capitulo 13

2542 Words
Uno tras otro fueron llegando los huéspedes restantes, a partir del arribo de los Ablewhite, hasta quedar cubierto el número global de concurrentes. Incluyendo a los miembros de la familia, se contaban allí veinticuatro personas en total. Fue, en verdad, un noble cuadro el que ofrecieron todos ellos, luego de haber ocupado cada uno su sitio respectivo en torno de la mesa, y se vio levantarse al cura párroco de Frizinghall, quien, con elocuente palabra, bendijo la comida. No es necesario fatigar aquí al lector dando la nómina completa de los huéspedes, ya que no habrá de encontrarse con ninguno de ellos —en la parte de esta historia que me corres- ponde a mí narrar, por lo menos—, con la sola excepción de dos personas. Estas últimas se hallaban sentadas una a cada lado de Miss Raquel, quien, como reina de la reunión, constituía la máxima atracción de la fiesta. En esta ocasión había más motivos que nunca para considerarla el centro hacia el cual convergían todas las miradas, dado que, ante la desazón secreta de mi ama, lucía un maravilloso presente de cumpleaños que eclipsaba todo lo circundante: la Piedra Lunar. En el primer momento le había sido entregada en las manos sin ningún agregado, esto es, suelta, pero luego, ese genio universal que era Mr. Franklin halló la forma de fijarlo a manera de broche sobre la pechera del traje blanco de Miss Raquel, con la ayuda de sus pulcros dedos y de un pequeño trozo de hilo plateado. Todo el mundo expresó su asombro ante las peligrosas dimensiones y la belleza del dia- mante, por medio de las palabras que se acostumbra decir en tales casos. Las únicas perso- nas que se abstuvieron de decir vulgaridad alguna en torno al mismo fueron aquellos dos huéspedes que ya he mencionado y que se hallaban sentados, uno a la derecha y otro a la izquierda de Miss Raquel. El de la izquierda se llamaba Mr. Candy, era el médico de la familia y residía en Fri- zinghall. Se trataba de un hombrecillo agradable y cordial, con la desventaja, no obstante, debo reco- nocerlo, de que se mostraba, en y fuera de ocasión, demasiado dispuesto a regodearse con sus propias chanzas y entablar un tanto precipitadamente conversación con los extraños, antes de informarse debidamente respecto a su idiosincrasia. En sociedad no hacía más que cometer yerros y arrastrar a la gente hacia campos hostiles, sin proponérselo. Como médico se conducía con más prudencia, y echando mano instintivamente, como decían sus enemi- gos, de su discreción, lograba demostrar por lo general que se hallaba en lo cierto, cuando otros colegas suyos más cautos se equivocaban. Lo que él le dijo esa noche a Miss Raquel respecto al diamante, cobró como de costumbre la forma de una broma o una burla. Le rogó gravemente, en interés de la ciencia, que le permitiera llevárselo a su casa para hacerlo ar- der. —Primeramente, Miss Raquel —dijo el doctor—, lo someteremos a muy elevada tempera- tura y luego lo expondremos a una corriente de aire y así, poco a poco —¡puf!—, evapora- remos el diamante, ahorrándole a usted el trabajo de tener que custodiar tan valiosa gema. Mi ama, mientras lo escuchaba con expresión un tanto fatigada, parecía estar deseando que el doctor hablara en serio y que sus palabras fueran capaces de despertar en Miss Raquel el celo suficiente por la ciencia, como para inducirla a sacrificar su regalo de cumpleaños. El otro huésped, que se hallaba sentado a la derecha de la joven, era un célebre personaje: Míster Murthwaite, famoso por sus expediciones a la India, el cual, a riesgo de perder la vida, se había internado disfrazado en regiones donde ningún europeo posara jamás su plan- ta. Era alto y delgado, de tez morena, curtido y silencioso. Tenía el aspecto de un ser cansado y unos ojos firmes y atentos. Se decía que hastiado de la monótona existencia inglesa no deseaba otra cosa que volver a la brecha, para darse a vagar nuevamente por las zonas más salvajes de Oriente. Si se exceptúan las escasas palabras que cambió con Miss Raquel rela- tivas a la gema, dudo que haya pronunciado después de ello seis palabras o que haya bebido más de un vaso de vino durante la comida. La Piedra Lunar fue lo único que despertó en él una especie de curiosidad. La fama del diamante parecía haber llegado hasta sus oídos, en alguna de aquellas comarcas peligrosas visitadas por él durante sus correrías. Luego de ha- berlo observado en silencio durante tanto tiempo que Miss Raquel comenzó a sentirse con- fundida, dijo a ésta en un tono frío e inconmovible. —Si va usted alguna vez a la India, Miss Verinder, no lleve jamás el regalo de cumpleaños de su tío. Todo diamante indostánico suele hallarse vinculado a alguna religión de esos lu- gares. Conozco una ciudad, y en esa ciudad un templo, donde, aderezada como usted se