Encontré a mi ama en su gabinete. Se estremeció y pareció sentirse molesta cuando le
anuncié que el Sargento Cuff deseaba hablar con ella.
—¿Es necesario que lo vea? —me preguntó—. ¿No podría usted representarme, Gabriel?
Yo fui incapaz de comprender lo que quería decirme y debo de haber mostrado esa incapa-
cidad en mi semblante en forma muy visible. Mi ama fue tan bondadosa como para expli-
carse.
—Mucho me temo que mis nervios no se hallen bien —me dijo—. Hay algo en ese policía
londinense que me repele… No sé por qué. Tengo el presentimiento de que ha de traer con-
sigo la miseria y el dolor a esta casa. Sin duda es una gran tontería y algo que no está de
acuerdo con mi carácter…, pero así es.
Apenas si supe qué responder a esto. Cuanto más reparaba yo en el Sargento Cuff, tanto
más me agradaba su persona. Mi ama se reanimó un tanto luego de haberme abierto su co-
razón, pues se trataba, como ya he tenido ocasión de afirmarlo, de una mujer de gran coraje.
—Si es menester que lo vea, lo veré —dijo—. Pero no me atrevo a hacerlo a solas. Tráigalo
aquí, Gabriel, y permanezca luego con nosotros mientras dure la entrevista.
Era ésta, que yo recuerde, la primera jaqueca sufrida por mi ama desde los días de su juven-
tud.
Regresé al boudoir.
Mr. Franklin, paseándose fuera de la casa, fue al encuentro de Mr. Godfrey, que se hallaba
en el jardín, próxima ya la hora de la partida de éste. El Sargento Cuff y yo nos dirigimos
directamente hacia la habitación del ama.
¡Afirmo que mi ama palideció aún más al verlo! Dominándose a sí misma, en otro plano, le
preguntó no obstante al Sargento si tenía que hacer alguna objeción respecto a mi presencia
en el lugar. Fue tan buena como para añadir a esas palabras que yo era su consejero de confianza tanto como su más viejo criado y que en lo que se refería a la casa no había persona
cuya opinión resultara más provechosa. El Sargento replicó cortésmente que había de con-
siderar mi presencia en el lugar como un favor, ya que habría de referirse en esta conversa-
ción a la servidumbre en general y yo le había prestado anteriormente con mi experiencia
cierta ayuda en tal sentido. El ama nos indicó dos sillas y nos dispusimos a iniciar la confe-
rencia de inmediato.
—Ya he hecho mi composición de lugar en lo que se refiere a este asunto —dijo el Sargen-
to Cuff—, y le ruego a Su Señoría me permita reservarme por el momento mi opinión. Lo
que debo decir ahora se refiere a lo que he descubierto arriba, en la sala privada de Miss
Verinder, y a lo que he resuelto hacer, con el permiso de Su Señoría, inmediatamente.
Entrando en seguida en materia aludió a la mancha de la puerta y dio a conocer las conclu-
siones extraídas frente a esa circunstancia, exactamente las mismas, sólo que expresadas en
una forma mucho más respetuosa que las que le diera a conocer a Mr. Seegrave.
—Sólo hay —dijo para concluir— una cosa cierta. Y es que el diamante ha desaparecido de
la gaveta del bufete. Existe otro detalle que se le aproxima en verosimilitud. La mancha de
la puerta debe de haber sido producida por alguna pieza flotante del traje de cierta persona
de esta casa. Es menester dar con esa pieza, antes de avanzar un solo paso en este asunto.
—¿Y ese descubrimiento —observó mi ama— implicará, sin duda, el descubrimiento del
ladrón?
—Con el permiso de Su Señoría…, me atreveré a decir que yo no he dicho que el diamante
haya sido robado. Sólo afirmo, por el momento, que se ha perdido. El hallazgo del traje
manchado puede ponernos sobre la pista.
Mi ama dirigió su vista hacia mí.
—¿Comprende usted esto? —dijo.
—El Sargento Cuff lo comprende, señora —respondí.
—¿De qué medios se valdrá usted para dar con el traje manchado? —inquirió el ama, diri-
giéndose una vez más al Sargento—. Mi buena servidumbre, que se halla bajo mis órdenes
desde hace muchos años, ha tenido que sufrir, me avergüenza el decirlo, que sus arcas y
habitaciones fueran registradas ya por el otro funcionario. No puedo ni habré de permitir
que se les infiera de nuevo ese agravio.
(¡He ahí una ama que merecía ser servida! ¡He ahí el caso de una mujer entre mil, si les
parece!)
