La noche del jueves llegó a su término sin que ocurriera hecho alguno digno de ser recor-
dado. En la mañana del viernes se produjeron dos novedades.
Primero: el repartidor del pan declaró haber visto a Rosanna Spearman la tarde anterior,
cubierta con un denso velo, camino a Frizinghall, por la senda de peatones que atravesaba
la ciénaga. Difícil era que alguien se equivocara respecto a Rosanna, cuyo hombro deforme
servía para identificarla, a la pobre, sin ninguna dificultad… No obstante, el hombre debió
haberse equivocado, pues Rosanna, como ustedes están enterados, había permanecido en su
alcoba del piso superior toda la tarde del jueves.
La segunda novedad nos fue transmitida por el cartero. El muy digno doctor Mr. Candy
había dicho una de las tantas cosas infortunadas que expresó en su vida, cuando afirmó ante
mí, al partir en medio de la lluvia la noche del día del cumpleaños, que la piel de un médico
era una cosa impermeable. A despecho de su piel, la humedad había sabido cómo infiltrarse
a través de su cuerpo. Luego de sufrir un enfriamiento esa misma noche, se hallaba ahora
con fiebre. Las últimas noticias traídas por el cartero aseguraban que le fallaba la cabeza…,
y que hablaba en su delirio tan tonta y volublemente, el pobre hombre, como acostumbraba
hacerlo cuando se encontraba sano. Todo el mundo sintió mucho lo que le ocurrió al pobre
doctor; pero Mr. Franklin pareció, sobre todo, lamentarlo, a causa del estado en que se ha-
llaba Miss Raquel. De acuerdo con lo que oí que le decía a mi ama mientras estuve en el
aposento donde se desayunaban, Mr. Franklin parecía ser de opinión que Miss Raquel—de no aclararse pronto la cuestión de la Piedra Lunar—habría de necesitar la urgente asistencia
del mejor de los médicos a nuestro alcance.
No había transcurrido mucho tiempo desde que terminara el desayuno, cuando llego un
telegrama de Mr. Blaye, padre, en respuesta al que le remitiera su hijo. Nos comunicaba en
él que acababa de dar, gracias a la ayuda de su amigo el Jefe de Policía, con el hombre ideal
para el caso. Era el Sargento Cuff, quien llegaría procedente de Londres en el tren de esa
mañana.
Al leer el nombre del nuevo funcionario policial, Mr. Franklin se sobresaltó. Se hallaba, al
parecer, enterado de algunas curiosas anécdotas relacionadas con el Sargento Cuff, las que
le fueron narradas por el abogado de su padre durante su estada en Londres.
—Comienzo a vislumbrar que nos estamos aproximando al fin de este problema —dijo—.
De ser cierta la mitad de las historias que han llegado a mis oídos, no existe en Inglaterra,
cuando ocurre que hay que desvelar algún misterio, persona alguna que pueda equipararse
con el Sargento Cuff.
Nuestra excitación e impaciencia fueron en aumento a medida que se aproximaba el instan-
te del arribo de tan renombrado y competente personaje. El Inspector Seegrave, de regreso
a la hora señalada y enterado de la inminente llegada del Sargento, se encerró de inmediato
en una habitación, llevándose consigo tinta, papel y pluma, con el propósito de trabajar en
el informe que indudablemente le sería requerido. En lo que a mí concierne, me hubiera
agradado ir a la estación en busca del Sargento. Pero en ese instante no había ni qué pensar
en el vehículo o los caballos del ama, aunque se tratara de traer al famoso Sargento Cuff, y
en cuanto al calesín, se lo tenía en reserva para transportar más tarde a Mr. Godfrey. Mucho
fue lo que lamentó este último tener que abandonar a su tía en un momento tan trascenden-
tal, y así fue como difirió su partida hasta la hora de salida del último tren. Pero el viernes a
la noche tenía que encontrarse en la ciudad, debido a que una Sociedad Femenina de Bene-
ficencia, que se hallaba en dificultades, requería su presencia allí para consultarlo, el sábed-
lo a la mañana.
A la hora indicada descendí hasta la entrada principal, para aguardar la llegada del Sargen-
to.
