Capitulo 9

1910 Words
Me hallaba aún en esa situación embarazosa y deseando ardientemente encontrarme por un instante a solas para poner en orden mis pensamientos, cuando me crucé en el camino con mi hija Penélope (exactamente de la misma manera que acostumbraba cruzarse su difunta madre conmigo en la escalera) e instantáneamente me emplazó a que la pusiera al tanto de todo lo que habíamos hablado Mr. Franklin y yo. En tal circunstancia no cabía otra cosa que echar mano del matacandelas para apagar al punto su curiosidad. En consecuencia le dije que, luego de haber estado comentando con Mr. Franklin la política extranjera, y al no tener ya más nada que decir, nos quedamos dormidos bajo los cálidos rayos del sol. Ensa- yen esta respuesta cada vez que su hijo o su esposa los molesten con alguna pregunta emba- razosa, en cualquier instante igualmente difícil, y tengan la plena seguridad de que siguien- do los dictados de su dulce naturaleza, los habrán de besar, difiriendo la cosa para la próxi- ma oportunidad que se les ofrezca. La tarde siguió su curso y, a su debido tiempo, regresaron el ama y Miss Raquel. De más está decir que se asombraron en forma extraordinaria, al enterarse de que Mr. Fran- klin había llegado ya y partido, de nuevo, a caballo. De más está también añadir que ellas me hicieron seguidamente varias preguntas embarazosas y que lo de la "política exterior" y lo del "sueño al sol" no surtió efecto alguno, esta segunda vez, en el caso de ellas. Luego de haber agotado toda mi inventiva les dije que al arribo de Mr. Franklin en el tren de la ma- ñana había que clasificarlo como uno de sus tantos caprichos. Interrogado respecto a si su viaje a caballo debía ser considerado, también, como un capricho, respondí: —Sí, también. De esta manera eludía, en mi opinión muy hábilmente, la cuestión planteada. Después de haber sorteado el obstáculo constituido por las señoras, me hallé aún frente a nuevas dificultades al retornar a mi cuarto. Allí fui visitado por Penélope, la cual — siguiendo los dictados de su dulce naturaleza de mujer— me besó, volviendo a diferir la cosa para próxima ocasión, y —con la curiosidad, también natural de las mujeres— me hizo otra pregunta. Sólo me pedía ahora que le dijera qué es lo que ocurría con nuestra se- gunda criada, Rosanna Spearman. Luego de dejarnos a Mr. Franklin y a mí en las Arenas Temblonas, parece que aquélla ha- bía regresado a la casa en un estado de indecible agitación. Exhibió sucesivamente (de creerla a Penélope) todos los colonos del arco iris. Se había mostrado alegre sin ningún motivo y triste, también, sin causa alguna. Contenien- do el aliento le había hecho a Penélope mil preguntas en torno a Mr. Franklin Blake y ja- deando de cólera se había opuesto a ella cuando dio a entender Penélope que era imposible que un caballero desconocido sintiera interés alguno hacia ella. Se la había sorprendido, ya sonriendo, ya garrapateando el nombre de Mr. Franklin en su costurero. Se la observó, tam- bién, llorando frente al espejo y contemplando en él su hombro deforme. ¿Se conocían aca- so Mr. Franklin y ella desde antes? ¡Imposible! ¿Había oído alguna vez el uno del otro? Yo expresé que el asombro de Mr. Franklin, al ver cómo le clavaba la muchacha la mirada, había sido auténtico Penélope, por su parte, podía asegurarme que la curiosidad de Rosanna cuando le hizo las preguntas en torno a Mr. Franklin, había sido también genuina. La con- versación se iba tornando, por ese camino, extremadamente fatigosa, hasta que mi hija de- cidió poner súbitamente término a la misma, mediante una sospecha que sonó en mis oídos como la frase más monstruosa escuchada por mí hasta entonces. —¡Padre! —dijo Penélope muy seriamente—, esto sólo se puede explicar de una manera. ¡Rosanna se ha enamorado de Mr. Franklin Blake a primera vista! Sin duda habrán oído hablar de hermosas muchachas que se enamoran a primera vista y les ha parecido ésa la cosa más natural del mundo. Pero que una sirvienta sacada de un refor- matorio, con un rostro vulgar y un hombro deforme, se enamore a primera vista de un caba- llero que viene a visitar a su ama, me parece, por lo absurdo, algo que puede parangonarse con la más absurda fábula que haya podido urdirse en el seno de la Cristiandad, si es que hay alguna para establecer la comparación. Me reí hasta que las lágrimas rodaron por mis mejillas. Penélope se resintió, en una forma un tanto extraña, por esa alegría. —Nunca fuiste tan cruel anteriormente —me dijo, y me abandonó en silencio. Sus palabras cayeron sobre mí como un chorro de agua fría. Me reproché a mí mismo el haberme sentido incómodo cuando ella pronunció tales palabras… pero eso es lo que había ocurrido. Cambiaremos de tema, si les place. Lamento haber divagado y escrito lo que aca- bo de escribir, pero he tenido mis razones para hacerlo, como ustedes han de comprobarlo cuando hayamos avanzado un trecho más allá en nuestro relato. Llegó la noche y se oyó sonar la campanilla que indicaba que era ya hora de acicalarse para la cena, pero Mr. Franklin no había aún regresado de Frizinghall. Yo mismo le subí el agua caliente a su habitación, con la esperanza de oír, luego de tanta demora, alguna novedad relativa al asunto. Pero ante mi gran disgusto (y sin duda el de ustedes), nada importante ocurrió. No