Capitulo 20

2539 Words
Luego de haber aclarado la cuestión de la pintura, el Sargento Cuff dejó de lado inmedia- tamente a su colega, y se dirigió a Mr. Franklin por considerarlo su auxiliar más promete- dor. —Es un hecho evidente, señor —dijo—, que ha puesto usted el hilo en nuestras manos. Mientras estas palabras se deslizaban por sus labios se abrió la puerta de la alcoba y vimos llegar súbitamente a Miss Raquel. Se dirigió al Sargento, sin advertir, al parecer, o no tomando en cuenta, el hecho de que se trataba de un perfecto desconocido para e]la. —¿Dice usted —le preguntó, indicando a Mr. Franklin— que él acaba de colocar el hilo en sus manos? —Ésta es Miss Verinder —murmuré a espaldas del Sargento. —Este caballero, señorita —dijo el Sargento, estudiando minuciosamente con sus ojos gri- ses y acerados el semblante de mi joven ama—, ha colocado, posiblemente, el hilo en nues- tras manos. Volviéndose, trató ella de mirar hacia Mr. Franklin. Digo trató, porque repentinamente vol- vió sus ojos hacia otra parte, antes de que sus ojos se encontraran. Su mente parecía hallarse extrañamente perturbada. Enrojeció y luego empalideció de nuevo. Y con su palidez, una nueva expresión surgió en su rostro, una expresión que me hizo estremecer. —Habiendo respondido a su pregunta, señorita —dijo el Sargento—, le ruego ahora que conteste a su vez a la nuestra. Hay una mancha en la pintura de su puerta. ¿Sabe usted, aca- so, cuándo fue hecha, o quién la hizo? En lugar de responder, Miss Raquel prosiguió con sus preguntas, como si no le hubieran hablado o no hubiese escuchado las palabras. —¿Es usted otro funcionario policial? —le preguntó. —Soy el Sargento Cuff, señorita, de la Policía de Investigaciones . —¿Tomará usted en cuenta el consejo de una joven? —Me sentiré muy complacido en escucharla, señorita. —Haga usted el trabajo por sí mismo… ¡y no permita que Mr. Franklin Blake lo ayude! Dijo tales palabras con tanto rencor, de una manera tan salvaje y extraordinariamente abrupta y con tan mala intención respecto a Mr. Franklin, tanto en la voz como en la mira- da, que a pesar de haberla conocido yo desde niña y de amarla y honrarla casi tanto como a mi ama, me sentí por primera vez en mi vida avergonzado de la conducta de Miss Raquel. La mirada inmutable del Sargento Cuff no se desvió un palmo del rostro de ella. —Gracias, señorita —dijo—. ¿Sabe usted algo respecto a esa mancha? ¿No pudo haberla hecho usted misma, por casualidad? —Nada sé respecto a esa mancha. Luego de esta réplica abandonó el cuarto, encerrándose nuevamente en su alcoba. Esta vez pude oír —tal como Penélope la había oído anteriormente— cómo estallaba en sollozos en cuanto se encontró sola de nuevo. No me atreví a mirar al Sargento… Dirigí mi vista hacia Mr. Franklin, que era quien se hallaba más próximo a mí. Me pareció que su angustia respecto a lo ocurrido era más honda que la mía. —Le dije antes que me hallaba preocupado por ella —dijo—. Ahora sabe usted por qué. —Miss Verinder parece un tanto contrariada por la pérdida de su diamante—observó el Sargento—. ¡Se explica, se explica! Es una gema valiosa. He aquí la disculpa que yo había ideado para justificar su conducta (cuando se olvidó de sí misma el día anterior delante del Inspector Seegrave), lanzada otra vez por un hombre que no podía tener en absoluto el interés que yo tenía por justificarla… ¡puesto que no era más que un perfecto desconocido para ella! Una especie de frío temblor me acometió a través de todo el cuerpo: algo que no pude explicarme en ese instante. Ahora sé que en ese momento debí haber sospechado por vez primera la existencia de una luz nueva (de una luz espanto- sa), que acababa de caer súbitamente sobre el asunto entre manos, en la mente del Sargento Cuff… pura y exclusivamente a consecuencia de lo que él acababa de descubrir con su mi- rada en el rostro de Miss Raquel y de lo que acababa de oír de labios de la misma Miss Ra- quel en esa primera entrevista. —La lengua de una joven es un órgano privilegiado, señor —le dijo el Sargento a Mr. Franklin—. Olvidemos lo pasado y vayamos directamente a nuestro asunto. Gracias a usted sabemos a qué hora se hallaba seca la pintura. Lo que ahora hay que averiguar es cuándo fue vista por última vez la puerta sin esa mancha. Tiene usted una cabeza entre los hom- bros… y comprenderá, pues, lo que le quiero decir. Mr. Franklin, recobrándose, logró desasirse de la influencia de Miss Raquel, para retornar al asunto entre manos. —Creo que lo entiendo —dijo—. Cuanto más reduzcamos esa cuestión que se refiere al tiempo, más limitado será el campo en que se desarrolle la investigación. —Así es, señor —dijo el Sargento—. ¿Echó