Cuando llegué a la altura del pabellón de guardia, vi avanzar camino arriba, desde la esta-
ción, un cabriolé. De su interior surgió un hombre de edad madura, de cabellos grises y tan
espantosamente delgado, que era como si en ningún lugar de sus huesos se hallara, siquiera,
una onza de carne. Estaba decorosamente vestido de blanco de pies a cabeza y lucía una
corbata, también blanca, en torno al cuello. Su rostro era tan aguzado como un destral y
tenía la piel amarilla, reseca y marchita como una hoja de otoño. Sus ojos, acerados y lige-
ramente grises, poseían la artera propiedad de desconcertar a quien se encontraba con ellos,
como si dejaran entrever que esperaban de uno más de lo que uno sabía respecto de sí mis-
mo. Su andar era suave, su voz melancólica y sus largos dedos se encorvaban como garras.
Se lo hubiera podido tomar por un párroco, un empresario de pompas fúnebres o cualquiera
otra cosa, menos por lo que realmente era. Desafío al lector a que me muestre, dondequiera que sea, un ser más antagónico al Inspector Seegrave y un funcionario policial más depri-
mente para una familia en desgracia que el Sargento Cuff.
—¿Vive aquí Lady Verinder? —me preguntó.
—Sí, señor.
—Soy el Sargento Cuff.
—Por aquí, señor, tenga la bondad.
Durante el trayecto hacia la casa le dije mi nombre y mi situación en la misma, con el pro-
pósito de ganarme su voluntad y hacerlo hablar respecto a la misión que le encargaría el
ama. A despecho de mi esfuerzo, ni una sola palabra conseguí arrancarle. Demostró su ad-
miración por las tierras de la finca e hizo notar que el aire marino era extremadamente
agradable y vivificante. Secretamente me pregunté cómo había logrado tanta fama el re-
nombrado Sargento Cuff. Llegamos a la casa en la actitud de dos perros recíprocamente
hostiles y constreñidos a permanecer juntos por primera vez en su vida, por hallarse ama-
rrados a la misma cadena.
Luego de preguntar por el ama y de enterarnos de que se encontraba en uno de los inverna-
deros, dimos la vuelta en torno a los jardines que se hallan en la parte trasera de la casa y
enviamos un criado en su busca. Mientras aguardábamos, el Sargento Cuff se dedicó a ob-
servar el arco de siemprevivas que se alzaba a nuestra izquierda y a atisbar por entre los
rosales; avanzó luego directamente hacia allí, con muestras de hallarse por primera vez in-
teresado respecto a algo. Ante el asombro del jardinero y mi disgusto personal, este famoso
pesquisante demostró ser todo un pozo de sabiduría en lo que atañe a esa cosa baladí que
son las rosas.
—¡Ah!, veo que las han plantado en el lugar exacto: mirando hacia el Sur y Suroeste —dijo
el Sargento, meneando su cabeza gris y dejando trascender cierto agrado a través de su voz
melancólica—. Este ordenamiento es el que más conviene a un jardín de rosas…. nada de
círculos engastados en rectángulos. Sí, así debe ser; y con senderos entre un macizo y otro.
Pero no de grava como son éstos. Césped, señor jardinero…. caminos de césped entre sus
rosas: la grava es demasiado áspera para ellas. He aquí un hermoso macizo de rosas blancas
y rojas. Juntas producen siempre un hermoso efecto, ¿no le parece? Aquí tenemos, Mr. Bet-
teredge, la blanca rosa almizcleña, nuestra vieja rosa inglesa, irguiendo su cabeza en medio
de las más finas y recientes variedades de rosas. ¡Querida mía! —dijo el Sargento, acari-
ciándola con sus dedos flacos, igual que si se tratara de un niño.
¡De manera que éste era el hombre encargado de recuperar el diamante de Miss Raquel y de
descubrir al ladrón!
—Parece que le agradan a usted mucho las rosas, Sargento —observé.
—No es mucho el tiempo de que dispongo para sentir agrado por nada —dijo el Sargento
Cuff—. Pero cuando dispongo de algún instante para ello, se lo dedico, la mayor parte de las veces, a las rosas. Me crié entre ellas, en el vivero de mi padre, y habré de terminar mis
días entre las rosas, de serme posible. Sí. Cualquier día de éstos abandonaré, si Dios quiere,
la caza de ladrones, para probar fortuna con las rosas. Pero los caminos que irán de un ma-
cizo a otro en mi jardín serán de hierba, señor jardinero —dijo el Sargento, a quien la des-
agradable idea de construir los senderos de grava en los jardines de rosas parecía obsesio-
narlo.
