La casa de los Mancini, Parte 1

2331 Words
Vicenzo Vuelvo a tener una pesadilla, esta vez rememorando el momento en que creí que papá Massimo estaba muerto cuando hizo estallar una bomba en el Vaticano. ¿Cómo hicimos para escapar de Italia sin que la policía nos atrapara en el aeropuerto? Muy sencillo: hicimos un atentado en el Vaticano para que todas las unidades de policía estuvieran concentradas allí, y despejaran nuestro camino. Dimos aquel golpe el 8 de diciembre, justo en la celebración de la Inmaculada Concepción. Aprovechamos que la guardia pontificia estaba con todos sus ojos en la Plaza de San Pedro e ingresamos a las bóvedas secretas del Vaticano para recuperar las riquezas que mi familia le había dado desde hace siglos a esa institución corrupta; y no fue precisamente porque mi padre estuviera necesitado de dinero, porque ya tiene mucho. Fue por una simple cuestión de honor. La dinastía Mancini fue la que ayudó a construir el Vaticano. Desde los simples ladrillos hasta la magnífica obra de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, todo eso fue posible gracias a mi familia, y que el gobierno nos haya traicionado de la manera en que lo hizo, haciendo que, entre todos los mafiosos italianos, mi padre fuera el que pagara los platos rotos...por supuesto que no perdonaríamos algo así. Después de recuperar las riquezas de mi familia con ayuda de Carlos Orejuela y sus amigos militares, en las horas de la noche aprovechamos que toda la guardia pontificia se retiró del lugar ya que hubo un evento ultra secreto del que nadie se podía enterar aparte del papa, sus cardenales y ciertas personas de la élite italiana: la subasta del cuadro de la Monna Lisa. Es un secreto a voces en la sociedad italiana el hecho de que la famosa pintura que se encuentra en el Museo de Louvre en París, en realidad es una réplica, y que el cuadro original lo tiene algún poderoso magnate. Pues bueno...el poderoso magnate que tiene el cuadro original de la Monna Lisa es mi padre. Es una de las posesiones más preciadas de los Mancini, ya que la famosa Gioconda, era nada más y nada menos que una Mancini de la cual Leonardo da Vinci resultó profundamente enamorado; y era tal la belleza de esa mujer —como todos en mi familia, por supuesto— que da Vinci no quiso compartir con el mundo el verdadero rostro de su amada, así que le cambió muchos los rasgos faciales, en especial la sonrisa y los ojos. Los Mancini nos hemos caracterizado por tener ojos únicos. La mayoría los han tenido azul cielo, como los tengo yo y como los tienen mi padre y mis hermanos; un azul tan brillante, que parecen brillar en la oscuridad y que le hacen creer a la gente en una antigua leyenda que dice que los Mancini fuimos besados por los ángeles al nacer. Otros pocos integrantes de la familia, por el contrario, han tenido los ojos grises. Totalmente grises, lo cual los hace verse más exóticos. El abuelo Ángelo tenía los ojos grises. Todavía recuerdo la manera en que el gris brillante de sus ojos se apagó y se volvieron oscuros cuando lo maté, y Luciano lamentablemente le heredó los ojos a ese hijo de puta. Bueno. El caso fue que papá logró reunir a todos los mafiosos italianos en el salón de “eventos especiales” del Vaticano, que en realidad era un salón del placer, en donde el papa, los cardenales y magnates de Italia se solían reunir para tener orgías y hacer otras cosas depravadas. Muy pocas veces se reunían en un solo lugar los representantes de todas las mafias existentes en Italia: La Capitalena, la Cosa Nostra, la Camorra, la ‘Ndrangheta y la Sacra Corona Unita. Pero papá logró reunirlos a todos por el amor al arte. Todos asistieron a la subasta con la esperanza de apoderarse de la Monna Lisa, y por supuesto que papá aprovechó que los tenía a todos allí reunidos para matarlos. El plan era que activaríamos los explosivos solamente hasta que todos saliéramos de la Basílica de San Pedro, pero papá, queriéndose hacer el héroe que se sacrificaba por sus hijos, detonó el explosivo que él mismo puso en aquel salón, antes de que Luciano y yo lográramos entrar para sacarlo de ahí. Lo había hecho para que todos creyeran que Massimo Mancini, el invencible líder de la mafia italiana, había muerto, y que por ende no creyeran que él tuvo algo que ver con el atentado. Recuerdo perfectamente el desgarrador grito que Luciano y yo lanzamos al creer que papá había muerto. Recuerdo cómo la sangre se me calentó y la ira hizo que mis venas fueran muy notorias en mi piel, y que las ganas por quemar toda Italia fueron incontrolables, hasta que unos minutos después, cuando nos encontramos con mis hermanos menores en el aeropuerto para escaparnos a Colombia, papá apareció montado en un caballo. Sí. Definitivamente un hombre invencible. Bueno, en realidad ese recuerdo no fue una pesadilla como las demás, porque resultaba teniendo final feliz. Fue ese puñetero momento en el que la bomba explotó, que yo sentí que mi mundo se vino abajo. En mi mente yo solo decía “ya perdí a un padre, no puedo perder al otro”. ¿Qué sería de mí sin Massimo? ¿Qué sería de mis hermanos menores? Yo no me lo quería ni imaginar. Tengo 27 años, por el amor de Dios..., no estoy listo para hacerme cargo de tres niños pequeños. Cuatro, contando a Santino, que, aunque ya tiene 21 y es independiente, aun así necesita una figura paterna que le dé consejos. Por suerte, ese terrible episodio del atentado en el Vaticano se quedó solo como una anécdota más que contarles a mis descendientes. Massimo está vivito y coleando, y huimos de Italia para vivir tranquilos en una desconocida ciudad de Colombia. Que todo el mundo creyera que Massimo Mancini está muerto nos ha facilitado un poco las cosas, pero aun así Luciano y yo no nos salvamos de aparecer en la circular de la Interpol. No fueron capaces ni siquiera de poner una foto decente. Hijos de puta. Me levanto de la cama y miro la hora. Son las 5:00 a.m. Mi hora acostumbrada para hacer ejercicio, y la hora en la que mi tío Brandon me escribe un mensaje de buenos días. Son las 12:00 en Francia. Él ya debe de estar en su hora de almuerzo. A diferencia de mis hermanos, yo tengo una familia materna. Los Dupont. Me pongo mi ropa deportiva para ir a correr, mientras que miro una de las tantas fotos que tengo pegadas a un lado del espejo de mi peinadora. Una foto de mi cumpleaños número 3, en la que aparezco con mis padres, mis abuelos maternos, y por supuesto, con mi tío Brandon. Mis padres apenas tenían 19 años cuando se conocieron en la frontera entre Italia y Francia, en un ejercicio militar de colaboración entre las fuerzas aéreas de ambos países. Mi mamá, Nadine, cadete del ejército francés, estaba acompañando a su hermano Brandon, piloto novato de la fuerza aérea francesa, y quedó prendada de Santino al instante, desconociendo que era el hijo de un mafioso. Se casaron al medio año de conocerse, ya que los militares tienden a casarse muy jóvenes, y me tuvieron a los 20 años. Cuando fueron asesinados vilmente por órdenes del líder la mafia rusa, Danila Ivanov, dejándome huérfano, Massimo y Brandon entraron en una dura batalla legal por mi custodia. Pocos recuerdos tengo de ese entonces, pero uno que conservo muy nítido es de un día en que mi tío Brandon llegó a la mansión Mancini con su metralleta, amenazando con matar a tiros a mi abuelo y a Massimo si no lo dejaban llevarme con él a Francia. Mi abuelo Ángelo, tan tenaz como solo él podía ser, hubiera ordenado que mataran a mi tío por su osadía, pero le reconoció su valor al arriesgarse a ir solo a una propiedad que estaba custodiada por más de 50 matones, en parte convencido por Massimo, y lejos de castigarlo de alguna manera, en realidad lo dejaron pasar, le ofrecieron comida y bebida, y lo dejaron estarse una semana ahí conmigo. Massimo no lo dice, pero yo sé que él en realidad quería que yo me fuera con mi familia francesa, y no que pasara todo el calvario que tuve que pasar por quedarme con mi familia paterna, pero a la final fue el abuelo el que lo obligó a pelear por mi custodia, ya que yo era lo único que le quedaba de su hijo favorito. Y aunque la batalla legal fue dura, en realidad Massimo no odia a Brandon. Es mi tío Brandon el que odia a Massimo porque me terminé convirtiendo en él. Fue Massimo el que me puso un arma en la mano cuando yo apenas tenía 14 años, y el que me puso al frente a Danila Ivanov, líder de la Bratva, el mismo que ordenó el asesinato de mis padres. Le disparé a Danila, por supuesto. Un limpio tiro en la