El veintiuno de junio, o sea el día del cumpleaños, el cielo apareció nublado y el tiempo
inestable, pero hacia el mediodía se aclaró aquél del todo.
Nosotros, los criados, dimos comienzo, en las dependencias de la servidumbre, a la cele-
bración de tan feliz aniversario como de costumbre, esto es, ofreciéndole a Miss Raquel
nuestros modestos regalos, simultáneamente con el tradicional discurso pronunciado por mí
todos los años, en mi carácter de doméstico principal. En tales ocasiones, adopto el plan
puesto en práctica por la Reina al inaugurar el período parlamentario…, sobre todo su cos-
tumbre de decir regularmente cada año la misma cosa. Antes de ser pronunciado, como
ocurre con el de la Reina, se lo aguarda con la misma expectativa que si se tratara de algo
jamás escuchado. Luego de oído y cuando se ha comprobado que no es todo lo novedoso
que se esperaba, pese a algunos breves rezongos que se hacen escuchar entonces, vuelven
todos a fijar su vista en el futuro, con la esperanza de oír algo más nuevo el próximo año.
Lo cual viene a demostrar que constituimos una nación fácil de gobernar tanto desde el
Parlamento como desde la cocina.
Luego del desayuno, Mr. Franklin y yo sostuvimos una entrevista, a solas, sobre el asunto
de la Piedra Lunar…, pues ya había llegado el momento de retirarla del banco de Fri-
zinghall, para ponerla en las propias manos de Miss Raquel.
Sea porque hubiera estado haciéndole nuevamente la corte a Miss Raquel y ésta lo hubiese
rechazado…. o porque su falta reiterada de reposo nocturno hubiera ido agravando paulati-
namente las contradicciones y fluctuaciones de su carácter, cosas éstas que no puedo yo
afirmar, lo cierto es que Mr. Franklin fracasó en lo que respecta al inmejorable aspecto que
debió exhibir la mañana del día del cumpleaños. En lo que concierne al diamante, expresó
veinte ideas antagónicas durante un período constituido por igual número de minutos. En
cuanto a mí, seguía aferrándome tenazmente a los simples eventos que ya les son conoci-
dos. Nada de lo ocurrido hubiera tornado razonable la idea de alarmar a nuestra ama en la
cuestión de la gema y nada podía acaecer que viniera a alterar la obligación legal que pesa-
ba sobre Mr. Franklin de poner a su prima en posesión de la misma. Este era mi punto de
vista y ése fue también el suyo, cuando luego de darle vueltas y más vueltas al asunto en su cabeza, se vio compelido a adoptarlo. Resolvimos que Mr. Franklin habría de dirigirse lue-
go del almuerzo a Frizinghall en busca del diamante, para regresar después muy probable-
mente acompañado por Mr. Godfrey, y las dos jóvenes damas.
Aprobado dicho temperamento, retornó nuestro joven caballero junto con Miss Raquel.
Ambos emplearon toda la mañana y parte de la tarde en la interminable faena de decorar la
puerta, auxiliados por Penélope, que les mezclaba los colores de acuerdo con sus instruc-
ciones; mi ama, a medida que la hora del almuerzo se aproximaba, comenzó a entrar y salir
del cuarto con un pañuelo en la nariz (pues ambos utilizaban en ese momento cierta canti-
dad del “excipiente” de Mr. Franklin) y se esforzó por ahuyentar a los dos artistas. Sólo
hacia las tres de la tarde se despojaron de sus delantales, liberaron a Penélope, cuyo aspecto
era mucho más lamentable que el de ellos a causa del excipiente, y se desembarazaron a sí
mismos de todo ese embrollo. Pero habían cumplido lo que se habían propuesto: acababan
de dar término a la labor de decorar la puerta el mismo día del cumpleaños y sentirse orgu-
llosos por ello. Tanto los grifos como los cupidos y demás figuras producían, debo recono-
cerlo, el más hermoso efecto visual, aunque era tal su número y se enmarañaba en tal forma
en medio de las flores y las diferentes imágenes circundantes, siendo sus actitudes y postu-
ras tan dislocadas que, luego de haber uno en el primer momento experimentado el placer
de contemplarlas, las veía bailotear más tarde de la manera más endiabladas en su cabeza
durante horas y horas. Si a esto añado que Penélope terminó, luego de su faena matinal, por
caer enferma en la trascocina, no es porque quiera demostrar hostilidad alguna en contra del
mencionado excipiente. ¡No! ¡No! Debo hacer constar que esto dejó de heder en cuanto se
secó; por otra parte, si el Arte exige de nosotros tales sacrificios, no dejaré por eso —pese a
que se trata de mi hija— de exclamar: ¡Todo sea a favor del Arte!
