Bastián acompañó a Amaia a su habitación, se detuvieron en la puerta. Ella se giró y agradeció.
—Muchas gracias por acompañarme, señor Sabatier.
—De nada —dijo él y tras darle una larga mirada se alejó— Descanse —Cuando Bastián se iba, Amaia lo detuvo diciendo.
—¿Ya no me necesitará para nada más? —Bastián se quedó parado de espaldas como una estatua mientras su mente se debatía en un conflicto, se giró hacia ella y apenas logró decir.
—¿Por qué?
—Lo pregunto porque ya ha cerrado el negocio, está previsto que regresemos mañana, pero si ya no me necesita quisiera regresar esta misma noche.
—¿Ahora? —miró el reloj y ya iba a ser la medianoche.
—Si señor, es que quisiera estar mañana muy temprano para pasar tiempo con mis hijos —había trabajado duro los últimos meses y el tiempo en que pasaba con ellos era solo los fines de semana. El vuelo estaba previsto para el mediodía y ella quería pasar todo el día con ellos.
—Pero la avioneta no esta lista…
—No sé preocupe, me voy en vuelo comercial —en realidad pensaba viajar en autobús para no gastar tanto—, ya eso correría por mis propios gastos.
—Está bien, pero iré con usted.
—¿Usted también viajará?
—Si. La verdad es que solo estamos a casi una hora de vuelo y, quiero amanecer en mi cama —Amaia se lo pensó, puesto que tendría que gastar sí o sí ese dinero en un vuelo— ¿No quiere que regrese con usted?
—No es eso, solo que… —mordió el labio—. Olvídelo, iré a preparar mi maleta.
—Bien, nos vemos en el lobby.
Ambos ingresaron a las habitaciones, prepararon sus maletas y salieron. Bastián aún tenía cosas que hacer, pero prefería regresar al día siguiente. Total, no era mucho lo que demoraba el vuelo, así que, prefería pasar ese poco de tiempo con Amaia, acompañarla ya que la noche era peligrosa, más que todo en esa ciudad.
El cielo nocturno se cernía sobre el aeropuerto como un manto salpicado de estrellas tenues. Eran las tres de la madrugada cuando Amaia y Bastián cruzaron las puertas de cristal hacia la zona de embarque, arrastrando sus maletas con ruedas que resonaban en el silencio de la terminal casi vacía.
Bastián, caminaba con paso firme y contenido como si quisiera adelantarse, pero se obligaba a mantener el ritmo de su acompañante.
El proceso de embarque transcurrió en un silencio cómodo, roto solo por el murmullo ocasional de otros pasajeros madrugadores y el zumbido de la maquinaria del aeropuerto. Cuando por fin se acomodaron en sus asientos, Bastián sintió que el corazón le daba un vuelco al darse cuenta de que estaría sentado junto a Amaia durante todo el vuelo.
El avión despegó puntualmente, elevándose sobre la ciudad dormida. Desde la ventanilla, Amaia observaba cómo las luces de la ciudad se iban haciendo cada vez más pequeñas, hasta parecer un tapiz de estrellas caídas sobre la tierra. El río Guayas serpenteaba como una cinta plateada bajo la luz de la luna, y los edificios del centro se alzaban como sombras contra el horizonte oscuro.
A medida que el avión ganaba altura, Guayaquil se fue perdiendo en la distancia, dando paso a la oscuridad del cielo nocturno. Bastián, que había estado conteniendo la respiración sin darse cuenta, exhaló lentamente, permitiéndose relajarse un poco en su asiento.
No habían pasado ni diez minutos de vuelo cuando Bastián notó que la respiración de Amaia se había vuelto más profunda y regular. Giró la cabeza ligeramente y la vio con los ojos cerrados, la cabeza ladeada hacia la ventanilla. Se había quedado dormida.
Bastián se quedó inmóvil, temeroso de hacer cualquier movimiento que pudiera despertarla. La observó con una mezcla de fascinación y nerviosismo, notando cómo sus pestañas proyectaban pequeñas sombras sobre sus mejillas, cómo su pecho subía y bajaba con cada respiración. Amaia se removió, acomodándose hacia el otro lado, su cabeza se rodó lentamente hacia Bastián, quien sintió como el pecho le saltó y salpicó electricidad por toda su piel.
