Capitulo 6

3512 Words
Lo primero que hice, en cuanto nos quedamos solos, fue intentar, por tercera vez, ponerme en pie sobre la arena. Mr. Franklin me contuvo entonces. —Este horrendo lugar nos depara una ventaja —dijo—; y ésta consiste en que somos sus únicos moradores. No te muevas, Betteredge; tengo algo que decirte. Mientras prestaba oídos a sus palabras, tenía yo mi vista fija en él, y me esforzaba por ha- llar en los rasgos del hombre algo que me hiciera ver de nuevo al año. El hombre me des- concertó. Su aspecto me persuadió de que, mirándolo como lo mirara, tenía tantas probabi- lidades de descubrir las rosadas mejillas del niño como de volver a percibir la pequeña y acicalada chaqueta del muchacho. Su piel había empalidecido; su rostro, ante mi asombro y disgusto, se hallaba recubierto en la parte inferior por un bigote y una barba morena y riza- da. Sus maneras eran frívolas y vivaces, agradables y atractivas, debo reconocerlo, pero nada sabía en ellas que pudiera compararse con sus espontáneos modales de antaño. Lo que agravaba las cosas era el hecho de que, pese a su promesa de crecer, no había cumplido tal compromiso. Era delgado, elegante bien proporcionado, pero le faltaban una o dos pulgadas para alcanzar una estatura mediana. En suma, me desconcertó completamente. Los años transcurridos nada habían dejado en pie de su antigua apariencia, como no fuera su vivaz y franca mirada. Esta me hizo dar de nuevo con el muchacho y allí resolví detenerme en mi examen. —Bienvenido sea en esta vieja residencia, Mr. Franklin —le dije—. Tanto más bienvenido cuanto que ha llegado usted, señor, con algunas horas de anticipación. —He tenido un motivo para anticiparme —respondió Mr. Franklin—. Sospecho, Bettered- ge, que se me ha seguido y vigilado en Londres durante los tres o cuatro últimos días; he viajado de mañana en lugar de tomar el tren vespertino, para chasquear a cierto extranjero de piel oscura. Estas palabras me sorprendieron sobremanera. Trajéronme a la mente de inmediato a los tres prestidigitadores y la advertencia de Penélope, quien sospechaba que los mismos se hallaban tramando algo en contra de la persona de Mr. Franklin Blake. —¿Quién lo ha estado vigilando, señor… y por qué? —inquirí. —Quiero que me informes respecto a esos tres hindúes que han estado hoy en la casa — dijo Mr. Franklin, sin responder a mi pregunta—. Es muy posible, Betteredge, que tanto el extranjero como esos escamoteadores tuyos formen parte del mismo acertijo. —¿Cómo se ha enterado usted, señor, de la presencia de esos prestidigitadores? —le res- pondí, colocando una pregunta inmediatamente a la zaga de la otra, lo cual, admito, no en- cuadra con las normas de la buena educación. Pero no siendo mucho lo que debe esperarse de la pobre naturaleza humana, confío en que no exigirán tampoco mucho de mi persona. —Estuve con Penélope en la casa —dijo Mr. Franklin—, y me puso al tanto de lo ocurrido. Tu hija, Betteredge, ha cumplido su promesa de trocarse en bella jovencita. Penélope se halla dotada de un oído aguzado y de un pie leve. ¿Poseía acaso la difunta Mrs. Betteredge tan inestimables cualidades? —La difunta Mrs. Betteredge poseía, señor, una buena suma de defectos —respondile—. Uno de ellos consistía, y le pido perdón por mencionarlo, en el hecho de que jamás se man- tenía dentro de los límites del problema en discusión. Se asemejaba más a una mosca que a una mujer: le era imposible detener su vuelo sobre cosa alguna. —Hubiera congeniado cabalmente conmigo —dijo Franklin—. Jamás logré yo tampoco concentrarme en cosa alguna. Betteredge, tienes ahora un filo más aguzado que nunca1 Tu hija, al pedirle yo detalles acerca de los prestidigitadores, sólo me dijo lo siguiente: "Mi padre le dará informes. Es un hombre maravilloso, pese a su edad, y sabe expresarse muy bellamente." Éstas fueron, exactamente, las palabras pronunciadas por Penélope, quien