—De eso es de lo que le quería hablar, precisamente, a Su Señoría —dijo el Sargento—. El
otro policía ha entorpecido enormemente el curso de la investigación al hacer que los cria-
dos comprobaran que sospechaba de ellos. Si les doy motivo para que piensen otra vez lo
mismo, no pocos habrán de ser los obstáculos que arrojen ellos en nuestro camino… principalmente las mujeres. Al mismo tiempo debo decirle que sus arcas tendrán que ser regis-
tradas de nuevo… por la sencilla razón de que antes se lo hizo para dar con el diamante y
ahora habrá que hacerlo para buscar ese traje manchado. Estoy enteramente de acuerdo con
usted, respecto a que deben consultarse los sentimientos de la servidumbre. Pero al mismo
tiempo me siento en la misma medida convencido de que los guardarropas de los criados
tienen que ser registrados.
El asunto parecía haber llegado a un punto muerto. Mi ama se refirió a ello en un lenguaje
más refinado que el mío.
—Tengo un plan para afrontar esa dificultad —dijo el Sargento Cuff—, si es que Su Seño-
ría lo aprueba. Me propongo explicarle el caso a la propia servidumbre.
—Las mujeres pensarán en seguida que se sospecha de ellas —dije, interrumpiéndolo.
—Las mujeres no sospecharán nada, Mr. Betteredge —replicó el Sargento—, si les digo
que revisaré los guardarropas de todas las personas —desde el ama hasta el último criado—
que durmieron aquí la noche del miércoles. Es una mera formalidad —añadió, mirando de
soslayo al ama—, que los criados aceptarán como algo equitativo, ya que se los colocará en
el mismo nivel que sus superiores; y así es como en lugar de obstaculizar la investigación,
harán una cuestión de honor del hecho de cooperar en la pesquisa.
Yo reconocí la razón que le asistía. También mi ama, luego de la sorpresa del primer mo-
mento, lo reconoció.
—¿Considera usted necesario ese registro? —dijo.
—Me parece el camino más corto para llegar, señora, al fin propuesto.
Mi ama se levantó para tocar la campanilla en demanda de su doncella.
—Les hablará usted a los criados —dijo— con las llaves de mi guardarropa en la mano.
El Sargento Cuff la detuvo, con una pregunta extraordinariamente inesperada.
—¿Por qué no nos aseguramos primero —le preguntó— si las otras damas y los caballeros
están dispuestos a hacer lo mismo?
—La única otra dama de la casa es Miss Verinder —le respondió el ama, mirándolo sor-
prendida—. Los únicos caballeros que hay aquí son mis sobrinos, Mr. Blake y Mr.
Ablewhite. No hay por qué temer en lo más mínimo una negativa de parte de cualquiera de
los tres.
A esta altura de la conversación le recordé a mi ama que Mr. Godfrey se hallaba a punto de
partir. Apenas acababa de decirlo, cuando el propio Mr. Godfrey golpeó a la puerta para
despedirse; venía seguido de Mr. Franklin, quien lo acompañaría hasta la estación. Mi ama
les explicó lo que ocurría. Mr. Godfrey resolvió en seguida la dificultad. Le ordenó a Samuel desde la ventana que volviera a subir su maleta y puso luego la llave en manos del
Sargento Cuff.
—Mi equipaje puede seguirme a Londres —dijo— cuando haya terminado el registro.
El Sargento recibió la llave excusándose de manera oportuna.
—Lamento provocarle esta incomodidad, señor, para llenar una mera formalidad; pero el
ejemplo de sus superiores servirá para reconciliar de manera maravillosa a los criados con
esta pesquisa.
Mr. Godfrey, luego de pedirle permiso al ama de la manera más simpática, le dejó un men-
saje de despedida a Miss Raquel, a través de cuyos términos se me hizo patente que no ha-
bía tomado por un no la respuesta que ella le diera y que pensaba poner nuevamente sobre
el tapete la cuestión del matrimonio, en la primera oportunidad. Mr. Franklin, mientras iba
en pos de su primo hacia afuera, informó al Sargento que todas sus ropas se hallaban a su
disposición y que nada de lo que le pertenecía se hallaba bajo llave. El Sargento Cuff reco-
noció en la forma más elocuente el valor de su gesto. Como habrán visto ustedes, su punto
de vista había sido aceptado sin la menor vacilación tanto por mi ama como por Mr.
Godfrey y Mr. Franklin. Solo faltaba ahora que Miss Raquel siguiera el ejemplo de ellos
para citar a la servidumbre y dar comienzo a la búsqueda del traje manchado.
