—Allá están el carnero asado y el budín aguardándote —le dije—. Entra a comer en segui-
da. ¡Eso es lo que ocurre cuando se medita con el estómago vacío, Rosanna!
Le hablé con severidad, naturalmente indignado, a esa altura de mi vida, ante una mucha-
cha de veinticinco años que hablaba de la muerte.
Pareció no oírme; colocándome una mano sobre el hombro me obligó a permanecer sentado
junto a ella.
—Creo que este sitio me ha embrujado —dijo—. Sueño con él todas las noches y pienso en
él cuando me hallo cosiendo. Usted sabe, Mr. Betteredge, que soy una persona agradeci-
da… y sabe también que trato de merecer la bondad suya y la confianza del ama. Pero al-
gunas veces me pregunto si no es ésta una vida demasiado tranquila y buena para una mujer
como yo, para una mujer que ha pasado por todo lo que yo he pasado, Mr. Betteredge…,
por todo lo que yo he pasado. Me encuentro más a solas allá, entre los demás criados, sa-
biendo, como bien sé, que no soy igual a ellos, que aquí, en este sitio. Ni el ama ni la direc-
tora del reformatorio pueden imaginarse el espantoso reproche que significan en sí mismas
las gentes honestas para una mujer como yo. No me regañe usted que es un hombre bueno.
¿No cumplo acaso con mis obligaciones? Por favor, no le diga al ama que estoy desconten-
ta… Pues no lo estoy. Mi espíritu se inquieta algunas veces; eso es todo. ¡Mire! —dijo—.
¿No es maravilloso? ¿No es terrible? Lo he visto infinidad de veces y siempre me parece
tan nuevo como si jamás lo hubiera visto anteriormente.
Yo dirigí mi vista hacia donde ella indicaba. La marea retornaba y las horribles arenas co-
menzaron a temblar. La ancha y morena superficie se hinchaba levemente y luego se ahue-
caba y temblequeaba en toda su extensión.
—¿Sabe usted en lo que me hace pensar, a mí, esto? —dijo Rosanna, asiéndose de mi hom-
bro nuevamente—. En cientos y cientos de seres jadeantes que se hallarán allí debajo…,
luchando todos por alcanzar la superficie y hundiéndose más y más en esas terribles pro-
fundidades. ¡Tire una piedra, Mr. Betteredge, tire una piedra allí y veamos si la arena se la
engulle!
¡He aquí una charla enfermiza! ¡He aquí un estómago vacío, nutriéndose con los pensa-
mientos de una mente agitada! Mi respuesta —un tanto abrupta, pero en su propio benefi-
cio, puedo aseguraros— se hallaba ya en la punta de mi lengua, cuando fue contenida súbi-
tamente en ella por una voz, que surgiendo de las dunas me llamaba a gritos por mi nom-
bre. "¡Betteredge!"—prorrumpió la voz—, "¿dónde está usted?". "¡Aquí!", respondí con un
grito, sin la menor idea respecto a quién podía ser esa persona. Rosanna se puso en pie, y,
estremecida y rígida, clavó su vista en el lugar desde el cual llegaba la voz. Estaba yo por
levantarme, a mi vez, cuando me hizo vacilar un cambio advertido en las facciones de la
muchacha.
Su piel adquirió un bello matiz rojo, como jamás lo había yo percibido anteriormente; todo
su ser resplandecía bajo los efectos de una indecible sorpresa que le cortó el aliento.
—¿Quién es?—pregunté.
Rosanna me contestó repitiendo mi pregunta.
—¡Oh! ¿Quién es? —dijo suavemente, hablándose más a sí misma que dirigiéndose a mí.
Yo giré sobre la arena y miré en sentido contrario. Allí, avanzando hacia nosotros a través
de los montículos, pude advertir a un joven caballero de ojos vivaces, luciendo un hermoso
traje color de cervatillo, ostentando un sombrero y unos guantes que armonizaban con el
mismo, una rosa en el ojal de la solapa y una sonrisa que hubiera sido capaz de hacer son-
reír a las propias Arenas Temblonas, en retribución a su acogida. Antes de que tuviera yo
tiempo de ponerme de pie, se dejó caer, de golpe, a mi lado, colocó su brazo en torno de mi
cuello —una moda extranjera—y me dio un abrazo que casi me corta el resuello.
—¡Mi viejo y querido Betteredge! —dijo el recién Ilegado—. Te debo siete libras y seis
peniques. ¿Sabes ahora quién soy? ¡Dios nos bendiga y nos salve! ¡Porque he aquí que —
cuatro horas antes de la señalada— teníamos junto a nosotros a Mr. Franklin Blake!
Antes de que lograra yo articular palabra alguna, advertí que Mr. Franklin, muy sorprendi-
do, al parecer, desviaba su vista de mi persona para fijarla en Rosanna. Siguiendo su trayec-
toria con la mía, yo también me puse a mirar a la muchacha. Ésta se ruborizaba más y más,
lo cual se debía, aparentemente, al hecho de haber tropezado con los ojos de Mr. Franklin;
dándonos la espalda, súbita e indeciblemente confundida, abandonó el lugar sin saludar
siquiera al caballero o dirigirme una sola palabra a mí, hecho que se halla enteramente en
pugna con su habitual manera de conducirse, pues jamás habrán conocido ustedes una cria-
da más cortés y de mejores modales.
—Qué extraña muchacha —dijo Mr. Franklin—. Me pregunto qué es lo que la habrá sor-
prendido en mí.
—Creo, señor —respondí, bromeando a costa de la educación europea de nuestro joven
caballero—, que debe de haber sido su barniz extranjero.
Hago constar aquí las displicentes palabras de Mr. Franklin y mi tonta respuesta, a manera
de consuelo y estímulo para cuanta gente estúpida hay en este mundo, ya que, como lo he
hecho notar con este ejemplo, constituye siempre un motivo de satisfacción para nuestros
subalternos el comprobar cómo en ciertas ocasiones no se muestran sus superiores más
perspicaces que sus inferiores. Ni Mr. Franklin, pese a su maravillosa cultura extranjera, ni
yo mismo, con toda mi experiencia y mi innata sagacidad, logramos siquiera vislumbrar a
qué se había debido, realmente la insólita actitud de Rosanna Spearman. Su pobre imagen
se había desvanecido de nuestra mente antes de que cesáramos de percibir el postrer tem-
blor de su pequeña capa gris en medio de las dunas. ¿Y qué importa ello?, se preguntará,
con razón, el lector. Lea mi buen amigo, con tanta paciencia como le sea posible, y llegará
a lamentar en la misma medida, tal vez, en que yo lo hice, el destino de Rosanna Spearman,
desde el momento en que di con la verdad.