Capitulo 11

2689 Words
De nuevo, no dejaba de reconocer cuánto sentía el tener que decirle a uno que "no", pero, aunque se la sometiese a pan y agua, no habría de decirlo jamás. Terca —diabólicamente empecinada algunas veces—, debo admitirlo que lo era, pero también la criatura más admi- rable que posó alguna vez su planta en este bajo mundo. Quizá les parezca que hay aquí una contradicción. En tal caso, escuchen lo que les diré al oído. Estudien con ahínco a sus espo- sas durante las próximas veinticuatro horas. Si durante ese lapso no han descubierto ningu- na contradicción en su conducta, el cielo los ayude… puesto que se han casado con un monstruo. Acabo de relacionarlos, lectores, con Miss Raquel, lo cual hallarán que los coloca de inme- diato frente a frente al punto de vista que respecto al matrimonio sostenía dicha joven. El doce de junio le fue remitida por mi ama una invitación a cierto caballero londinense, para que se hiciera presente en la finca con el fin de ayudarle en los preparativos y asistir a la celebración del cumpleaños de Miss Raquel. Se trataba del dichoso mortal a quien ésta le había entregado secretamente, en mi opinión, su corazón. Al igual que Mr. Franklin, era primo suyo. Se llamaba Mr. Godfrey Ablewhite. La segunda hermana de mi ama (no se alarmen, que no habremos de profundizar demasiado en los asuntos familiares), la segunda hermana de mi ama, como iba diciendo, sufrió un desengaño amoroso que la impulsó a casarse de inmediato y sin motivo alguno, era una persona que su familia llamó de una clase inferior. Violenta fue la labor desplegada en el seno de la familia, cuando la Honorable Carolina insistió en desposarse con Mr. Ablewhite, el vulgar banquero de Frizinghall. Era muy rico y poseía un buen carácter y fue el origen de una familia prodigiosamente numerosa… Hasta aquí todo hablaba en su favor. Pero ocurría que tenía la pretensión de haber sido capaz de elevarse desde un plano inferior hasta uno más alto del mundo, y esto era lo que iba en su contra. No obstante, el tiempo y las luces progresistas de la civilización moderna pusieron las cosas en su lugar y el matrimonio llegó a ser aceptado como una cosa correcta. Todo el mundo es liberal actualmente, y mientras pueda usted seguir tachando mi nombre, cada vez que yo borre el suyo, ¿qué importancia tiene que dentro o fuera del Parlamento sea usted un duque o un barrendero? Este es el mo- derno punto de vista… y yo no hago más que ponerme a tono con él. Los Ablewhite mora- ban en una hermosa finca rodeada por sus tierras, un poco más allá de Frizinghall. Se trata- ba de una gente muy digna y respetada por todo el vecindario. No nos habrán de molestar mucho con su ingerencia en estas páginas…, excepto Mr. Godfrey, segundo hijo de Mr. Ablewhite, el cual ocupará, con el permiso de ustedes, un lugar en el relato, a causa de su vinculación con Miss Raquel. Pese a toda la viveza de su ingenio, a su inteligencia y a sus buenas cualidades en general, muy escasas eran las probabilidades con que contaba en su favor, en mi opinión, Mr. Fran- klin para desplazar a Mr. Godfrey del lugar que ocupaba en la estimación de mi joven ama. En primer lugar y en lo que concierne a la contextura física Mr. Godfrey era, con mucho, el más hermosamente constituido de los dos. Tenía una estatura de más de seis Pies, una colo- ración en la que se combinaban muy bellamente el blanco y el encarnado, un rostro suave y redondo, tan desprovisto de barba como la palma de la mano y una cabeza recubierta por una larga y hermosa cabellera de color de lino, que descendía negligentemente sobre su cuello desnudo. Pero, ¿por qué describirlo tan minuciosamente? Si alguna vez han pertene- cido ustedes a alguna Sociedad de Damas de Caridad, conocerán, sin duda, a Mr. Ablewhite tan bien como yo. Era abogado de