Mr. Franklin, luego de comer un presuroso bocado del almuerzo, partió a caballo en direc-
ción a Frizinghall, para escoltar a sus primas, como le dijo a mi ama. Pero era para ir en
busca de la Piedra Lunar, según sabíamos ambos en secreto.
Tratándose de uno de los más grandes festines en que me haya tocado intervenir junto al
aparador, en mi carácter de jefe del servicio, muchas eran las cosas en que tenía que pensar,
mientras durase la ausencia de Mr. Franklin. Luego de haber examinado el vino y revistado
a los hombres y las mujeres que atenderían la mesa me aparté un instante para recobrarme,
antes de que comenzaran a llegar los invitados. Una bocanada de… lo que ustedes ya saben
y una ojeada a cierto libro, que ya he tenido ocasión de mencionar en estas páginas, basta-
ron para sosegar mi cuerpo y mi espíritu. Me despertó, de lo que estoy más inclinado a cali-
ficar de ensueño que de modorra, un rumor de cascos de caballos provenientes de afuera;
dirigiéndome, entonces, hacia la puerta, salí a recibir una cabalgata compuesta por Mr.
Franklin y sus tres primos, escoltada por uno de los palafreneros del viejo Mr. Ablewhite.
Mr. Godfrey me sorprendió de la manera más extraña, por la similitud que guardaba con
Mr. Franklin en cierto detalle de su aspecto: parecía no hallarse del mismo humor que de
ordinario. Estrechó mi mano tan cordialmente como de costumbre y demostró alegrarse,
muy políticamente, de hallar en tan buen estado de salud a su viejo amigo Betteredge. Pero
una especie de sombra pendía sobre él, algo cuyo origen no sabía yo a que atribuirlo; cuan-
do le pregunté cómo había encontrado a su padre, me respondió un tanto abruptamente: “Como siempre”. No obstante, las dos señoritas Ablewhite reflejaban el júbilo de veinte
personas juntas, lo cual sirvió para compensarnos de aquello. Eran casi tan voluminosas
como su hermano, extraordinariamente enormes y de cabello amarillo; se trataba de dos
mozas, rebosantes de carne y de sangre; pletóricas de salud y vivacidad, de los pies a la
cabeza. Las patas de los pobres animales vacilaban bajo el peso de su cargo, y cuando salta-
ron de sus sillas, sin aguardar la ayuda de nadie, afirmo que rebotaron en la tierra como si
fueran de goma. Toda anécdota narrada por ambas Ablewhite surgía de sus labios precedida
por una O gigante; cada cosa ejecutada por ellas iba acompañada de un golpe estrepitoso y
tenían la costumbre de reírse estúpidamente o de chillar, hubiera o no motivo para ello, ante
la menor provocación. Mocetonas…, ése es el nombre que considero adecuado para ellas.
Detrás de la cortina formada por el estrépito que producían ambas jóvenes, tuve ocasión de
dirigirle una palabra a hurtadillas a Mr. Franklin en el hall.
—¿Ha traído el diamante, señor?
Inclinando afirmativamente la cabeza, golpeó sobre el bolsillo superior de su chaqueta.
—¿Ha visto usted a los hindúes?
—Ni la sombra de ellos.
Luego de esta respuesta me preguntó por mi ama y al responderle que se encontraba en su
pequeña sala de recibo, hacia allí se dirigió inmediatamente.
Cuando alrededor de media hora más tarde atravesaba yo el vestíbulo, me detuve de pronto
al oír una serie de chillidos que venían desde la pequeña sala. No habré de decir que expe-
rimenté alarma alguna, ya que pude identificar en medio de los gritos la enorme O caracte-
rística de las señoritas Ablewhite. Con todo, penetré allí con la excusa de ir en busca de
instrucciones para la cena y cerciorarme si es que algo grave había, en verdad, ocurrido.
Al entrar pude ver a Miss Raquel junto a la mesa, con el aspecto de una persona hechizada
y sosteniendo el aciago diamante del Coronel en su mano. A ambos costados suyos se ha-
llaban de hinojos las dos mocetonas, devorando con sus ojos la gema y chillando extasiadas
cada vez que la piedra les lanzaba un relámpago de diverso matiz. En el extremo opuesto de
la mesa se encontraba Mr. Godfrey, quien aplaudía como un niño y cantaba suavemente:
"¡Exquisito! ¡Exquisito!" Mr. Franklin, sentado junto al armario de los libros, tiraba de su
barba y dirigía ansiosas miradas en dirección a la ventana. Y allí, junto a ésta, se hallaba el
objeto de su curiosidad: mi ama, que exhibía en sus manos el testamento del Coronel, dán-
dole la espalda a toda la reunión.
Al volverse hacia mí, cuando le pedí las instrucciones, pude advertir cómo el ceño caracte-
rístico de la familia se iba acentuando paulatinamente sobre sus ojos y cómo la ira, también
peculiar de la familia, crispaba las comisuras de sus labios.
