Se hace ahora indispensable efectuar un breve alto en el camino.
Al recurrir a mis propios recuerdos —contando con la colaboración de Penélope que ha
consultado su diario—, descubro que podemos muy bien avanzar rápidamente a través del
lapso que media entre el arribo de Mr. Franklin y el día del cumpleaños de Miss Raquel.
Casi todo ese intervalo transcurrió sin que acaeciese hecho alguno digno de mención. Con
el permiso del lector y la ayuda de Penélope, daré sólo a conocer aquí ciertas fechas, reser-
vándome el derecho de narrar la historia día por día nuevamente, tan pronto lleguemos al
período en que el asunto de la Piedra Lunar se trocó en una cuestión fundamental para to-
dos los habitantes de la casa.
Dicho lo cual, continuaremos con nuestro relato, comenzando, naturalmente, a referirnos a
la botella que contenía esa tinta de agradable fragancia que encontré sobre la grava aquella
noche. A la mañana siguiente (el día veintiséis) exhibí ante Mr. Franklin esa pieza de engaño, na-
rrándole lo que ya les he contado a ustedes. En su opinión, los hindúes no sólo habían esta-
do acechando en procura del diamante, sino que habían sido lo suficientemente estúpidos
como para tomar en serio su propia magia, la cual había consistido en los signos que hicie-
ran sobre la cabeza del muchacho y en el acto de volcar tinta en la palma de su mano, con
la esperanza de poder percibir de esa manera las personas y cosas que se hallaban fuera del
alcance de sus ojos. Mr. Franklin me informó que tanto en nuestro país como en Oriente
hay personas que practican esas tretas (aunque sin hacer uso de la tinta) y que le dan a las
mismas una denominación francesa que significa algo así como penetración visual.
—Puedo asegurarte —dijo Mr. Franklin— que los hindúes no tenían la menor duda respec-
to a que habríamos de esconder aquí el diamante. Y trajeron al muchacho vidente con el
propósito de que les indicara el camino, en caso de que lograran introducirse en la casa la
víspera por la noche.
—¿Cree usted que lo intentarán de nuevo, señor? —le pregunté.
—Eso depende —dijo Mr. Franklin—de lo que el muchacho sea realmente capaz de hacer.
Si logra percibir el diamante a través de las paredes de la caja de hierro del banco de Fri-
zinghall, no volveremos a sufrir nuevas visitas de los hindúes, por el momento. Si no lo
consigue contaremos con otra oportunidad para echarles el guante en los arbustos, cualquie-
ra de estas noches.
Yo aguardé, esperanzado, esa oportunidad, pero por extraño que parezca, ésta nunca se
produjo.
Ya sea porque los jugadores de manos se enteraron en la ciudad de que Mr. Franklin había
estado en el banco, extrayendo de tal evento las conclusiones pertinentes, o porque hubiera
en verdad el muchacho logrado percibir el diamante en el lugar en que éste se hallaba depo-
sitado (lo cual yo, por mi parte, no creía en absoluto), o por mero azar, después de todo, lo
cierto es que, y ésa era la única verdad, no se vio ni la sombra de un hindú, siquiera, en las
inmediaciones de la finca, durante las semanas transcurridas desde ese entonces hasta la
fecha del cumpleaños de Miss Raquel. Los escamoteadores prosiguieron desarrollando sus
juegos de manos en la ciudad y sus alrededores y tanto Mr. Franklin como yo, decidimos
mantenernos a la espera de lo que pudiera ocurrir, dispuestos a no llamar la atención de los
truhanes con una desconfianza demasiado prematura. Luego de haberme referido al doble
aspecto ofrecido por este asunto, nada tengo ya que decir en torno a los hindúes por el mo-
mento.