usted una ojeada a su trabajo, luego de haberlo terminado, el miércoles por la tarde? Mr. Franklin respondió, sacudiendo la cabeza: —No podría asegurarlo. —¿Y usted? —inquirió el Sargento Cuff, volviéndose hacia mí. —Yo tampoco podría asegurarlo, señor. —¿Quién fue la última persona que estuvo en esta habitación el miércoles por la noche? —Creo que Miss Raquel, señor. Mr. Franklin intervino para decir: —O posiblemente su hija, Betteredge. Volviéndose hacia el Sargento Cuff le explicó que mi hija era la doncella de Miss Verinder. —Mr. Betteredge, dígale a su hija que suba. ¡Un momento! —me dijo el Sargento lleván- dome hacia la ventana y fuera del alcance del oído de los demás—. El Inspector local — prosiguió en un cuchicheo— me ha hecho llegar un amplio informe respecto a la manera en que ha conducido este asunto. Entre otras cosas y según lo admite él mismo, ha convulsio- nado a la servidumbre. Se hace imprescindible devolverles la tranquilidad. Dígale a su hija y a los criados restantes estas dos cosas a las que acompaño mis felicitaciones: primero, que no he encontrado prueba alguna, hasta ahora, de que el diamante haya sido robado, y que lo único que sé es que el diamante se ha perdido. Y segundo, que mi labor aquí, en lo que concierne a la servidumbre, se circunscribirá, simplemente, a pedirles que unan sus esfuer- zos y me ayuden a dar con la gema. Mi experiencia respecto a la servidumbre, abonada por lo que vi cuando el Inspector See- grave les prohibió la entrada en sus habitaciones, me ofreció ahora la oportunidad de inter- venir. —Me atreveré a pedirle, Sargento, que me permita hacerle a las mujeres un tercer anuncio —le dije—. ¿Se las autorizará, con su consentimiento, a que suban y bajen las escaleras cuando quieran y entren y salgan de sus habitaciones cuando lo deseen? —Gozarán de entera libertad —dijo el Sargento —Eso es lo que habrá de calmarlos a todos, señor —observé—, desde la cocinera hasta el último galopín de la cocina. —Vaya y hábleles de una vez, Mr. Betteredge. Así lo hice antes de que hubiesen transcurrido cinco minutos. Sólo se presentó una dificul- tad y esto ocurrió cuando les hablé de los dormitorios. A un gran esfuerzo se vio sometida mi autoridad cuando, en mi carácter de jefe de la servidumbre, hube de impedir que la población femenina de la casa se lanzara detrás de mí y Penélope escaleras arriba, pues todas querían desempeñar su papel de testigos voluntarios y lanzarse ansiosa y febrilmente en ayuda del Sargento Cuff. Éste pareció simpatizar con Penélope. Perdió un tanto su melancolía y cobró casi el aspecto que tuviera cuando advirtió la rosa almizclera en el jardín. He aquí la declaración de mi hija, tal cual le fue arrancada por el Sargento. En mi opinión, llenó muy bien su cometi- do…, pero, ¡vaya!, se trata de mi hija: nada hay en ella que la asemeje a su madre; ¡gracias a Dios, nada que la recuerde! Deposición de Penélope: Habiéndose sentido profundamente interesada por la decoración de la puerta, se ofreció para mezclar los colores. Recordaba el fragmento situado inmedia- tamente debajo de la cerradura, por haber sido ése el último sitio que fue pintado. Había mirado hacia allí varias horas más tarde, sin advertir mancha alguna. Estuvo en el lugar por última vez a las doce de la noche, sin percibir, tampoco, ninguna mancha. A esa hora le dio las buenas noches a su joven ama en su dormitorio, oyó las campanadas del reloj del bou- doir; se hallaba en ese instante con la mano en el picaporte de la puerta recién pintada; sa- bía que la pintura estaba húmeda (ya que ayudó a la tarea de pintarla, mezclando los colo- res, como se ha dicho); trató, por lo tanto, en lo posible de no tocarla; podía jurar que levan- tó sus faldas en ese instante y que no existía entonces mancha alguna en la pintura; pero no podía jurar en cambio que no la hubiera rozado involuntariamente con sus ropas al salir; se acordaba de su traje de entonces, porque era nuevo y le había sido regalado por Miss Ra- quel; su padre se acordaba de ello y podría confirmarlo, por su parte; pudo hacerlo, en efec- to y se mostró dispuesto a ello, después de haber ido en busca del vestido; su padre recono- ció que ése era el traje que llevaba aquella noche; en el examen de las faldas, tarea prolon- gada a causa de la longitud del vestido, ni la sombra de una mancha se descubrió en parte alguna. Y aquí termina la deposición de Penélope, bastante buena y convincente, por otra parte. Firmado: Gabriel Betteredge. El próximo paso del Sargento fue preguntarme si era posible que algún perro grande que hubiera en la casa hubiese penetrado en la habitación y cometido el daño al agitar su cola. Al