—Venga a mi habitación dentro de media hora —me respondió—. Para entonces tendré
algo que decirle.
Dicho lo cual, abandonó la estancia. Era evidente que se hallaba confundida ante la misma
suerte de obstáculo que nos había confundido a Mr. Franklin y a mí, durante la entrevista
celebrada en las Arenas Temblonas. ¿Constituía, acaso, el legado de la Piedra Lunar una
prueba de lo injusto y cruel que había sido ella con su hermano, o era, más bien, algo que
venía a probar que aquél había sido mucho peor de lo que ella se atrevió jamás a imaginar-
se? Dilema éste difícil de resolver, y ante el cual se hallaba ahora el ama, mientras su
inocente hija, ignorando la índole del Coronel, permanecía allí cerca con su regalo de c*m-
pleaños en la mano.
Antes de que hubiera tenido tiempo de abandonar, a mi vez, la habitación, Miss Raquel,
siempre atenta con el viejo doméstico que la había visto nacer, me contuvo.
—¡Mire, Gabriel!—dijo, e hizo rutilar la gema ante mis ojos bajo un rayo de sol que pene-
traba a través de la ventana.
¡El Señor nos bendiga! ¡Era un diamante! ¡Y tan grande, casi tan grande, como un huevo
de avefría! La luz que irradiaba era idéntica al resplandor que mana de la luna en el tiempo
de la cosecha. Desde el instante en que posaba uno sus ojos en la piedra, se sumergía en una
profundidad amarilla que absorbía su mirada hasta el punto de impedirle distinguir cual-
quier otra cosa. Parecía insondable; esa gema, que podía tener uno asida entre el índice y el
pulgar, era tan abismal como el propio firmamento. Luego de oscurecer la habitación, la
colocamos al sol y pudimos entonces observar cómo un terrible fulgor brotaba de las entra-
ñas luminosas de la gema, invadiendo igual que un rayo lunar la oscuridad. No era extraño
que Miss Raquel se hallase fascinada, ni que sus primas hubiesen chillado de esa manera.
Fue tal la impresión que me produjo el diamante, que yo también estallé en una O tan gran-
de como las que nacieran en los labios de las dos mocetonas. La única persona que seguía
siendo dueña de sí misma, era Mr. Godfrey. Deslizando sus brazos en torno a la cintura de
sus dos hermanas y dirigiendo alternativamente su vista desde el diamante a mi persona,
dijo:
—¡Carbón, Betteredge! ¡Sólo es un mero pedazo de carbón, mi viejo amigo, después de
todo!
Su propósito era, sin duda, instruirme. Sólo logró, sin embargo, hacerme recordar la cena.
Cojeando me dirigí escaleras abajo, hacia donde se hallaba mi ejército de criados. Cuando
salía, le oí decir a Mr. Godfrey:
—¡Mi viejo y querido Betteredge! ¡Siempre me ha inspirado el mayor respeto!
Mientras me honraba con esta muestra de afecto, seguía abrazando a sus dos hermanas y
devorando con los ojos a Miss Raquel. ¡Algo así como el nacimiento de un amor vislum-
brándose allí! Mr. Franklin resultaba un perfecto rústico comparado con él.
Al cumplirse la media hora fui a ver al ama, como se me había ordenado, a su habitación. Lo ocurrido entre ambos, en esa ocasión, fue casi lo mismo, en su faz primordial, a lo que
aconteciera durante mi entrevista con Mr. Franklin en las Arenas Temblonas…, con la sola
diferencia, esta vez, de que me guardé muy bien de expresarle mi opinión respecto a los
prestidigitadores, ya que no se había producido hasta entonces hecho alguno que justificara
el alarmar a mi ama en tal sentido. Me despedí de ella con la completa certidumbre de que
enfocaba ahora al Coronel desde el más sombrío punto de vista posible y de que se hallaba
dispuesta a hacerle abandonar, a su hija, en la primera oportunidad, la Piedra Lunar.
Al regresar a mis propias habitaciones me encontré con Mr. Franklin. Me preguntó si había
visto a su prima Raquel. Le dije que no. ¿Podía yo acaso informarle dónde se hallaba su
primo Godfrey? También lo ignoraba; pero empecé a sospechar que su primo Godfrey no
se hallaría muy lejos de la prima Raquel, Mr. Franklin pareció abrigar la misma sospecha.
Tirando fieramente de su barba prosiguió su camino y se encerró en la biblioteca, luego de
dar un portazo extraordinariamente sugestivo.