halla ahora, su vida no tendría el más mínimo valor. Miss Raquel, a salvo en Inglaterra, sintió un gran placer al oír hablar del riesgo que corría en la India. Las mocetonas se regodearon aún más: dejando caer ruidosamente tenedores y cuchillos, prorrumpieron al unísono en vehementes exclamaciones: —¡Oh, qué interesante! Mi ama se agitó nerviosa en su asiento y cambió el tema de la conversación. A medida que la cena avanzaba llegué a darme cuenta, poco a poco, que esta fiesta no prosperaba en la medida en que lo habían hecho otras reuniones semejantes. Recordando ahora aquel día, y a la luz de lo que aconteció después, estoy casi tentado a pensar que la piedra maldita debió haber obrado como un influjo maligno sobre la reunión. Yo les serví el vino en abundancia y, aprovechando las prerrogativas de mi cargo, anduve en todo instante dando vueltas en torno de la mesa en pos de los platos que no merecían su aprobación y diciéndole confidencialmente a cada huésped: "Por favor, no lo mire así y pruébelo; estoy seguro de que le sentará a usted bien." Nueve de cada diez convidados cambiaban de opinión en consideración a su antiguo y ocurrente amigo Betteredge, según afirmaban complacidos—; no obstante, ello no dio ningún resultado. A medida que el tiem- po fue transcurriendo, se produjeron algunos intervalos de silencio, que me hicieron sentir- me incómodo. Cuando volvían a dirigirse la palabra lo hacían, inocentemente, de la peor manera y con escasa fortuna. Mr. Candy, el doctor, dijo, por ejemplo, las cosas más desdi- chadas que jamás lo oyera decir hasta entonces. Bastará un solo ejemplo de su manera de conducirse en tal ocasión, para dar una idea de lo mucho que sufrí yo junto al aparador, tomando tan a pecho como había tomado la idea de que la fiesta debía constituir un éxito. Se hallaba entre la concurrencia la digna señora de Threadgall, viuda del difunto profesor del mismo nombre. Esta buena señora tenía la costumbre de referirse en todo instante a su esposo, pero sin mencionarle nunca a su interlocutor la circunstancia de que aquél había muerto. Consideraba sin duda que toda persona adulta y físicamente capacitada, en Inglate- rra, se hallaba en la obligación de conocer tal cosa. En uno de esos intervalos de silencio a que ya me he referido, se le ocurrió a alguien poner sobre el tapete ese tema árido y un tan- to desagradable que es la anatomía, lo cual dio lugar a que Mrs. Threadgall trajera de inme- diato a colación, como era su costumbre, el nombre de su difunto marido, pasando por alto la circunstancia de su muerte. Afirmó que la anatomía era el pasatiempo favorito del profe-sor en sus momentos de ocio. Desgraciadamente Mr. Candy, que se hallaba sentado enfren- te de ella (e ignoraba la muerte del caballero), pudo oír lo que decía. Siendo, como era, el hombre más cortés del mundo, no dejó pasar la oportunidad que se le ofrecía de cooperar de inmediato a los esparcimientos anatómicos del profesor. —En el Colegio de Cirujanos acaban de recibir varios esqueletos de notable apariencia — dijo desde el otro lado de la mesa y en un tono alegre y ruidoso—. Le recomiendo encare- cidamente al profesor, señora, que en el primer momento libre vaya a hacerles una visita. El silencio que se hizo fue tal que hubiera podido oírse caer un alfiler. Los comensales, por respeto a la memoria del profesor, no dijeron una sola palabra. Yo me hallaba en ese instan- te a espaldas de Mrs. Threadgall, recomendándole confidencialmente un vaso de vino del Rin. Bajando la cabeza, dijo aquélla en voz muy baja: —Mi amado esposo ya no existe. El desdichado de Mr. Candy, sordo a tales palabras y muy lejos de sospechar, siquiera, la verdad, prosiguió hablando por encima de la mesa, más cortés y ruidoso que nunca. —El profesor quizá ignora —dijo— que una tarjeta de un m*****o del Colegio bastaría para facilitarle la entrada allí, cualquier día de la semana, excepto los domingos, de diez a cuatro. Mrs. Threadgall hundió aún más su barbilla en el escote y en voz más baja todavía repitió las solemnes palabras: —Mi amado esposo ya no existe. Yo le hice un guiño a Mr. Candy a través de la mesa. Miss Raquel lo rozó con su brazo. Mi ama le dijo las cosas más terribles con su mirada. ¡Todo fue inútil! Siguió hablando y ha- blando con una cordialidad que no se detenía ante nada. —Me sentiré muy complacido —dijo— de enviarle mi tarjeta al profesor, si me hace usted el favor de comunicarme su dirección actual. —Su dirección actual es el sepulcro —dijo Mrs. Threadgall, perdiendo súbitamente la pa- ciencia y hablando con un énfasis y una violencia que hicieron vibrar de nuevo el cristal de los vasos—. ¡El profesor ha muerto hace diez años! —¡Oh Dios santo! exclamó Mr. Candy. Si se exceptúan las dos mocetonas, que estallaron en una carcajada, se hizo un