él
dejarle a su hermana un legado peligroso y molesto, a través de su hija, forzosamente debió
condicionar su entrega a la circunstancia de que su hermana se hallara viva, para poder hu-
millarla.
—¡Oh! De manera que ésa es tu opinión, ¿no es así? ¡Nuevamente la faceta subjetiva! ¿Has
estado alguna vez en Alemania, Betteredge?
—No, señor. ¿Cuál es su opinión personal, por favor?
—Se me ocurre —dijo Mr. Franklin— que el Coronel debió haberse propuesto no benefi-
ciar a su sobrina, a quien jamás había visto, sino más bien probarle a su hermana que la
perdonaba al morir, demostrándole tal cosa en forma convincente, esto es, mediante un re-
galo hecho a su hija. Existe una explicación totalmente diferente de la tuya, Betteredge, que
surge si se encara el problema desde un punto de vista objetivo-subjetivo. Hasta donde al-
canza mi entendimiento, una interpretación es tan valedera como la otra.
Después de plantear el problema en esos términos tan agradables y consoladores, pareció
Mr. Franklin haberse convencido a sí mismo de que ya había cumplido su parte en el asun-
to. Tendido largo a largo con la espalda apoyada en la arena, me preguntó qué es lo que
correspondía hacer ahora.
Luego de haber asistido a la exhibición que hizo de su gran destreza y lucidez mental (antes
de que comenzara a hablar en jerigonza extranjera), y de haberle visto dirigir el curso de la
conversación, me tomó ahora completamente desprevenido ese súbito cambio que lo trans-
formaba en un ser desvalido que lo esperaba todo de mí. No fue sino más tarde cuando
comprendí —con la ayuda de Miss Raquel, la primera que advirtió tal cosa— que esos ex-
traordinarios cambios y transformaciones del carácter de Mr. Franklin tenían su origen en
su educación foránea. A la edad en que el hombre se halla en mejores condiciones de ad-quirir su propio matiz vital, mediante el reflejo que su persona recibe del matiz vital de los
demás, había sido él enviado al extranjero y viajado de una nación a otra, sin dar tiempo a
que el color particular de ninguna de ellas impregnase firmemente su ser. Como consecuen-
cia de ello retornaba ahora exhibiendo tan múltiples facetas, unan más, otras menos defini-
das y ya en mayor o menor desacuerdo entre sí, que parecía pasarse la vida en un estado de
perpetua discrepancia consigo mismo. Podía ser, a la vez, industrioso y abúlico; nebuloso y
lúcido; ya mostrarse como un modelo de hombre enérgico, ya mostrarse como un ser impo-
nente, todo ello al unísono. Tenía un yo francés, otro germano y un yo italiano; su fondo
inglés emergía de tanto en tanto a través de ellos y parecía dar a entender lo siguiente:
"Aquí me tienen lamentablemente cambiado, como podrán advertirlo, pero aún sigue ha-
biendo en el fondo de su ser, una partícula del mío.” Miss Raquel acostumbraba decir que
era su yo italiano el que emergía cuando, cediendo inesperadamente, le pedía a uno de ma-
nera suave y encantadora que echara sobre sus hombros la carga de responsabilidades que a
él le correspondía. No estarían ustedes desacertados, creo, si afirmaran que era su yo ita-
liano el que afloraba ahora en su persona.
—¿No es acaso asunto suyo, señor —le pregunté—, el decidir cuál habrá de ser el próximo
paso que ha de darse? ¡Sin duda no me corresponde a mí tal cosa!
Mr. Franklin pareció ser incapaz de percibir la fuerza que emanaba de mi pregunta… Se
hallaba en ese momento en una posición que le impedía ver otra cosa que no fuera el cielo.
—No quiero alarmar a mi tía sin motivo —dijo—. Pero tampoco deseo abandonarla sin
haberle hecho antes una prevención, que puede serle de alguna utilidad. En una palabra,
Betteredge, ¿qué es lo que harías tú de hallarte en mi lugar?
—Aguardaría.
—De mil amores —repuso Mr. Franklin—. ¿Cuánto tiempo?
De inmediato pasé a explicarme.
—En mi opinión, señor —le respondí—, alguien tendrá que poner ese enfadoso diamante
en las propias manos de Miss Raquel el día de su cumpleaños, lo cual puede muy bien ser
hecho por usted, tanto como por otro cualquiera. Ahora bien. Hoy es veinticinco de mayo y
dicho cumpleaños será el veintiuno de junio. Tenemos casi cuatro semanas por delante.
Dejemos las cosas como están y esperemos para ver lo que ocurre en ese lapso; en cuanto al
hecho de poner o no sobre aviso a mi ama, haremos lo que nos dicten las circunstancias.
—¡Perfecto, Betteredge, en lo que a eso se refiere! —dijo Mr. Franklin—. Pero ¿qué hare-
mos con el diamante mientras tanto?
—¡Lo mismo que hizo su padre, señor, sin lugar a dudas! —le respondí—. Su padre lo de-
positó en la caja fuerte de un banco de Londres. Pues bien, usted ahora deposítelo en la caja
fuerte del banco de Frizinghall. (Frizinghall era la más próxima ciudad de la región, y su
banco, tan seguro como el Banco de Inglaterra.) De hallarme yo en su lugar —añadí— me
lanzaría inmediatamente a caballo hacia Frizinghall, antes del regreso de las señoras. La perspectiva de poder hacer algo —y, lo que es más interesante, de realizar la faena a
caballo— hizo que Mr. Franklin se lanzara hacia lo alto como tocado por un rayo. Ponién-
dose de pie inmediatamente, tiró de mí sin ceremonia, para obligarme a hacer lo mismo.
—¡Betteredge, vales en oro lo que pesas! —dijo—. ¡Ven conmigo y ensíllame en seguida el
mejor caballo que haya en los establos!
¡He aquí (¡Dios lo bendiga!) su fondo inglés original aflorando, por fin, a través de su bar-
niz exótico! ¡He aquí al señorito Franklin, tan añorado, exhibiendo otra vez sus bellas ma-
neras de antaño ante la perspectiva de un viaje a caballo y trayendo a mi memoria los viejos
y buenos tiempos! ¡Acababa de ordenarme que le ensillara un caballo! ¡De buena gana le
hubiera ensillado una docena, si es que hubiera podido él cabalgar a la vez sobre todos
ellos!
Emprendimos, presurosos, el regreso hacia la casa; en un momento ensillamos el más veloz
de los caballos del establo y Mr. Franklin echó a andar ruidosamente, con el fin de guardar
una vez más el diamante maldito en la caja fuerte de un banco. Cuando dejé de oír el fragor
producido por los cascos del caballo de regreso en el patio me encontré otra vez a solas
conmigo mismo, estuve a punto de pensar que acababa de despertar de un sueño.