asegurársele que tal cosa era imposible, mandó buscar un vidrio de aumento y se esforzó por estudiar el aspecto de la mancha. Ningún dedo humano había dejado su marca en la pintura. Según todas las apariencias, la pintura había sido manchada por alguna pieza flo- tante del traje de alguien que rozó la puerta al pasar por allí. Esa misma persona, si se rela- cionaban las deposiciones respectivas de Penélope y Mr. Franklin, debió haberse hallado en la habitación y cometido el daño entre la medianoche y las tres de la mañana del día jueves. A esta altura de la investigación el Sargento Cuff advirtió que cierto individuo, llamado el Inspector Seegrave, hallábase aún en el aposento, y resolvió entonces efectuar una síntesis de sus procedimientos, en beneficio de su colega, de la siguiente manera: —Eso que usted llamó una menudencia, señor Inspector —díjole el Sargento, señalando la mancha de la puerta—, ha adquirido cierta importancia desde el instante en que usted se fijó en ella por última vez. En el estado actual de la investigación y según mi opinión; pue- den hacerse tres descubrimientos tomando a esa mancha como punto de partida. Averigüe usted, primeramente, si hay en la casa algún traje que ostente una huella de pintura. Luego, a quién pertenece dicho traje. Y, por último, trate de lograr que esa persona explique por qué se encontraba en dicha habitación entre la medianoche y las tres de la mañana y cómo fue que manchó la puerta. Si esa persona no logra satisfacer sus deseos, no tendrá usted entonces que dedicarse por más tiempo a la búsqueda de la mano que se apoderó del dia- mante. En tal caso, si no le es molesto, tomaré el asunto por mi cuenta y no lo detendré aquí por más tiempo, impidiéndole el atender sus labores cotidianas en la ciudad. Veo que ha traído usted a uno de sus subalternos. Déjelo a mi disposición por si lo necesito… y permí- tame desearle a usted muy buenos días. Grande era la estima que el Inspector Seegrave sentía por el Sargento, pero mayor era aún la que experimentaba hacia sí mismo. Golpeado duramente por el famoso Cuff, decidió devolverle el golpe elegantemente, poniendo en juego todo su ingenio, en el instante de abandonar la habitación. —Hasta ahora me he abstenido de expresar opinión alguna —dijo el Inspector con su voz de militar todavía incólume—. Sólo quiero hacer notar ahora, en el momento de abandonar este caso en sus manos, una cosa. Lo que pasa, Sargento, es que se está viendo una montaña donde no hay más que una cueva de topo. Buenos días. —Lo que pasa es que no ve usted más que una cueva de topo, porque su cabeza se halla demasiado en lo alto para poder distinguir la cosa. Y luego de haber devuelto el cumpli- miento de su colega en esta forma, el Sargento Cuff giró sobre sus talones y se dirigió hacia la ventana. Mr. Franklin y yo aguardamos para ver qué ocurría ahora. El sargento permaneció junto a la ventana mirando hacia afuera con las manos en los bolsillos y silbando la melodía de "La última rosa del verano", suavemente, para sus propios oídos. En los procedimientos que se sucedieron más tarde tuve ocasión de comprobar que al distraerse no iba nunca más allá del silbido, en los momentos en que se hallaba más concentrado en su labor y siguiendo palmo a palmo el sendero que lo conduciría hacia sus fines últimos; en tales ocasiones "La última rosa del verano" le servía evidentemente de ayuda y estímulo. Creo que esa canción con- cordaba con su carácter. Le recordaba, sin duda, a sus rosas predilectas, y cuando él la sil- baba, se convertía en la más melancólica de las canciones. Volviéndose desde la ventana, un minuto o dos más tarde se dirigió el Sargento hacia el centro de la habitación, y se detuvo allí enfrascado en sus ideas y con la vista fija en la puerta del dormitorio de Miss Raquel. Luego de un instante volvió en sí y asintió con la cabeza, diciendo tan sólo: —¡Con eso basta! Y, dirigiéndose a mí, preguntó si sería posible hablar durante diez minutos con el ama, en el momento que ella considerase más conveniente. Mientras abandonaba la habitación para transmitir este mensaje, oí que Mr. Franklin le di- rigía al Sargento una pregunta, por lo cual decidí detenerme en el umbral para captar la respuesta. —¿Se halla usted ya en condiciones —inquirió Mr. Franklin— de decir quién ha robado el diamante? —El diamante no ha sido robado —replicó el Sargento Cuff. Sacudidos por tan extraordinaria opinión, le preguntamos ansiosos qué quería significar con tales palabras. —Hay que aguardar todavía un poco —dijo el Sargento. Las piezas de este rompecabezas se hallan completamente dispersas aún.
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