profesión, el hombre ideal de las damas por su tempera- mento y un buen samaritano por propia opción. Ni la caridad ni la indigencia femenina hu- bieran podido hacer nada sin él. Era vicepresidente, árbitro y administrador de varias socie- dades maternales donde se redimía a las pobres Magdalenas y de algunas asociaciones don- de imperaban las ideas viriles y que tenían por objeto colocar a las mujeres pobres en los puestos ocupados por los hombres indigentes, dejando que éstos se las arreglaran como mejor pudieran. Dondequiera que hubiese una mesa rodeada por un comité femenino reuni- do en consejo, podía verse a Mr. Godfrey ocupando la cabecera, atemperando el clima de la reunión y guiando a sus queridas criaturas en medio de la espinosa senda de los negocios, con el sombrero en la mano. En mi opinión, fue el más grande filántropo (dentro de lo que le permitía su pequeña independencia económica) que vio jamás la luz en Inglaterra. Como orador, no había en los mítines de caridad quien lo igualara en la tarea de arrancar lágrimas y dinero a su auditorio. Era todo un personaje público. La última vez que estuve en Lon- dres, mi ama me obsequió con dos invitaciones. Me envió primero al teatro, para que pu- diese admirar a una bailarina que hacía furor en ese momento, y luego al Exeter Hall, para que oyese a Mr. Godfrey. La dama cumplió su labor acompañada por una banda de música. El caballero, con la ayuda de un pañuelo y un vaso de agua. Una gran muchedumbre asistió al espectáculo ejecutado con las piernas. Otro enorme gentío presenció el verificado con la lengua (aludo a Mr. Godfrey) de la persona de más dulce carácter que jamás haya existido. Amaba a todo el mundo. Y todos lo amaban a él. ¿Qué probabilidades podía tener Mr. Franklin —qué probabilidades cualquier hombre de capacidad y fama medianas— frente a un hombre de su categoría? El día catorce llegó la respuesta de Mr. Godfrey. Aceptaba la invitación de mi ama desde el miércoles, que era el día del cumpleaños de Miss Raquel, hasta la noche del viernes, fecha en que se vería obligado a regresar a la ciudad, para atender sus compromisos con la Sociedad de Damas de Beneficencia. Envió con su respuesta la copia de unos versos suyos, en honor del "día natal" de su prima. Miss Raquel, según me dijeron, se burló juntamente con Mr. FrankIin, durante la cena, de tales versos. Y Penélope, que se hallaba enteramente de parte de Mr. Franklin, me preguntó triunfalmente qué pensaba yo de todo eso. —Miss Raquel, querida, te ha despistado mediante un perfume falso —le repliqué—, pero mi olfato no puede ser engañado tan fácilmente. Aguarda hasta el instante en que los versos de Mr. Ablewhite sean seguidos por su propio autor. Mi hija me respondió que muy bien podía Mr. Franklin meter su cuchara y probar suerte, antes de que los versos fueran seguidos por el poeta. En favor de tal punto de vista, debo reconocer que Mr. Franklin no desechó la menor oportunidad que se le presentó para inten- tar ganarse los favores de Miss Raquel. No obstante ser el más inveterado de los fumadores, abandonó el cigarro porque ella le ex- presó un día que le repugnaba sentir el olor dejado por el humo del mismo en sus ropas. Luego de ese acto de abnegación pasó tan malas noches, debido a la ausencia de la acción calmante del tabaco, a la cual estaba tan acostumbrado, y bajó cada mañana con un aspecto tal de agotamiento y tan ojeroso, que la misma Miss Raquel hubo de pedirle que volviera a sus cigarros. ¡No!; jamás habría él de volver a una cosa que le causara a ella la menor mo- lestia; lucharía con resolución hasta vencer su insomnio y recobraría, tarde o temprano, el sueño por la mera presión de la paciencia que estaba dispuesto a emplear para lograrlo. Tal devoción, pensarán ustedes (coincidiendo con lo que dijo alguien escaleras