se ruborizó de la manera más encantadora. Ni aun el respeto que siento por ti impidió… pero eso no tiene importancia; la conocí de niña y no creo que tal cosa pueda perjudicarla. Ha- blemos seriamente. ¿Qué es lo que han hecho esos escamoteadores? Yo me sentí un tanto incomodado por la conducta de mi hija, no por haberle permitido a Mr. Franklin que la besara, lo cual podía muy bien hacer, sino por forzarme a hacer el rela- to de su tonta historia, de segunda mano. No obstante, me veía ahora obligado a narrar los mismos hechos. Toda la alegría de Mr. Franklin se vino abajo, a medida que yo avancé en mi relato Se hallaba allí, sentado, con las cejas fruncidas y retorciéndose la barba. Cuando hube dado término a la historia, se repitió a sí mismo dos de las preguntas que el jefe de los juglares le hiciera al muchacho, al parecer con la intención de grabárselas profundamente en la memoria. —¿Será por el camino que se dirige a esta casa no por otro por donde habrá de pasar hoy el caballero inglés? ¿Vendrá el caballero inglés con eso?" —Sospecho —dijo Mr. Franklin, extrayendo de su bolsillo un pequeño envoltorio de papel lacrado— que eso se refiere a esto. Y esto, Betteredge, no es otra cosa que el famoso dia- mante de mi tío Herncastle. —¡Dios mío, señor! —prorrumpí—. ¿Cómo ha venido a parar a sus manos el diamante del maligno Coronel? —El maligno Coronel ha dispuesto en su testamento que este diamante se convierta en un presente de cumpleaños para mi prima Raquel —dijo Mr. Franklin—. Y mi padre, en su carácter de albacea del maligno Coronel, me ha confiado la misión de traerlo a este lugar. Si el mar, que en ese instante se filtraba suavemente en las Arenas Temblonas, se hubiera convertido en tierra firme ante mis propios ojos, dudo de que mi sorpresa hubiese sido ma- yor que la provocada en mi espíritu por estas palabras de Mr. Franklin. —¡Miss Raquel heredera del diamante del Coronel! —dije—. ¡Y su padre, señor, es el al- bacea del Coronel! ¡Vaya, Mr. Franklin, le hubiera apostado a usted cualquier cosa a que su padre se hubiese rehusado a tocar al Coronel aun con tenazas! —¡Eres muy severo, Betteredge! ¿Qué es lo que tienes que decir en contra del Coronel? Pertenecía a una época que no es la nuestra. Ponme al tanto de lo que sepas a su respecto y habré de explicarte entonces cómo fue que mi padre se convirtió en su albacea y algo más aún. En Londres realicé algunos descubrimientos en torno a la persona de mi tío Herncastle y su diamante, que presentan, me parece, un feo aspecto y necesito que tú me los confirmes. Acabas de llamarlo el "maligno Coronel". Indaga en tus recuerdos, viejo amigo, y aclárame por qué. Al percibir cuán seriamente lo decía, resolví darle esa explicación. Transcribo aquí, en beneficio del lector, y en sus aspectos fundamentales, la información que le di a él. Preste atención, porque de lo contrario se extraviará cuando nos internemos más en nuestra historia. Ahuyente del pensamiento a los niños, a la cena, a su nuevo som- brero o lo que quiera que fuere. Trate de olvidarse de la política, los caballos, las cotizacio- nes de la City y las querellas del club. Espero que no habrá de ser en vano; sólo se trata de una de las tantas maneras a que recurro para requerir la atención del benevolente lector. ¡Dios mío! ¿No lo he visto acaso con los más grandes autores en la mano y no sé por ventu- ra lo propenso que es a dejar divagar su atención, cuando es un libro quien la solicita y no una persona? Hace un instante me he referido al padre de mi ama, el viejo Lord de la len- gua larga y el carácter áspero. En total tuvo cinco hijos. Para comenzar, dos varones; luego de un largo intervalo su esposa se dio engendrar de nuevo y tres damiselas fueron surgiendo prestamente una detrás de otra, lo cual hizo con mayor premura que puede permitir el curso natural le las cosas; mi ama, como ya he apuntado más arriba, era