cabeza que acabó al instante con su vida. Fue entonces que a esa tierna edad yo perdí la inocencia, y me convertí en alguien con sed de matar, matar y matar. A los 15 años yo ya estaba teniendo problemas con la ley por involucrarme en peleas clandestinas, y ni se diga de las peleas en la escuela. Siempre tenían que estar llamando a mi padre de la oficina del director, pero lo único que hacía Massimo era repartir dinero para callar bocas y limpiar expedientes. Papá tiene un dicho, y es el de que si hay un problema que se pueda solucionar con dinero, pues no es un problema. Pero hubo un momento en que papá no me soportó más, que fue en esa difícil etapa entre los 16 y 17 años, así que me envió a un internado en París a cursar mi último año, para que así yo aprendiera a valorar mejor a la familia al estar lejos de ellos. Pero yo no estuve tan lejos de mi familia, al fin y al cabo. Eventualmente, Brandon, como típico tío alcahueta, me sacó del internado y me llevó con los abuelos a Marsella, en donde pude respirar “otros aires”, y terminar de estudiar en casa, comiendo los exquisitos créme brulées de mi abuela y viendo partidos de fútbol con mi abuelo. Mi corazón está dividido entre apoyar a la selección de Italia y a la de Francia, y entre apoyar al club A.S. Roma y al Olympique de Marsella. Sé bailar tarantella así como sé bailar java, y disfruto de la pasta y la pizza tanto como disfruto de las crepes. Yo, a diferencia de mis hermanos, que son más italianos que la pasta, soy la mezcla de dos exquisitas culturas; por eso, quise servir en ambos países, primero formando parte de la fuerza aérea italiana, y después yéndome a la Legión Extranjera Francesa. Recuerdo muy bien la cara de orgullo de mi tío Brandon en mi ceremonia de ascenso a capitán a mis 25 años. Yo estaba siguiendo sus pasos, los de mi madre, y de paso los de mi familia paterna, pero..., pero todo se jodió, volví a casa con mi padre, me convertí en su jefe de sicarios, Brandon se enteró de mis “actividades”, y...he sido su mayor decepción. No es que él me lo haya dicho. Todavía me sigue tratando como su sobrino favorito —soy el único, al fin y al cabo—, pero se le notó en la cara cuando una vez fue a visitarme a Roma y me dio a entender que sabía cuáles eran mis andanzas, y que no estaba contento con eso. Pocas cosas logran afectarme tanto. Pocas cosas hacen que yo me ponga sentimental, pero que mi tío esté decepcionado de mí...eso sí que me afecta. Corro por dos horas, mientras escucho por mis AirPods mis playlist de Kizz y Bon Jovi. Bueno, en realidad no es mi playlist, es la de mi papá. Como él no sabe utilizar las aplicaciones de música, —y en general ninguna aplicación móvil—, pues soy yo el que le descarga su música favorita, y como me da pereza crearme una cuenta de Spotify para mí, pues uso la de él. Aún recuerdo su cara de terror cuando resultó escuchando mi playlist de Bad Bunny, específicamente la canción de “Safaera”, la parte que dice “si tu novio no te mama el culo, pa’ eso que no mame”. Oh, debí grabar su reacción. No es que en Italia no haya cantantes soeces, pero las canciones del reggaetón latino son...algo de otro mundo. “La música que escuchan los jóvenes de ahora” se queja mi padre, pero se le olvida que Luciano escucha a Lady Gaga y Beyoncé, y que Santino escucha a Taylor Swift y a los BTS. Corro más rápido cuando siento esa placentera sensación de mis músculos estando al límite, a punto de desgarrarse. Mi inhumano entrenamiento militar en La Legión fue el que se encargó de que para mí el dolor en realidad fuera placer, y correr hasta el límite de la capacidad del cuerpo humano, es tan solo un calentamiento para lo que yo en realidad tuve que pasar en La Legión. Que me hundieran en una piscina de 20 metros de profundidad, con un peso amarrado a mis pies, y mis brazos atados a la espalda..., eso también es un entrenamiento fácil para un legionario. Termino de correr, y me quedo en el patio de la casa haciendo unos sencillos ejercicios para trabajar los músculos, hasta que el reloj marca las 8:00 a.m., y confirmo que la complicada actividad del diario vivir en la casa de los Mancini inicia con el llanto de mi hermana Antonella. Carajo.
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