—Extraña preferencia, señor —me aventuré a decir—, en un hombre de su oficio.
—Si mira usted en torno suyo (cosa que muy poca gente hace) —dijo el Sargento Cuff—,
comprobará usted que los gustos de un hombre se hallan, la mayor parte de las veces, en
pugna total con lo que hace. Muéstreme dos cosas más antagónicas que un ladrón y una
rosa y me comprometo a cambiar mis preferencias…, si no es ya demasiado tarde para rea-
lizar tal cosa, a esta altura de mi vida. ¿No le parece, señor jardinero, que la rosa de damas-
co es un buen injerto para las otras variedades más frágiles? ¡Ah! En mi opinión, sí. He
aquí al ama. ¿No es ésa Lady Verinder?
La había visto antes que yo o el jardinero…, y eso que ambos sabíamos hacia qué lado mi-
rar para dar con ella y él no. Comencé, pues, a pensar ahora que se trataba quizá de un
hombre más listo de lo que supusimos a primera vista.
La presencia del Sargento en la casa o tal vez su mensaje —alguna de esas dos cosas—,
pareció confundir en cierta medida a mi ama. Por primera vez desde que la conocía, vi que
vacilaba respecto a las palabras que correspondía utilizar frente a un extraño. El Sargento
Cuff le allanó el camino de inmediato. Le preguntó si alguna otra persona había sido llama-
da con anterioridad, para hacerse cargo de la investigación del robo. Al respondérsele afir-
mativamente y comunicársele que dicha persona se encontraba en la casa, solicitó autoriza-
ción para entrevistarse con ella como primera providencia.
Mi ama lo dirigió en el camino de regreso. Antes de ponerse en marcha, resolvió el Sargen-
to liberar su mente del peso que implicaba la cuestión de las sendas de grava y le dijo unas
palabras de despedida al jardinero.
—Trate de convencer a su ama para que ensaye el césped —dijo lanzando una mirada hos-
til hacia los senderos—. ¡Nada de grava! ¡Nada de grava!
A qué se debió que el Inspector Seegrave pareciera haber disminuido varias veces de volu-
men cuando le fue presentado el Sargento Cuff es algo que no podría yo aclarar. Dejo sólo
constancia del hecho. Se retiraron los dos a deliberar y permanecieron durante un largo y
árido espacio de tiempo alejados de todo otro contacto mortal. A su regreso, el señor Ins-
pector venía excitado y el señor Sargento se dedicaba a bostezar.
—El Sargento desea ver la habitación privada de Miss Verinder —me dijo Mr. Seegrave,
en un tono muy pomposo y diligente—. Puede ser que quiera hacerle algunas preguntas.
¡Tenga la bondad de atenderlo!
Mientras me daba estas órdenes, dirigí mi vista hacia el gran Cuff. El gran Cuff, por su par-
te, miraba hacia el Inspector Seegrave, en esa forma tranquila y expectante que ya he seña-
lado. No afirmaré que se hallase al acecho para sorprender en su dinámico colega algún
detalle que lo hiciera aparecer en su carácter de asno…, sólo diré que lo sospeché intensa-
mente.
Los conduje escaleras arriba. El Sargento avanzó suavemente en dirección del armario hin-
dú y dio toda una vuelta en torno del boudoir; hizo varias preguntas dirigidas casi todas a
mí y sólo unas pocas al señor Inspector, y cuyo sentido, creo, se nos escapó por igual a am-
bos. A su debido tiempo la investigación lo llevó hasta la puerta y se encontró frente a fren-
te de las imágenes decorativas que ustedes ya conocen. Su dedo inquisitivo y descarnado se
detuvo sobre la mancha situada exactamente debajo de la cerradura, la cual había sido ad-
vertida anteriormente por el Inspector Seegrave, cuando regañó a las criadas por aglomerar-
se en el cuarto.
—Es una lástima —dijo el Sargento Cuff—. ¿Cómo ha ocurrido esto?
La pregunta me la había dirigido a mí. Le contesté que las criadas se agolparon en el cuarto
la mañana anterior y que alguna de ellas debió haber causado ese daño con su falda.
—El Inspector Seegrave les ordenó salir —añadí—, para evitar que aumentaran el daño.
—¡Así es! —dijo el señor Inspector, con su tono militar—. Les ordené salir. Las faldas tie-
nen toda la culpa, Sargento… las faldas.
—¿Pudo usted ver cuál fue la que lo hizo? —preguntó el Sargento Cuff, insistiendo en inte-
rrogarme a mí y no a su colega.
—No, señor.
Luego de esto volvióse hacia el Inspector Seegrave para decirle:
—Supongo que usted lo sabrá, ¿no es así?
—No puedo recargar mi memoria con esas menudencias, Sargento —dijo—, con esas me-
nudencias.
El Sargento Cuff miró a Mr. Seegrave de la misma manera que había mirado los senderos
de grava en el jardín de las rosas y nos dio así, según su modo melancólico, la primera
muestra de su calidad.
—La semana pasada, señor Inspector, llevé a cabo una investigación privada —dijo—. En
un extremo de la misma se hallaba un crimen y en el otro una mancha de tinta sobre un
mantel, mancha en la cual nadie había reparado. En mi larga excursión por los sucios cami-
nos de este mundo pequeño y cochino, no encontré jamás cosa alguna que mereciera ser
llamada una menudencia. Antes de avanzar un solo paso en este asunto, tenemos que averi-guar qué falda fue la que originó esa mancha y establecer sin lugar a dudas cuánto tiempo
permaneció húmeda la puerta.
El señor Inspector —aceptando un tanto de mala gana la reprimenda— le preguntó si había
que citar a las mujeres. El Sargento Cuff, luego de reflexionar durante un breve instante,
suspiró y sacudió negativamente la cabeza.
—No —dijo—; aclararemos primero la cuestión de la pintura. En lo que a ella concierne,
sólo caben un sí o un no…, lo cual significa que será un asunto breve. En lo que respecta a
las mujeres, se trata en cambio de habérselas con faldas…, lo cual indica que el asunto será
largo. ¿A qué hora estuvieron las criadas en esta habitación, ayer a la mañana? ¿A las on-
ce… eh? ¿Se halla alguno de los presentes en condiciones de asegurar si se había ya secado
o no la pintura a las once de la mañana del día de ayer?
—Mr. Franklin Blake, el sobrino de Su Señoría, podrá informarlo—dije.
—¿Se encuentra en la casa dicho caballero?
Mr. Franklin se hallaba tan a mano como era posible, aguardando la oportunidad de ser
presentado al gran Cuff. Medio minuto más tarde se encontraba ya en la habitación, y le
daba las siguientes explicaciones:
—Esta puerta, Sargento —dijo—, ha sido pintada por Miss Verinder bajo mi dirección, con
mi ayuda y utilizando un excipiente creado por mí. Dicha sustancia se seca en doce horas,
cualquiera sea el color con que se mezcle la misma.
—¿Recuerda a qué hora dio término a la pintura de ese fragmento en que aparece la man-
cha, señor? —preguntó el Sargento.
—Exactamente —respondió Mr. Franklin—. Fue esa la última parte de la puerta que pin-
tamos. Queríamos que estuviese lista para el miércoles último y yo mismo la completé ha-
cia las tres de la tarde o quizá un poco más.
—Hoy es viernes —dijo el Sargento Cuff, dirigiéndose al Inspector Seegrave—. Llevemos
la cuenta, señor. A las tres de la tarde del día miércoles, ese fragmento de la puerta se ha-
llaba ya pintado. El excipiente se secó en doce horas… lo cual quiere decir que estaba seco
hacia las tres de la mañana del día jueves. A las once de la mañana del jueves realizó usted
aquí su indagación. Réstele tres a once y quedan ocho. Hacía ya ocho horas que la pintura
se había secado, señor Inspector, cuando usted pensó que las faldas de las criadas habían
hecho esa mancha.
¡Mr. Seegrave acababa de sufrir su primer knock-down! De no haber sido por la circunstan-
cia de que había hecho recaer antes las sospechas en la pobre Penélope, me hubiese apiada-
do de él.