Hacia el día veintinueve de ese mismo mes, Miss Raquel y Mr. Franklin descubrieron una
nueva manera de emplear juntos el tiempo, que de otro modo hubiese pendido pesadamente
sobre sus vidas. Hay varias razones que justifican el hecho de registrar aquí la índole de la
ocupación en que se entretuvieron ambos. El lector tendrá ocasión de comprobar que la
misma se halla vinculada a algo que se mencionará más adelante. En general, las gentes de abolengo encuentran ante sí una roca molesta…, la roca de la pe-
reza. Pasándose la vida, como se la pasan, curioseando en torno con el propósito de hallar
alguna cosa en que emplear sus energías, extraño es comprobar cómo —sobre todo cuando
sus inclinaciones son de la índole de ésas que se han dado en llamar intelectuales— se en-
tregan frecuentemente, a ciegas y al azar, a alguna miserable ocupación. De cada diez per-
sonas en tal situación nueve se dedican a atormentar a un semejante o a estropear algo, cre-
yendo todo el tiempo, firmemente, que están enriqueciendo su mente, cuando lo cierto es
que no han hecho más que traer el desorden a la casa. He visto a algunas (damas también,
lamento tener que decirlo) salir todos los días, por ejemplo, con una caja de píldoras vacía
con el fin de cazar lagartijas acuáticas, escarabajos, arañas y ranas y regresar luego a sus
casas, para atravesar con alfiles a esos pobres seres indefensos o cortarlos sin el menor re-
mordimiento en pequeños trozos. Así es como tiene uno ocasión de sorprender a su joven
amo o ama escrutando, a través de un vidrio de aumento, las partes interiores de una araña
o de ver cómo una rana decapitada desciende la escalera, y si inquiere uno el motivo de tan
sórdida y cruel ocupación, se le responde que la misma denota en el joven o la muchacha su
vocación por la historia natural. También suele vérselos entregados durante horas y más
horas a la tarea de estropear alguna hermosa flor con instrumentos cortantes, impelidos por
el estúpido afán de curiosear y saber de qué partes se compone una flor. ¿Se tornará más
bello su olor o más dulce su fragancia cuando logremos saberlo? Pero, ¡vaya!, los pobres
diablos tienen que emplear, como ustedes comprenderán, de alguna manera el tiempo…,
hacer algo con él. De niños, acostumbramos a chapotear en el fango más horrible con el
objeto de fabricar pasteles de lodo, y de grandes nos dedicamos a chapalear de manera ho-
rrible en la ciencia, disecando arañas y estropeando flores. Tanto en uno como en otro caso,
el secreto reside en la circunstancia de no tener nuestra pobre cabeza hueca en qué pensar y
nada que hacer con nuestras pobres manos ociosas. Y así es como terminamos por deterio-
rar algún lienzo con nuestros pinceles llenando de olores la casa, o introducimos un rena-
cuajo en una vasija de vidrio llena de agua fangosa, provocando náuseas en todos los estó-
magos de la casa, o desmenuzamos una piedra aquí o allá, atiborrando de arena las vitua-
llas; o bien nos ensuciamos las manos en nuestras faenas fotográficas, mientras adminis-
tramos implacable justicia sobre todos los rostros de la casa. Es difícil que todo esto sea
emprendido por quienes realmente se ven obligados a trabajar para adquirir las ropas que
los cubren, el techo que los ampara y el alimento que les permite seguir andando. Pero
comparen los más duros trabajos que hayan tenido que ejecutar, con la ociosa labor de
quienes desgarran flores o hurgan en el estómago de las arañas, y agradezcan a su estrella
las circunstancias de que tengan necesidad de pensar en algo y que sus manos se vean tam-
bién en la necesidad de construir alguna cosa.
En lo que concierne a Mr. Franklin y Miss Raquel, ninguno de los dos, me es grato poder
anunciarlo, torturó a cosa alguna. Se limitaron, simplemente, a trastornar el orden de la ca-
sa, concretándose todo el daño causado por ellos, para hacerles justicia, a la decoración de
una puerta.