la más joven y bella de las tres. El mayor de dos varones, Arturo, heredó el título y las posesiones. El segundo, el Honorable John, recibió de un pariente una gran fortuna e ingresó en el ejército. Hay un proverbio que tacha de mal pájaro a aquel que empuerca su propio nido. Y como yo me considero un integrante de la noble familia de los Herncastle, espero se me conceda el favor de no solicitarme detalles vinculados con el Honorable John. Honestamente considero que fue uno de los más grandes temibles guardias que jamás hayan existido. Se inició en el ejército, incorporándose al Cuerpo de Guardias. Tuvo que abandonarlo antes de los veinti- dós años…, no importa por qué causa. Las leyes del ejército son muy rigurosas y lo fueron también en el caso del Honorable John. Dirigióse luego a la India para comprobar si allí también lo eran y probar un poco el servicio activo. En lo que respecta al coraje (hay que reconocerlo) era una mezcla de bull dog y de gallo de riña, con una pizca de salvajismo. Intervino en la toma de Seringapatam. Bien pronto cambió de regimiento, y con el correr del tiempo se incorporó a un tercero. En éste alcanzó el último grado a que fue promovido, o sea de Teniente Coronel, juntamente con una insolación, emprendiendo entonces el regre- so a Inglaterra. Retornó con un carácter que hizo que le cerraran la puerta todos sus familiares, entre quie- nes se destacó en primer término mi ama, recién casada, al proclamar, con el asentimiento de Sir John, naturalmente, que jamás habría de permitirle a su hermano la entrada en nin- guna residencia suya. Más de un baldón 3 empañaba la fama del Coronel y hacía que las gentes se avergonzaran de su trato, pero aquí sólo interesa insistir sobre el estigma que se refiere al diamante. Se decía que había entrado en posesión de esa gema india valiéndose de medios que, aun- que era osado, no se atrevía él mismo a reconocer. Jamás procuró venderlo, ya que no se halló nunca necesitado de dinero, ni hizo nunca, para hacerle justicia nuevamente, del dine- ro un fin. Jamás se desprendió de la gema, ni se la mostró a ser viviente alguno. Se dijo que temía verse envuelto en dificultades, ante las autoridades militares, por su causa; otros, ig- norando completamente su verdadera naturaleza, afirmaron que temía que su exhibición le costara la vida. Sin duda había una parte de verdad en esta última afirmación. Hubiera sido falso afirmar, por ejemplo, que se hallaba amedrentado, pero era cierto, por otra parte, que su vida se ha- bía visto amenazada en dos ocasiones en la India, y era creencia arraigada que el diamante jugaba un papel importante en ese asunto. Cuando a su regreso a Inglaterra se vio que todo el mundo eludía su presencia, pensó la gente de nuevo que el diamante era el causante de todo. El misterio de la vida del Coronel fue infiltrándose en sus propios modales y lo colo- có al margen de la ley, por así decirlo, entre las gentes de su país. Los hombres le impedían la entrada a los clubes; las mujeres —muchas, sin duda— con que intentó casarse lo recha- zaron; amigos y parientes se tornaron demasiado cortos de vista para poderlo distinguir en la calle. Otro hombre, en medio de tanta hostilidad, se hubiera esforzado por ganarse la buena vo- luntad de las gentes. Pero el Honorable John no era un hombre que habría de ceder aunque estuviese errado y tuviera que enfrentar a todo el mundo. Así como había conservado el diamante en la India, desafiando abiertamente a quienes lo podían acusar de asesinato, se- guía conservándolo en Inglaterra, desafiando en la misma forma a la opinión pública. He aquí el retrato de ese hombre, pintado como sobre un lienzo; un carácter que se atrevía a toda cosa y un rostro que, hermoso como era, parecía no obstante poseído por el demonio. Numerosos rumores circulaban en torno a su persona. Hubo quien dijo que se había entre- gado al opio y a coleccionar libros antiguos; otros afirmaron que se hallaba consagrado a extraños experimentos químicos; en ciertas ocasiones se lo vio divertirse y jaranear entre las gentes más bajas de los más disolutos barrios de Londres. Como quiera que fuere, lleva- ba el Coronel una existencia subterránea, viciosa y solitaria. En una ocasión, tan sólo en una, luego de su regreso a Inglaterra, tuve la oportunidad de encontrarme con él cara a cara. Cerca de dos años antes de la época a que me estoy refiriendo y un año y medio antes de su muerte apareció inesperadamente el Coronel en la finca de mi ama en Londres. Fue en la noche del cumpleaños de Miss Raquel, el veintiuno de junio, mientras se realizaba una ter- tulia en su honor, como era costumbre en la casa. Un mensaje me fue entregado por el laca- yo, a través del cual se me anunciaba que un caballero requería mi presencia. Al llegar al vestíbulo me encontré allí con el Coronel, viejo, rendido y miserable y tan perverso y salva- je como nunca. —Sube en busca de mi hermana —me dijo— y dile que he venido a desearle a mi sobrina muchas felicidades en este día. Más de una vez, anteriormente, había tratado de reconciliarse por carta con su hermana, con el único propósito, muy firmemente convencido, de crearle dificultades. Pero ésa era la primera vez que aparecía allí en persona. Tenía ya en la punta de la lengua la noticia de que mi ama se hallaba esa noche en una tertulia, pero su diabólico aspecto me acobardó. Así fue como me dirigí escaleras arriba con su mensaje, dejándolo, según sus deseos, a solas en el vestíbulo. Los criados lo observaban, rígidos, desde lejos, como si se tratase de una máquina humana de destrucción cargada de pólvora y municiones para lanzarse sobre ellos en cualquier mo- mento. Mi ama había heredado una pizca —nada más que una pizca— de la irascibilidad prover- bial en la familia. —Dígale al Coronel Herncastle —me respondió al transmitirle el mensaje de su hermano— que Miss Verinder se halla ocupada y que yo me niego a verlo. Yo hice lo posible por lograr una réplica más cortés, conociendo, como conocía, al Coronel, cuyo carácter no se detenía ante ninguna de esas restricciones que suelen contener a un ca- ballero. ¡Fue inútil! La cólera familiar se descargó súbitamente sobre mi persona. —Bien sabe usted que cuando necesito su consejo —me dijo el ama— recurro, sin vacilar, a él. Pero ahora no se lo he pedido. Bajé, pues, la escalera, portador de aquel mensaje, tomándome la libertad de presentarlo bajo una forma que era como una nueva edición, corregida de acuerdo con mis deseos y que constaba de las siguientes palabras: —Tanto el ama como Miss Raquel lamentan tener que comunicarle que se hallan ocupadas, Coronel, y esperan se las excuse por no poder gozar del honor de recibirlo. Yo esperaba que habría de estallar, aun ante esa frase tan cortés. Pero, con sorpresa, advertí que no hizo nada de lo que yo temía. Me alarmé ante el hecho de que tomara la cosa con esa calma tan enteramente en desacuerdo con su índole. Sus ojos grises, vivaces y relucien- tes, se posaron en mi rostro durante un instante; luego rió, pero no hacia afuera como las demás personas, sino hacia adentro, hacia sí mismo, de una manera suave, ahogada y horri- blemente perversa. —Gracias, Betteredge —me dijo—. No habré de olvidar nunca el cumpleaños de mi sobrina. Dicho esto, giró sobre sus talones y abandonó la casa. Cuando llegó el cumpleaños siguiente nos enteramos de que se hallaba enfermo en cama. Seis meses más tarde —o sea un semestre antes de la época a que me estoy refiriendo— arribó a la casa una misiva que le era enviada al ama por un clérigo altamente respetable. A través de la misma se le comunicaban dos nuevas maravillosas, referentes a la vida familiar. La primera anunciaba que el Coronel perdonó a su hermana en su lecho de muerte. La se- gunda, que también había perdonado a todo el mundo y tenido un fin de lo más edificante. Yo siento, a pesar de los obispos y del clero, un verdadero respeto hacia la Iglesia, pero me hallo enteramente convencido, al mismo tiempo, de que el demonio debió entrar de inme- diato, y sin dificultad, en posesión del alma del Honorable L John y de que la última acción abominable cometida por ese hombre aborrecible fue, con perdón de ustedes, llamar a un sacerdote. Esto es todo lo que dije a Mr. Franklin. Advertí que me había estado escuchando más y más atentamente, a medida que avanzaba en mi relato. Comprobé también que la historia que se refería al rechazo del Coronel de la casa de su hermana, en ocasión del cumpleaños de su sobrina, había herido, al parecer, a Mr. Franklin, como una bala que da en el blanco. Aun- que no dijo una sola palabra, pude advertir, por la expresión de su rostro, que se sentía in- cómodo. —Ya has dicho lo que te correspondía decirme, Betteredge —observó—. Ahora me corres- ponde a mí. Sin embargo, antes de darte a conocer los descubrimientos que he realizado en Londres y los detalles que explican cómo me vi mezclado en este asunto del diamante, ne- cesito saber una cosa. A juzgar por tu expresión, mi viejo amigo, pareces no haber captado enteramente la índole del asunto que buscamos resolver. ¿O es, acaso, engañosa tu aparien- cia? —No, señor —dije—. Mi apariencia, en este instante por lo menos, es sincera. —En tal caso —dijo Mr. Franklin—, ¿qué te parece si te doy a conocer mi opinión antes de proseguir? Frente a mí veo surgir tres interrogantes, relacionados con el regalo de cumplea- ños que el Coronel le envió a Miss Raquel. Sígueme con atención, Betteredge, y lleva la cuenta de lo que te iré diciendo, con los dedos, si lo crees conveniente —dijo Mr. Franklin, satisfecho de poder dar esa muestra de lucidez mental, lo cual me retrotrajo a los viejos y maravillosos tiempos en que era un muchacho—. Primer interrogante: ¿Dio lugar el dia- mante del Coronel a una conspiración en la India? Segundo interrogante: ¿Siguieron los conspiradores al diamante hasta Inglaterra? Tercer interrogante: ¿Tuvo conocimiento, el Coronel, de que se conspiraba en torno del diamante y se propuso dejarle un legado peli- groso y molesto a su hermana, a través de la inocente persona de su hija? Hacia eso es hacia donde me conducen mis deducciones Betteredge. Te ruego que no te espantes. Muy fácil era decirlo, pero lo cierto es que me había espantado. De ser verdad lo que decía, he aquí a nuestra pacífica morada inglesa perturbada por un diabólico diamante hindú, que arrastraba tras sí a varios tunos inspiradores, arrojados sobre nosotros para vengar un difunto. ¡Ésa era nuestra situación, según las últimas palabras de Mr. Franklin! ¿Quién ha oído halar alguna vez de una cosa semejante, en pleno siglo dieci- nueve, en una era de progreso y en un país que disfruta de las bendiciones de la constitu- ción británica? Nadie, sin duda, lo habrá oído jamás y no habrá, por lo tanto, quien acepte tal cosa. Proseguiré, sin embargo, con mi relato, a pesar de ello. Cuando una alarma repentina, de la índole de la que acababa yo de experimentar, los in- quiete, pueden ser la seguridad de que, en nueve de cada diez ocasiones, la misma se hace sentir en el estómago. Y al ocurrir tal cosa en este órgano, nuestra atención diga y comienza a sentirse uno molesto. Yo me agité silencioso, allí, en la arena. Mr. Franklin, advirtiendo mi lucha con mis perturbaciones mentales o estomacales —lo mismo da, ya que ambas sig- nifican lo mismo—, se detuvo en el preciso instante en que se disponía a proseguir con su relato, para decirme en forma abrupta: —¿Qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que yo quería? Aunque no se lo dije a nadie se lo diré a ustedes confidencial- mente. Deseaba echar ha bocanada con mi pipa y echarle un vistazo a mi Robinsón Cruso.
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