El vuelo continuó en silencio, con la mayoría de los pasajeros dormitando o perdidos en sus propios pensamientos. Bastián intentaba concentrarse en los documentos que había traído para revisar, pero era imposible hacerlo, la tenía ahí, su respiración cayendo cerca de él. La tensión en Bastián se hacía cada vez más insoportable. Sentía el calor que emanaba del cuerpo de Amaia, escuchaba cada pequeño suspiro que escapaba de sus labios. Era una tortura dulce, estar tan cerca y a la vez tan lejos.
Cuando el capitán anunció que estaban iniciando el descenso, Bastián tuvo que despertar a Amaia. La idea de tocarla, aunque fuera solo para despertarla, le provocó una mezcla de ansiedad y tortura. Con mano temblorosa, Bastián se acercó al hombro de Amaia. Dudó un momento, su mano suspendida en el aire, antes de rozar suavemente la tela de su blusa.
—Señorita Roble —susurró, su voz apenas audible sobre el zumbido de los motores—. Señorita Roble, hemos llegado.
Amaia se removió ligeramente, pero no despertó. Bastián, sintiendo que el corazón le latía con fuerza en el pecho, volvió a hablar, esta vez con más firmeza.
Esta vez, Amaia abrió los ojos lentamente, parpadeando confundida. Por un momento, pareció desorientada, hasta que su mirada se encontró con la de Bastián. Lo veía muy cerca, demasiado cerca, como si estuviera en… Joder, se había dormido en su hombro. Se alejó rápidamente, dejando el hombro de Bastián con frío, cuando tiempo atrás parecía que lo quemaba.
—¡Oh, llegamos! ¡Me he dormido en… su hombro! ¡Discúlpeme!
Amaia se incorporó en su asiento. Bastián desvió la mirada, sintiendo que se sonrojaba.
—Se veía muy cómoda que no quise despertarla cuando se acercó —dijo escondiendo una sonrisa.
—¡Qué vergüenza! —murmuró para sí misma mientras giraba el rostro hacia la ventanilla.
A medida que el avión descendía, la ciudad de Quito comenzó a revelarse ante ellos. A diferencia de Guayaquil, Quito se extendía como una serpiente larga y estrecha, encajada entre montañas imponentes. Las luces de la ciudad brillaban contra el fondo oscuro de los Andes, creando un espectáculo de luces y sombras.
El aeropuerto Mariscal Sucre, situado en las afueras de la ciudad, apareció como un oasis de luz en medio de la oscuridad circundante. El avión aterrizó con suavidad. Mientras recogían su equipaje y se dirigían hacia la salida del aeropuerto, Bastián notó cómo la luz del amanecer comenzaba a teñir el cielo de tonos rosados y dorados. Era un nuevo día, y con él, nuevas oportunidades y desafíos.
Amaia, ahora completamente despierta, caminaba a su lado con paso decidido. Cuando salieron del aeropuerto, el aire frío de la mañana quiteña los recibió, despejando los últimos vestigios de sueño. Bastián inhaló profundamente, sintiendo cómo el aire de la sierra llenaba sus pulmones.
Amaia se dirigió a su jefe y dijo—. Entonces, nos vemos el lunes.
—Si, pero aún no se despida, que tenemos que tomar el taxi —Amaia se quedó en trance—, la dejaré en su casa, luego que me lleve a la mía.
Amaia quiso negarse puesto que ya había pagado los boletos, pero Bastián dijo en medio de una sonrisa—. Parece que quisiera evitar pasar la mayor parte del tiempo conmigo, señorita Roble —el corazón de Amaia se detuvo, su rostro se puso rojo, aun en medio de la noche, sus mejillas se volvieron coloradas. Al sentirlas caliente, se las cubrió y sonrió.
—Solo quiero que llegue temprano a su casa, debe estar cansado.
—Lo estoy, pero usted también, así que, suba —abrió la puerta del taxi para que ingresara.
—Al menos deje pagar el taxi.
—Bueno, si usted lo quiere, páguelo —Con una leve sonrisa Amaia asintió. Ya dentro, Bastián indicó al hombre las dos direcciones donde debía llevarlos.
Iban en el asiento trasero, observando la oscuridad. Una leve música sonaba en la radio, cuando Amaia la escuchó sintió ganas de gritarla a todo pulmón, porque eso era Diego, una rata inmunda, animal rastrero, escoria de la vida, adefesio mal hecho. Sonrió levemente y eso atrajo la mirada de Bastián, quien se quedó observando embelesado el perfil que apenas y se alumbraba con el reflejo de las luces públicas.
Cuando ella giró el rostro, rápidamente miró al frente, notando que ya estaban subiendo a la ciudad. Tan corto se había hecho el viaje. Cruzaron el túnel y ya estaban llegando a casa de Amaia. Soltó un suspiro cuando el taxi se detuvo y ella empezó a salir.
—Gracias por todo, señor Silgado —se despidió con un movimiento de mano, canceló al taxista y este no continuó por órdenes de Bastián, hasta que ella hubiera ingresado.
Unos minutos después ya se encontraba en su suite, se dejó caer en la cama y centró la mirada al techo blando, suspiró profundo y remembrando el momento en que ella durmió en su hombro.
Amaia ingresó a su casa, la cual estaba sola, dejó la maleta en la entrada y fue directo a su cama, se lanzó boca abajo, abrazando la enorme cama y susurrando la canción que había escuchado. Se quedó dormida hasta el otro día, despertó a las nueve de la mañana, se duchó, cepilló sus dientes y se dio una arreglada rápida para ir por sus hijos. Apenas se levantó le dijo a su madre que ya estaba en la capital y pronto pasaría por los niños, que los tuviera listo porque pensaba pasar un momento agradable con ellos.
Amaia pasó por sus hijos, los llevó de paseó a un lugar donde se divirtieron mucho. Tenía tanto tiempo que no sonreía como en ese momento.
Días después, en un lugar lejano, Diego fue a su habitación, cerró la puerta y miró la hora. Ya era de noche en su país, Alessia ya estaba sola en su habitación, así que procedió a llamarla.
El celular vibró en las manos de la pequeña, quien aún jugaba. Le había enviado un celular con su madre a sus hijos, pero solo Alessia lo tomó para hablar con su padre. Lo mantenía escondido para que su madre no lo encontrara.
—¡Hola, cariño! ¿Te desperté?
—No, estaba jugando —dijo bostezando y hablando en voz baja. Diego preguntó por Alesso, incluso por Amaia. Su hija lo mantenía informado de todo, al menos así fue hasta que Amaia recibió una citación de la escuela.
Amaia suspiró profundamente mientras leía el correo electrónico que acababa de llegar a su bandeja de entrada. El mensaje, procedente de la escuela de sus hijos, era conciso pero alarmante: se requería su presencia inmediata en el centro educativo por un asunto urgente. Su corazón se aceleró, y una sensación de inquietud se apoderó de ella. ¿Qué podría haber sucedido?
Con las manos temblorosas, Amaia se levantó de su escritorio y se dirigió hacia la oficina de Bastián, su jefe. Caminaba con pasos cortos y vacilantes, consciente de que estaba a punto de interrumpir al hombre más ocupado de la empresa. Al llegar frente a la puerta, respiró hondo antes de tocar suavemente.
—Adelante —se escuchó la voz grave de Bastián desde el interior.
Amaia entró tímidamente, retorciendo sus manos con nerviosismo—. Disculpe la interrupción, señor Sabatier —comenzó, su voz apenas un susurro—. He recibido un correo urgente de la escuela de mis hijos. Me solicitan que me presente hoy mismo. ¿Sería posible... que me diera permiso unas horas?
Bastián levantó la vista de sus documentos, sus ojos penetrantes fijos en Amaia. Hubo un momento de silencio tenso antes de que él respondiera.
—Tenemos una reunión después de almuerzo ¿no podría ir alguien más?
Amaia presionó los labios y negó—. Tengo que ser yo.
Hubo un momento de silencio y tensión por parte de ambos—. Puede ir, pero asegúrese de estar de vuelta después del almuerzo.
El alivio inundó el rostro de Amaia—. Gracias, señor. Estaré aquí sin falta —prometió antes de salir apresuradamente de la oficina.
El trayecto hasta la escuela se le hizo eterno, no por la distancia, sino por los miles de escenarios que se cruzaban por su mente. Cuando finalmente llegó, se dirigió directamente a la oficina del director, donde fue recibida por una secretaria de aspecto preocupado.
—Señora Guzmán, gracias por venir —dijo la mujer, conduciéndola hacia una pequeña sala de reuniones—. El director la está esperando.
—Roble, por favor —pidió Amaia a lo que la secretaria frunció el ceño, pero le restó importancia.
Al entrar, Amaia se encontró no solo con el director, sino también con la profesora de Alessia y otra niña que no reconocía, acompañada por una mujer que parecía ser su madre. Su mirada se centró en su pequeña que estaba con la cabeza colgando hacia delante.
—Señora Guzmán, por favor, tome asiento —indicó el director con gesto serio. Amaia quiso corregir al director, pero sabía que seguía teniendo ese apellido ya que continuaba casada con Diego—. Hemos tenido un incidente esta mañana que involucra a su hija Alessia.
El corazón de Amaia dio un vuelco— ¿Qué ha pasado?
La profesora intervino—. Ha tenido una pelea con su compañera Lucía —hizo un gesto hacia la niña desconocida—. Según los testigos, Lucía intentó quitarle el teléfono celular a Alessia durante el recreo.
Amaia parpadeó confundida— ¿Celular?
—Si —dijo la maestra—, el celular que Alessia anda a cargar.
—Debe haber un error. Alessia no tiene celular.
Un silencio incómodo llenó la sala. El director y la profesora intercambiaron miradas de sorpresa.
—Señora Guzmán
—Por favor, llámeme por mi apellido de soltera.
—Ok, lo siento —se disculpó el director con cautela—, el celular se confiscó después del incidente. Alessia insiste en que es suyo y que necesita tenerlo.
—Alessia ¿es cierto? ¿es tuyo ese celular? ¿de dónde lo sacaste porque no recuerdo haberles comprado…?
—La abuela me lo dio porque papá me lo envió. Es mío y esa ladrona se lo quería robar.
La confesión dejó a Amaia en shock.
—Mi hija admite que intentó tomar el teléfono de su hija —dijo con voz tensa—. Pero no es ninguna ladrona. Solo ha querido ocupar algo que no se le permite en casa.
Amaia apenas escuchaba. Su mente daba vueltas, tratando de entender cómo su hija había mantenido un celular durante una semana sin que ella lo notara.
—¿Puedo ver el teléfono, por favor? —solicitó con voz temblorosa.
El director asintió y sacó el dispositivo de un cajón. Amaia lo tomó con manos temblorosas y lo encendió. La pantalla de bloqueo mostraba una foto de ellos cuatro, tomada en aquel paseo que hicieron antes de que él la abandonara.
La realidad la golpeó como un mazo. Las piezas empezaron a encajar: el bajo rendimiento de Alessia en los últimos meses, su constante cansancio por las mañanas, su repentino interés en quedarse despierta hasta tarde...
—Lo siento —murmuró Amaia, luchando por contener las lágrimas—. No tenía idea de que Alessia tenía este teléfono —por dedicar su tiempo entero al trabajo para cubrir los gastos, se había olvidado de sus hijos.
Salió de ahí junto a Alessia quien se quedaba suspendida por una semana. Ya en el coche, Alessia gritó— Dame mi celular, es mío.
—No te daré nada, porque tú no puedes tener un celular. Eres demasiada pequeña para esto.
—¡Papá me lo compró es mío!
—Tu padre me va a escuchar —marcó el número que se encontraba ahí y llamó. Su corazón se detuvo al escuchar esa voz.
—Cariño, estoy en una reunión importante, llámame después.
—Diego —dijo casi que la voz no le salía.