El genio enciclopédico de Mr. Franklin, que había incursionado en toda cosa, lo hizo tam-
bién en el campo de la que él denominaba "pintura decorativa". Se proclamaba a sí mismo
inventor de una nueva composición destinada a humedecer los colores, a la cual daba el
nombre genérico de "excipiente". Ignoro cuáles eran sus ingredientes. Pero sí puedo infor-
marles respecto a sus consecuencias: la cosa hedía. Miss Raquel quiso ensayar a toda costa, con sus propias manos, el nuevo procedimiento y Mr. Franklin envió entonces a buscar a
Londres los componentes, mezclándolos luego y añadiéndoles un perfume que hacía estor-
nudar a los mismos perros, cada vez que penetraban en el cuarto; después le colocó a Miss
Raquel un delantal y un babero sobre las ropas y la inició en la tarea de decorar su pequeña
estancia, llamada, debido a la carencia de una palabra inglesa apropiada, su boudoir. Co-
menzaron con la parte interior de la puerta. Mr. Franklin la raspó con una piedra pómez
hasta hacer desaparecer completamente el hermoso barniz que la recubría, convirtiéndola,
según sus palabras, en una superficie lista para trabajar sobre ella. Miss Raquel la cubrió
entonces, bajo su asesoría y su ayuda manual, de dibujos: grifos, pájaros, flores, cupidos y
otras figuras por el estilo, todas ellas copiadas de los bocetos creados por un famoso pintor
italiano cuyo nombre no recuerdo, el mismo, creo, que inundó el mundo de Madonas y tuvo
una amante en una panadería2. Era ése un trabajo sucio de lenta ejecución, pero nuestra
joven dama y nuestro joven caballero parecían no hastiarse nunca de él. Cuando no cabal-
gaban o iban de visita a algún sitio o se hallaban a la mesa comiendo o cantando con agudo
registro sus canciones, allí era donde podía vérselos con las cabezas juntas, laboriosos co-
mo abejas, estropeando la puerta. ¿Qué poeta fue el que dijo que Satán halla siempre la
forma de brindarle a los ociosos alguna empresa dañina que ejecutar con sus manos?3. De
haber ocupado él mi lugar en la familia y visto a Miss Raquel con pincel y a Mr. Franklin
con el excipiente, no habría escrito sin duda nada más cierto respecto a ellos que lo que
acabo de mencionar.
La próxima fecha digna de recordarse fue el domingo cuatro de junio.
Ese día, hallándonos en las dependencias de la servidumbre, se desarrolló un debate en
torno a algo que, como la decoración de la puerta, ejerció su influencia sobre un hecho que
están aún por relatarse.
Ante el agrado que experimentaban Mr. Franklin y Miss Raquel cuando se hallaban juntos
y al advertir la hermosa pareja formada por ambos en muchos aspectos, comenzamos noso-
tros a especular, naturalmente, respecto a la posibilidad de que el acto de aproximar sus
cabezas tuviera otros motivos que el mero deseo de ornamentar una puerta. Alguien dijo
que habría boda en la casa antes de que se extinguiera el verano. Otros, a cuya vanguardia
me encontraba yo, admitían como muy posible el casamiento de Miss Raquel, pero duda-
ban, por razones que daré a conocer de inmediato, que el novio hubiera de ser Mr. Franklin
Blake.
Que Mr. Blake se hallaba enamorado no podía ser puesto en duda por nadie que lo viera o
lo escuchara. La dificultad estribaba en sondear las intenciones de Miss Raquel. Concé-
danme el honor de presentársela y luego sondéenla… si es que pueden.