La inexplicable objeción que mi ama le hacía al Sargento pareció influir para que la confe-
rencia se tornara más desagradable que nunca para ella, en cuanto nos encontramos solos de
nuevo.
—Espero que, una vez que le haya enviado abajo las llaves de Miss Verinder —le dijo—,
habré ya cumplido con todo lo que usted exige de mí, por el momento.
—Usted dispense, señora —dijo el Sargento—. Pero antes de comenzar el registro, quisiera
tener en mis manos, si le parece conveniente, el libro donde se inscriben las ropas que se
dan a lavar. Es posible que esa pieza del traje sea una prenda de lino. Si la búsqueda que
estamos por efectuar fracasa tendré que hacer un recuento de toda la ropa blanca que hay en
la casa, como así también de la que se ha enviado a lavar. Si se demuestra que falta alguna
prenda, podremos sospechar, al menos, que la mancha se encuentra en ella y que la ha he-
cho desaparecer deliberadamente, ayer u hoy, el propietario de la misma. El Inspector See-
grave —añadió el Sargento, volviéndose hacia mí— dirigió la atención de las criadas hacia
esa mancha, cuando se agolparon en la habitación el jueves por la mañana. Esa puede haber
sido, Mr. Betteredge, una equivocación más entre las muchas cometidas por él.
Mi ama me ordenó que hiciera sonar la campanilla y mandase traer el libro requerido. Y
permaneció con nosotros hasta que la orden se hubo cumplido, por si el Sargento Cuff tenía
alguna pregunta que hacerle, luego de examinado el libro.
Rosanna Spearman fue quien lo trajo. La muchacha había bajado para desayunarse esa ma-
ñana, terriblemente pálida y macilenta, pero lo suficientemente repuesta de su enfermedad
del día anterior, como para poder cumplir con sus labores cotidianas. El Sargento Cuff dirigió su vista atenta hacia nuestra segunda doncella…, mirándola a la cara cuando entró, y
reparando en su hombro encorvado cuando salió.
—¿Tiene usted algo más que decirme? —le preguntó mi ama, ansiosa como nunca por des-
prenderse de la compañía del Sargento.
El gran Cuff abrió el libro del lavado, se compenetró perfectamente de su contenido y lo
volvió a cerrar.
—Me atreveré a molestar a Su Señoría con una última pregunta —dijo—. La joven que
acaba de traernos este libro, ¿es tan antigua en la casa como las otras criadas?
—¿Por qué me lo pregunta? —dijo mi ama.
—La última vez que la vi —replicó el Sargento— se hallaba encarcelada por hurto.
Luego de esto no había más remedio que decirle la verdad. Mi ama recalcó vigorosamente
la buena conducta observada por Rosanna a su servicio y el inmejorable concepto que tenía
de ella la directora del Reformatorio.
—Espero que no sospechará usted de ella concluyó diciendo muy seriamente.
—Ya le he dicho a Su Señoría que hasta el momento no sospecho de ninguna persona de la
casa.
Después de esto mi ama se levantó para subir en busca de las llave de Miss Raquel. El Sar-
gento, que se había adelantado conmigo, le abrió la puerta y le hizo una leve inclinación de
cabeza. Mi ama se estremeció al pasar junto a él.
Aguardamos y aguardamos, pero las llaves no aparecieron. EL Sargento Cuff no me dijo
absolutamente nada. Volvió su melancólico rostro hacia la ventana, deslizó sus manos des-
carnadas en los bolsillos y comenzó a silbar para sí mismo y de manera triste "La última
rosa del verano".
Por último apareció Samuel, pero no con las llaves, sino con un recorte de papel que me
entregó. Yo empecé a buscar mis anteojos con cierta torpeza y embarazo, sintiendo todo el
tiempo los ojos melancólicos del Sargento posados sobre mí. Dos o tres líneas aparecían
escritas a lápiz en el papel con la letra de mi ama. A través de ellas me informaba que Miss
Raquel se rehusaba de plano a que fuese revisado su guardarropa. Cuando se le preguntó
por qué, había estallado en sollozos. Y al insistirse con la pregunta había respondido: "Por-
que no quiero. Cederé por la fuerza, si es que recurren a ella, pero de ninguna otra manera.”
Comprendí entonces por qué mi ama había evitado enfrentar al Sargento Cuff con esa res-
puesta de su hija. De no haber sido yo demasiado viejo para dejarme vencer por las gratas
flaquezas de la juventud, creo que hubiera enrojecido, por mi parte, ante la mera idea de
tener que enfrentar al Sargento.
—¿Algo nuevo respecto a las llaves de Miss Verinder? —preguntó el Sargento.