abajo), no podía dejar nunca de producir el efecto correspondiente en Miss Raquel…, respaldada como se hallaba tal devoción por la labor diaria de decorar la puerta. Todo eso estará muy bien… pero lo cierto es que ella poseía en su alcoba un retrato de Mr. Godfrey, donde se lo veía hablar, durante un mitin, con el cabello flotando a impulsos de su propia elocuencia, y se advertía cómo sus ojos, de la manera más agradable, embrujaban y hacían salir el dinero Cada mañana, como la misma Penélope hubo de reconocerlo, se exhibía allí en efigie ese hombre de quien las mujeres no podían prescindir y observaba a Miss Raquel mientras era peinada. Poco tiempo habría de pasar, pensaba yo, antes de que la estuviera mirando con sus ojos reales. El dieciséis de junio se produjo un evento que hizo que las probabilidades de éxito de Mr. Franklin en este asunto se tornaran más lejanas que nunca. Un extraño caballero, que hablaba el inglés con acento extranjero, apareció esa mañana en la casa y solicitó una entrevista con Mr. Franklin Blake para tratar cuestiones de negocio. Estas no tenían nada que ver, posiblemente, con el asunto del diamante, por las dos razones que paso en seguida a exponer: primero, porque Mr. Franklin nada me dijo acerca de esa entrevista, y segundo, porque puso al tanto de la misma (luego que el extraño caballero hubo partido) a mi ama. Quizá ésta hizo alguna insinuación respecto al asunto, poco tiempo después, delante de su hija. Comoquiera que sea, oí decir que Miss Raquel le dirigió algu- nos severos reproches a Mr. Franklin, mientras se hallaban junto al piano, esa noche, rela- cionados con las gentes entre las cuales había aquél vivido y a los principios que adoptara durante su permanencia en el exterior. Al día siguiente, por primera vez hasta entonces, nada se hizo en materia de decoración allí en la puerta. Sospecho que alguna imprudencia cometida por Mr. Franklin en el Continente —relacionada con alguna mujer o deuda— lo había seguido hasta Inglaterra. Pero todo esto no es más que mera conjetura. En lo que se refiere a este asunto, tanto mi ama como Mr. Franklin me dejaron extrañamente en las ti- nieblas. El diecisiete, según todas las apariencias, la nube se había disipado nuevamente. Ambos volvieron a su labor decorativa junto a la puerta y parecían seguir siendo tan amigos como siempre. De creer a Penélope, Mr. Franklin había sabido aprovechar la oportunidad que se le presentara a raíz de la reconciliación, para hacerle a Miss Raquel una declaración amoro- sa que no había sido ni aceptada ni rechazada. Mi hija estaba segura, a través de diversos signos y señales que no vale la pena especificar aquí, que su joven ama había reñido y ale- jado a Mr. Franklin, en el primer momento, por no creer que hablara en serio, pero que más tarde lamentó en secreto el haberlo tratado de esa manera. Aunque Penélope gozaba ante su joven ama de una familiaridad que iba más allá de la que generalmente se les dispensa a las criadas —ya que habían compartido, casi, de niñas la misma educación—, demasiado bien conocía yo, no obstante, el carácter reservado de Miss Raquel, para pensar que habría de revelarle sus sentimientos a nadie en tal sentido. Lo que mi hija me dijo en tal ocasión era, sospecho, más la expresión de sus deseos que lo que ella misma sabía en realidad. El diecinueve hubo otro acontecimiento. Recibimos la visita de nuestro médico, por moti- vos profesionales. Se lo llamó para que atendiera a cierta persona de quien ya hemos tenido ocasión de hablar en estas páginas: nuestra segunda criada, Rosanna Spearman. Esta pobre muchacha —que me dejó perplejo, como ya saben, en las Arenas Temblonas— volvió a confundirme una vez más, durante el lapso a que me estoy refiriendo. La idea de Penélope, según la cual su compañera se hallaba enamorada de