No volví a ser molestado en mi tarea de preparar la cena del cumpleaños, hasta que llegó el
momento en que debí aplicarme a la labor de acicalar mi persona, con el fin de ir más tarde
al encuentro de los huéspedes. Acababa apenas de ponerme mi chaleco blanco, cuando vi
llegar a mi tocador a Penélope, quien lo hacía con la excusa de cepillar los restos de cabe-
llera que aún me quedan. Mi hija se hallaba muy animada e intuí que tenía algo que decir-
me. Luego de darme un beso en la cúspide de mi cabeza calva murmuró a mi oído:
—¡Buenas nuevas para ti, padre! Miss Raquel lo ha rechazado.
—¿A quién te refiere?—le pregunté.
—Al hombre de los comités femeninos, padre —dijo Penélope—. Es un pícaro detestable.
¡Lo odio por haber tratado de desplazar a Mr. Franklin!
De haber contado con el aliento suficiente, hubiera sin duda hecho oír mi protesta ante tan
indecorosa apreciación respecto a tan eminente y filantrópico ciudadano. Pero ocurrió que
mi hija se hallaba en ese instante rectificando el nudo de mi corbata y toda la fuerza de sus
ideas se había escurrido en la punta de sus dedos. Jamás me hallé tan próximo a ser estran-
gulado como en ese momento.
—Los vi cuando se dirigieron a solas hacia el jardín de las rosas —dijo Penélope—. Y es-
tuve acechando detrás del acebo, para poder verlos cuando emprendieran el regreso. A la
ida avanzaron del brazo y riendo. A la vuelta venían separados y muy serios, rehuyendo el
mirarse a la cara en una forma que no dejaba lugar a dudas. ¡Jamás me he alegrado tanto en
mi vida, padre! Comoquiera que sea hay en el mundo una mujer capaz de resistir a Mr.
Godfrey Ablewhite; ¡y, de haber sido yo una dama, habría de haber otra!
Nuevamente hubiera querido protestar. Pero mi hija se había apoderado ahora del cepillo
para la cabeza y todo el vigor de sus ideas lo había transmitido al mismo. Si eres tú calvo,
lector, podrás entonces hacerte una idea de la forma en que Penélope escarificó mi cabeza. Si no lo eres, mejor será que pases por alto y le des las gracias a Dios por contar con una
especie de defensa interpuesta entre tu cabeza y el cepillo para el cabello.
—Exactamente delante del acebo fue donde se detuvo Mr. Godfrey —prosiguió Penélo-
pe—. "¿Así es que prefieres", le dijo él, "que me quede aquí igual que si nada hubiera ocu-
rrido?" Miss Raquel se volvió hacia Mr. Godfrey como un rayo. "Has aceptado la invita-
ción de mi madre", le dijo, "y te hallas aquí para atender a los huéspedes. ¡A menos que
desees provocar un escándalo en la casa, habrás de quedarte, sin duda!" Después de avanzar
unos pasos, pareció ella ceder un tanto. "Olvidemos lo que acaba de pasar, Godfrey", le
dijo, "y sigamos tratándonos como amigos". En seguida le alargó su mano. El se la besó, lo
cual me pareció que era una extralimitación, y ella entonces se alejó de allí. Mr. Godfrey
permaneció con la cabeza gacha durante un momento, abriendo lentamente con su tacón un
hoyo en el sendero de grava; jamás habrás visto tú un hombre más fuera de sí de lo que se
hallaba él en ese instante. "¡Torpe!", dijo entre dientes, al levantar la cabeza y echar a andar
en dirección a la casa…, "¡terriblemente torpe!" Si ésa era la opinión que tenía de sí mismo,
se hallaba enteramente en lo cierto. Sin duda lo es bastante, estoy segura de ello. Debajo de
todo este asunto, padre, se hallaba aquello de que ya te hablé —exclamó Penélope, dando
término a su obra con una última escarificación, la más violenta de todas—: ¡Míster Fran-
klin es el elegido!
Apoderándome del cepillo para el cabello, abrí la boca dispuesto a administrarle a mi hija la
reprimenda a que, deben ustedes reconocerlo, se había hecho en todo sentido acreedora por
su lenguaje y su conducta.
Antes de que hubiera podido articular una sola palabra, sin embargo, un crujir de ruedas,
proveniente de afuera, me hizo enmudecer estremecido. Los primeros convidados acababan
de llegar. Poniéndome la chaqueta eché una ojeada sobre mi persona en el espejo. Mi cabe-
za se hallaba tan roja como puede estarlo un cangrejo, pero desde otro punto de vista me
hallaba tan acicalado para la ceremonia de esa noche, como podría haberlo estado el hom-
bre más elegante del mundo. Entré en el vestíbulo justamente a tiempo para poder anunciar
la llegada de la primera pareja de convidados. No tienen por qué manifestar curiosidad al-
guna al respecto. Se trataba, simplemente, de los progenitores del filántropo, Mr. y Mrs.
Ablewhite.