había encontrado a los hindúes ni a la ida ni a la vuelta. Después de entregar en el banco la Piedra Lunar —explicando tan sólo allí que se trataba de una gema valiosa—, recibió en cambio un recibo que aseguraba su custodia, el cual introdujo en su bolsillo. Bajé la escalera con la sensación de que era ése un epílogo más bien pobre, luego de la gran excitación que provocara en mí el diamante esa mañana. En lo que concierne al curso que siguió la entrevista sostenida por Mr. Franklin con su tía y mi prima, carezco de todos los detalles. Hubiera dado no sé qué por servir a la mesa ese día. Pero ocupando el puesto que desempe- ñaba en la casa, dicha faena (como no fuera en los festivales familiares) hubiera ido en desmedro de mi dignidad, ante los ojos de los otros criados… algo que mi ama consideraba que yo estaba siempre demasiado inclinado a hacer por mí mismo, sin necesidad de que ella me instigara por su parte a hacerlo. Las nuevas que llegaron hasta mí esa noche, desde las altas regiones de la casa, me fueron traídas por Penélope y el lacayo. Aquélla me dijo que nunca se preocupó Miss Raquel tanto por su peinado y que jamás la vio tan hermosa y lu- ciendo un aspecto tan lozano como cuando descendió la escalera para ir al encuentro de Mr. Franklin Blake en la sala. El lacayo manifestó que el conducirse de manera respetuosa ante sus superiores y el atender a Mr. Franklin durante la comida constituyeron dos de las cosas más difíciles de conciliar que jamás debió afrontar en su vida de criado. Avanzada la noche, se los oyó cantar y ejecutar duetos, en medio de los cuales surgía la voz aguda y alta de Mr. Franklin y por encima de ella el registro aún más agudo y alto de Miss Raquel, mientras mi ama los seguía en el piano, como en una carrera a través de zanjas y vallas, y sentimos la alegría de saberlos a salvo, de la manera más maravillosa y agradable de oír a través de las ventanas que se abrían en la noche, sobre la terraza. Posteriormente me dirigí hacia Mr. Franklin, que se encontraba en el salón de fumar, con la soda y el brandy, y puede advertir entonces que Miss Raquel le había hecho olvidar enteramente el diamante. "¡Es la muchacha más hermosa que he visto desde mi regreso a Inglaterra!", fue todo lo que logré sacarle, luego de haberme esforzado por llevar la conversación hacia un plano más serio. Al llegar la medianoche efectué mi ronda habitual por la casa, acompañado por el segundo doméstico Samuel, el Iacayo, con el fin de cerrar las puertas. Una vez que las hube cerrado todas, excepto la que se halla hacia un costado y que da sobre la terraza, envié a dormir a Samuel y salí para aspirar una bocanada de aire fresco, antes de irme, a mi vez, a la cama. Era una noche serena y profunda y la luna brillaba en todo su apogeo. Tan hondo era el silencio allí fuera, que de tiempo en tiempo podía oírse, muy tenue y suavemente, la caída del agua del mar, la cual, luego de recorrer las ondulaciones de la costa, descendía hasta el banco de arena situado en la boca de nuestra pequeña bahía. Dada la ubicación de la finca, la terraza era el lugar más oscuro de la misma en ese momento, pero la enorme luna bañaba ampliamente el sendero de grava que corría desde el otro extremo de la casa hasta la terra- za. Mirando hacia el camino, luego de haberlo hecho hacia lo alto, dieron mis ojos con una sombra humana, proyectada por la luz de la luna desde detrás de la esquina de la casa. Viejo y astuto como soy, me abstuve de llamar a nadie; pero viejo y pesado a la vez, por desgracia me delataron mis pasos sobre los guijarros. Antes de que pudiera escurrirme de sopetón en torno a la esquina del edificio, como había sido mi intención, pude oír como unos pies más veloces que los míos —más de un par, me pareció—, se retiraban de allí pre- surosos. Al llegar a aquel sitio, los intrusos, quienesquiera que ellos hubieran sido, habían alcanzado ya los arbustos que se encuentran hacia el costado derecho del camino y se ha- bían ocultado entre los frondosos árboles y arbustos que se yerguen en dicho lugar. Desde la arboleda podían escapar fácilmente, luego de trasponer la cerca, hacia el camino exterior. De haber tenido cuarenta años menos, hubiese podido, quizá, darles caza antes de que hi- cieran abandono de la finca, pero no siendo ése el caso, decidí marchar en busca de otras piernas más ágiles que las mías. En el mayor silencio —nos armamos, Samuel y yo, con dos escopetas, y dando un rodeo en torno de la casa, nos dirigimos luego en dirección a los arbustos. Después de asegurarnos de que no había un solo ser humano acechando en nues- tras tierras, retornamos a la casa. Al pasar ahora por la senda en la cual había visto yo la sombra, descubrí un pequeño objeto que brillaba sobre la límpida grava, a la luz de la luna. Al levantarlo comprobé que se trataba de una pequeña botella que contenía un líquido espe- so de agradable fragancia y n***o como la tinta. Nada le dije a Samuel. Pero al recordar las palabras de Penélope relativas a los escamotea- dores y al líquido que fuera vertido en la mano del muchacho, barrunté que acababa de ahuyentar a los tres hindúes, dedicados esa noche a acechar a las gentes de la casa y dar con el paradero del diamante, de acuerdo con sus tácticas paganas.
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