Mr. Franklin (y mantenida estrictamente en secreto por mi hija, de acuerdo con mis órdenes), seguía pareciéndome tan absurda como siempre. Pero debo reconocer que, teniendo en cuenta lo que me mostraban mis propios ojos y lo que vio mi hija con los suyos, la conducta de nuestra segunda domés- tica comenzó a adquirir ante los mismos un cariz misterioso, y ello, hablando de la manera más moderada posible. La muchacha se cruzaba, por ejemplo, constantemente en el camino con Mr. Franklin…, muy disimulada y silenciosamente, pero lo cierto es que eso ocurría. En cuanto a él) repa- raba en ella tanto como hubiera podido hacerlo en el gato; al parecer no pensó nunca mal- gastar una sola de sus miradas, para dirigirla hacia el rostro vulgar de la muchacha. La po- bre criatura, que no había tenido nunca mucho apetito, lo tenía menos ahora y comenzó a consumirse en forma aterradora; sus ojos mostraban cada mañana las visibles huellas del insomnio y del llanto nocturno. Un día Penélope fue testigo de una escena embarazosa, descubrimiento que decidimos, desde el primer instante, mantener en secreto. Había sor- prendido a Rosanna junto al tocador de Mr. Franklin, reemplazando furtivamente una rosa que le obsequiara a aquél Miss Raquel para que la luciera en el ojal de la solapa, por otra de la misma variedad, que acababa de cortar con sus manos. Posteriormente se condujo ante mí, en una o dos ocasiones, en forma descarada, cuando le hice presente de manera inequí- voca, aunque general, que debía poner más cuidado en lo que hacía y, lo que fue peor aún, no se mostró ya tan extremadamente respetuosa como anteriormente, en las pocas ocasio- nes en que Miss Raquel le dirigió, por casualidad, la palabra. Mi ama, que advirtió el cambio, quiso conocer mi opinión al respecto. Yo traté de proteger a la muchacha y le respondí que se hallaba enferma, lo cual dio lugar a que se llamase al médico el día diecinueve, como he dicho más arriba. Aquél manifestó que se trataba de los nervios y que ponía en duda el hecho de que la muchacha pudiese atender el servicio. El ama se ofreció para procurarle un cambio de aire, diciendo que la enviaría a alguna de nuestras granjas interiores. Pero Rosanna, con lágrimas en los ojos, le pidió y rogó que le permitiera quedarse en la casa, y entonces fue cuando yo, en mala hora, le aconsejé que le permitiera quedarse un poco más de tiempo. De acuerdo con lo que acaeció después, fue ése el peor de los consejos que pude haberle dado. Si hubiese sido capaz de intuir por un instante el futuro, habría sacado entonces y sin pérdida de tiempo a Rosanna de la casa con mis propias manos. El día veinte se recibió una nota firmada por Mr. Godfrey. Había resuelto hacer escala en Frizinghall esa noche, para aprovechar la ocasión que se le ofrecía de consultar a su padre por asuntos de negocios. En la tarde del día siguiente reanudaría su marcha a caballo, en compañía de sus dos hermanas mayores, y pensando llegar a nuestra finca mucho antes de la hora de la cena. Un elegante estuche de porcelana acompañaba a la esquela, el cual le fue entregado a Miss Raquel, juntamente con las expresiones de amor y los mejores deseos de su primo. Mr. Franklin sólo le había regalado un guardapelo de la mitad del valor de aquél. Mi hija Penélope, no obstante —tal es la obstinación de las mujeres—, seguía aún conside- rándolo el futuro ganador. ¡Gracias a Dios hemos llegado, por fin, a la víspera del día del cumpleaños! Deben recono- cer que los he conducido esta vez hasta el sitio indicado, sin haberme entretenido demasia- do en el camino. ¡Animo, lectores! He aquí que un nuevo capítulo viene en ayuda de uste- des…, y, lo que es más importante aún, ese nuevo capítulo los llevará directamente hacia lo más intrincado del relato.
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