El cumpleaños ya próximo, y que caía el veintiuno de junio, marcaría sus dieciocho años de
vida. Si ocurre que sientan predilección por las mujeres morenas (las cuales, según mis in-
formes, han pasado de moda últimamente en el gran mundo), y no abrigan prejuicio alguno
en favor de una estatura elevada, respondo entonces del hecho de que Miss Raquel habrá de constituirse en una de las más bellas mujeres que hayan visto sus ojos. Era delgada y pe-
queña, pero muy bien proporcionada, de la cabeza a los pies. Bastaba verla sentarse, poner-
se de pie y sobre todo caminar para que cualquier hombre en sus cinco sentidos experimen-
tase la sensación de que la gracia emanaba de su figura y (perdónenme la expresión) brota-
ba de su carne, no de sus ropas. Era el suyo el cabello más n***o que jamás vieron mis ojos.
Estos últimos tenían en ella idéntica tonalidad. Reconozco, en cambio, que su nariz no era
lo suficientemente larga. Su boca y su barbilla, para mencionar las palabras de Mr. Fran-
klin, eran, verdaderamente, dos manjares de los dioses, y su piel, siempre de acuerdo con la
misma infalible autoridad en la materia, ardía como el sol, poseyendo respecto al astro la
gran ventaja de que podía mirársela siempre con agrado. Si agregamos a lo antedicho el
detalle de que en todo momento llevaba erguida la cabeza como una saeta, en actitud osada,
elegante y vivaz; de que su clara voz delataba la presencia de un metal noble en ella y de
que su sonrisa surgía muy bellamente en sus ojos antes de descender hasta sus labios, ten-
dremos ya su retrato, a través de la mejor pintura que sea yo capaz de ejecutar y trascen-
diendo el vigor de una cosa viva.
¿Y qué decir de sus restantes cualidades? ¿No tenía, acaso, ese ser encantador, sus lagunas?
Las tenía, en la misma proporción que aparecen en usted, señora, ni en mayor ni en menor
medida.
Para hablar imparcialmente, debo reconocer que mi bella y querida Miss Raquel, poseyen-
do, como poseía, innumerables gracias y atractivos, era víctima de un defecto que me veo
obligado a reconocer. Se diferenciaba de las otras muchachas de su edad por el hecho de
poseer ideas propias y una altivez que la hacía desafiar las propias modas, cuando éstas no
armonizaban con sus puntos de vista. En el campo de las bagatelas esta independencia suya
era una cualidad meritoria, pero en lo que atañe a las cosas fundamentales la llevaba (como
decía mi ama y opino yo también) demasiado lejos. Juzgaba las cosas por sí misma, avan-
zando hasta más allá del límite ante el cual se detenían generalmente las mujeres que la
doblaban en edad; jamás solicitaba un consejo; nunca le anticipaba a nadie lo que habría de
hacer; en ningún momento le confió un secreto o le hizo confidencias a alguien, desde su
madre hasta la última persona de la casa. Tanto en lo que se refiere a las grandes como a las
pequeñas cosas de su vida, a los seres que amaba u odiaba (sentimientos ambos que sentía
con igual intensidad), obraba siempre Miss Raquel de manera personal, bastándose a sí
misma respecto a los dolores y alegrías de la vida. Una y otra vez oí decir a mi ama: "El
mejor amigo y el más grande enemigo de Raquel son una misma y única persona: la propia
Raquel.”
Añadiré otro detalle para terminar con esto.
Pese a todo su misterio y a su gran obstinación, no existía en ella el menor vestigio de fal-
sía. No recuerdo que haya nunca dejado de cumplir la palabra empeñada, ni que haya dicho
jamás no, cuando quería significar sí. Si me remontara a su infancia podría comprobar có-
mo, en más de una ocasión, la buena y pobre criatura hizo recaer sobre sí la condena y su-
frió el castigo a que se hizo acreedor algún amado compañero de juegos. Nadie logró nunca
hacerla confesar, si se descubrió la cosa, y ella cargó posteriormente con toda la responsabi-
lidad. Pero tampoco mintió nunca respecto a eso. Lo miraba a uno directamente a la cara y,
sacudiendo su pequeña e insolente cabeza, decía simplemente: " ¡No se lo diré! " Castigada.