silencio tan profundo en la reunión, que fue como si todos los allí congregados hubieran seguido el ca- mino del profesor y moraran donde él moraba, esto es, en el sepulcro. Dejemos ya a Mr. Candy. Los restantes comensales se condujeron, cada cual a su manera, en la misma forma provocativa que el doctor. Cuando debían hablar, no lo hacían, y cuando abrían la boca era para hostilizarse mutuamente y sin descanso. Mr. Godfrey, que solía ser tan elocuente en público, declinó el hacer gala de tal cualidad en privado. Quizá se hallaba de mal humor o tal vez se sentía avergonzado, a causa de su derrota en el jardín de las ro- sas: no puedo afirmar ni lo uno ni lo otro. Toda su charla se circunscribió a las palabras que vertió secretamente al oído de la dama que se encontraba a su lado. Se trataba de una de las integrantes de una junta de mujeres… un ser espiritual que exhibía una hermosa clavícula y gran afición por el champaña: le agradaba seco y en abundancia. Como me hallaba próximo a ellos, junto al aparador, puedo dar fe, teniendo en cuenta lo que los oí decir mientras des- corchaba botellas, trinchaba al carnero o efectuaba cualquier otro menester por el estilo, que la reunión dejó escapar una gran oportunidad de levantar el tono general de la conver- sación. Lo que dijeron respecto a las obras de beneficencia realizadas por ambos no pude escucharlo. Cuando alcancé a oírlos, hacía ya tiempo que habían abandonado el tema acer- ca de las mujeres que debieran ser encerradas y de las que era necesario redimir, para em- peñarse en la discusión de asuntos más graves. Religión, creo haberlos oído decir mientras quitaba los corchos y trinchaba la carne, es sinónimo de amor. Y decir amor es decir reli- gión. La tierra es un paraíso un poco menos perfecto que el otro. Y el cielo, por otra parte, es una tierra refaccionada, que lo ha sido para que aparezca otra vez con el aspecto de una cosa nueva. Existía en el mundo cierto número de gentes indeseables, pero, para contrarres- tar tal cosa, todas las mujeres que habitaban en el paraíso habrían de integrar un prodigioso comité en el que jamás se producirían disensiones, siendo asistidas en sus tareas por los hombres, quienes actuarían a la manera de ángeles ejecutivos. ¡Muy hermoso! ¡Muy her- moso! Pero, ¿por qué se reservaba tan aviesamente Mr. Godfrey para sí mismo y su dama todas esas cosas? Mr. Franklin, insistirán ustedes, ¿no logró Mr. Franklin convertir esa reunión nocturna en una fiesta agradable? ¡Nada de eso! Recobrado enteramente, desplegó una energía y un buen humor maravillo- sos, al tanto como se hallaba, sin duda, sospecho que por medio de Penélope, del recibi- miento que se le dispensó a Mr. Godfrey en el jardín de las rosas. Pero, hablara lo que ha- blare, lo cierto es que, nueve de cada diez veces que tomaba la palabra, escogía un mal te- ma o se dirigía a quien no debía haberle hablado, lo cual dio por resultado que ofendiese siempre a alguno y dejara perplejos en todo momento a los demás. Su educación extranjera, las facetas germana, francesa e italiana de su carácter que ya he apuntado, se mostró nue- vamente ante la hospitalaria mesa de mi ama de la manera más embarazosa. ¿Qué piensan, por ejemplo, de la discusión promovida por él cuando inquirió hasta dónde debía una mujer casada demostrar su admiración por un hombre que no era su marido, de- jando caer en medio de la conversación y de acuerdo con su ingeniosa y franca modalidad francesa, el nombre de la tía soltera del vicario de Frizinghall? ¿Qué piensan de su actitud, cuando luego de sacar a relucir su yo germano, le dijo al señor de una heredad en el mo- mento en que éste, toda una autoridad en materia ganadera, hizo mención de su experiencia en el arte de criar toros, que, hablando con propiedad, la experiencia para nada contaba y que la mejor manera de criar un toro era concentrarse con la mayor energía en la idea de un toro perfecto y hacerlo surgir en carne y hueso de nuestra mente? ¿Qué opinan de lo que dijo cuando el representante del Condado, caldeado ya en el instante en que se servían el queso y la ensalada, estalló en esta forma, refiriéndose al incremento de la democracia en Inglaterra. "Si llegamos a perder alguna vez nuestras ancestrales garantías, ¿puede usted decirme, sir. Blake, qué nos quedará?" Este replicó entonces, sacando a relucir su yo ita- liano: "Nos quedarán tres cosas, señor: el Amor, la Música y la Ensalada." No solamente aterró a la concurrencia con tales exabruptos, sino que, volviendo a su yo inglés, a su debi- do tiempo, dejó de lado toda su suavidad extranjera y al hablar de la profesión médica afir- mó rotundamente cosas que ponían en ridículo a los médicos, sacando de sus casillas aun al pequeño y alegre Mr. Candy.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD