El sol se alzaba sobre el horizonte, iluminando la playa de San Isidro con una suavidad dorada. Lucía caminaba sola, aún procesando la carta que había recibido la noche anterior. La invitación a regresar a la ciudad era un sueño hecho realidad, pero también un reto emocional que le desgarraba por dentro. Mientras avanzaba a lo largo de la orilla, los recuerdos de su vida en la ciudad comenzaban a mezclarse con los de San Isidro. La dualidad entre lo que había dejado atrás y lo que había encontrado aquí parecía cada vez más irreconciliable.
La carta y su peso
La carta del director de la universidad era clara y directa. Le ofrecían un puesto de liderazgo en un nuevo proyecto artístico que involucraba a jóvenes de diversas disciplinas. La oportunidad era única: un puesto importante, el tipo de trabajo que Lucía había soñado desde que se graduó, el tipo de vida que había planeado para sí misma cuando vivía en la ciudad. Pero había algo más, una sensación de vacío que acompañaba a la excitación de la oferta. Porque si regresaba, tendría que dejar atrás todo lo que había construido en San Isidro: su conexión con Gabriel, el sentir de pertenecer a un lugar que nunca imaginó que podría ser suyo.
Lucía sabía que no podía tomar una decisión sin pensar en las consecuencias. La carta pesaba en sus manos, pero el viento del mar parecía susurrarle que aún había algo más que debía descubrir. En el fondo, temía que esta oportunidad de trabajo no solo representara un retorno a la vida que había dejado, sino también un sacrificio de los sentimientos que había comenzado a cultivar en este pequeño pueblo.
El regreso de la oscuridad
Esa misma mañana, Gabriel la encontró caminando por la orilla cuando el sol apenas comenzaba a iluminar el mar. Su rostro reflejaba una calma exterior, pero Gabriel notó la tensión en su postura, el leve brillo de preocupación en sus ojos.
—¿Estás bien? —preguntó, acercándose a ella con la familiaridad que solo los días compartidos en el pueblo podían haber forjado.
Lucía lo miró, una sonrisa tímida apareciendo en su rostro, pero desapareciendo rápidamente al ver su expresión preocupada.
—Tengo que hablar contigo, Gabriel —dijo, su voz más grave de lo normal.
Él frunció el ceño, pero asintió. Ambos caminaron en silencio por un rato antes de que Lucía se detuviera.
—Anoche recibí una carta. De la universidad —comenzó, tomándose un momento para encontrar las palabras adecuadas.
Gabriel la miró en silencio, ya adivinando lo que estaba por decir.
—Me han ofrecido un proyecto importante, algo que he querido hacer desde que me gradué. Es una oportunidad increíble, pero… —Lucía vaciló, como si las palabras se le atascaran en la garganta. Finalmente, exhaló profundamente—: Pero tendría que irme, Gabriel. Tendría que dejar San Isidro. Dejarte a ti.
El impacto de sus palabras cayó sobre Gabriel como un golpe frío. Miró el mar, pero no veía las olas. Solo escuchaba el eco de las palabras de Lucía, las mismas que había temido escuchar.
—¿Y qué harás? —preguntó él finalmente, con una voz que apenas podía ocultar la tristeza que le invadía.
Lucía no respondió de inmediato. Sabía que esta decisión no solo afectaba su futuro, sino el de ambos. La idea de dejar San Isidro, de alejarse de Gabriel, le causaba un nudo en el estómago. Sin embargo, no podía ignorar que esta oportunidad representaba mucho para ella. Era el trabajo por el que había luchado durante años, y aunque su corazón le decía que se quedara, la razón le indicaba que era el momento de dar un paso hacia adelante.
—No lo sé, Gabriel —respondió con una honestidad que la hizo sentir vulnerable—. Tengo miedo de arrepentirme, de perder lo que aquí tengo, pero también tengo miedo de quedarme estancada.
Un amor a la deriva
El silencio que siguió estuvo lleno de palabras no dichas, de emociones reprimidas y de una sensación de pérdida inminente. Gabriel la observaba, pero algo en su mirada había cambiado. Era como si el dolor por la posible partida de Lucía estuviera comenzando a calar profundamente en él, haciendo que se cuestionara su propio lugar en este pueblo que nunca fue suyo del todo.
—Siempre he creído que las oportunidades no esperan —dijo Gabriel, con un tono que no era el suyo, como si la conversación lo estuviera despojando de algo—. Y sé que para ti esto es importante. Tienes que hacer lo que creas que es mejor.
Lucía intentó sonreír, pero su corazón estaba demasiado apesadumbrado para que la sonrisa fuera genuina.
—Eso no cambia lo que siento por ti, Gabriel —dijo ella, tomando su mano con fuerza.
Él la miró, buscando en su rostro una señal, un destello de esperanza.
—Sé que lo que sientes por mí es real —respondió Gabriel, con una sinceridad que tocó el fondo de su alma—, pero también sé que tu vida está en otro lugar. Yo… yo nunca te pedí que te quedaras.
Lucía tragó saliva, sintiendo que un peso enorme se alzaba sobre ella. Había esperado escuchar esas palabras, pero escuchar a Gabriel tan resuelto, tan distante, la hirió más de lo que pensaba.
La tormenta interior
La decisión, aunque todavía en el aire, parecía tomar forma por sí sola. La posibilidad de partir de San Isidro y de Gabriel se veía más clara que nunca, pero su corazón, aunque luchaba por racionalizar la oferta laboral, no podía evitar el dolor que le producía la idea de dejar atrás algo tan hermoso. Era un dilema profundo, una batalla entre la razón y el corazón.
Lucía volvió a la casa de Doña Carmen con los pensamientos enredados. No podía dormir esa noche. Su mente recorría los caminos de la ciudad, el bullicio de la vida que dejaría atrás, y al mismo tiempo, el suave murmullo del mar, el lugar donde había encontrado algo que nunca creyó posible: la paz y la pertenencia.
Se levantó temprano, antes de que el sol se alzara completamente, y caminó hacia la playa de nuevo. El colibrí de madera en su mesita de noche le había dado fuerza, un recordatorio de que, incluso en las decisiones más difíciles, los sueños podían volar lejos, sin importar los obstáculos.
El adiós pendiente
Al día siguiente, Lucía decidió que debía hablar con Gabriel, pero esta vez, con una decisión más clara. No podía vivir en la incertidumbre. Se dirigió a su taller, con la carta en mano, y lo encontró trabajando en una nueva mesa. Al verlo, el corazón de Lucía se aceleró, pero también sintió una oleada de tristeza. No podía seguir posponiendo lo inevitable.
—Gabriel —dijo, tomando aire—. Tomé una decisión.
Él levantó la cabeza, su rostro esperando lo que ella iba a decir, con una mezcla de ansiedad y resignación.
—Me voy. Tengo que irme a la ciudad. La oportunidad que me dieron es demasiado importante para dejarla pasar.
Gabriel permaneció en silencio un largo momento, asimilando sus palabras.
—Lo sabía —murmuró, como si hubiera estado esperando esta confirmación desde el principio.
Lucía lo miró, sus ojos llenos de lágrimas que se negaban a caer.
—No quiero irme, Gabriel. No quiero perder lo que tenemos.
Él dio un paso hacia ella, tocando su rostro con suavidad, como si fuera lo último que podría hacer.
—Tienes que volar, Lucía. Tienes que hacerlo por ti misma. Yo siempre estaré aquí.
Y con esas palabras, con la sensación de que un ciclo importante estaba por concluir y otro por comenzar. La decisión estaba tomada, pero el futuro seguía incierto.