Capítulo 1: El eterno verano

1704 Words
A mis 29 años, si algo había aprendido sobre la vida, es que todas tus penas, por más infinitas que te parezcan, se desvanecen en el mar. No hay tristeza que el agua no limpie, o pensamiento que no se despeje al sumergirte. Y desesperado, tratando de conseguir lo que se me había perdido, mi única escapatoria debía ser mi lugar favorito del mundo. Ya ni podía recordar desde cuándo comenzó mi amor hacia el agua, mares, océanos y todo lo que allí viviese. Puede que fuese por crecer en una casa con una amplia piscina casi las 24 horas del día para mí; o puede que fuese esa afición de mi madre de nadar en todos los estados de ánimo posibles. Tampoco podía omitir todas las maravillas naturales a nivel mundial que tuve la oportunidad de conocer sin límite. Como fuese que llegó a gustarme, esto se convirtió en parte de mí. Así, había encontrado mi lugar en esta existencia. Me había dedicado a estudiar biología marina, más tarde a dirigir diversos proyectos de rescate y conservación. ¿Y si mi intención era la de desaparecer? ¿Qué mejor que hacerlo en un lugar en donde nadie me conocía por mi apellido o familia? No era ciego, no era ignorante, sabía lo que implicaba ser Diego Bryrne, y ello era obstinante muchas veces. Una vez me fui del nido familiar, era una mosca fastidiosa volando el que supiesen mi apellido, o el que creyesen que mis aventuras tratando de vivir mi vida, fuesen oportunidades de negocio. Una vez la palabra Bryrne se escuchaba en el aire, todo perdía autenticidad de alguna forma. Era asfixiante, así que, lo borré. Borré mi apellido de mi identidad. De esta manera, el primero de mis viajes auto exploratorios luego de tanto tiempo, estaba a poco de iniciar con mi llegada al Aeropuerto Internacional Flamingo. Había finalmente llegado a las Antillas Neerlandesas, a mi paraíso preferido del Caribe, Bonaire. Lo que más me gustaba de Bonaire, era que a pesar de ser un destino turístico al que llegaban cruceros y por lo tanto, tenían playas masificadas con turistas. También había otros lugares casi vírgenes y que parecían sacados de los mejores efectos especiales. Su vida subacuática era invalorable, cautivante, y el tan solo imaginar desvanecerme en sus aguas con una visibilidad tan perfecta, me emocionaba como a un niño pequeño. Un niño preparado para dejar ir todos sus pesares, y encontrarse así mismo. Bajo del avión con mi mochila de viaje, paso por los controles de seguridad correspondientes y ni espero por un equipaje mayor. No lo traía, no era necesario. Solo tenia algunos pocos cambios de ropa, algo de efectivo, mi pasaporte especial y era todo. Necesitaba reconstruirme a mí mismo, y ese tipo de viajes se hacían desde cero. Lo que no podía hacer desde cero eran las amistades que había creado en este lugar. A lo largo de los años había venido en varias oportunidades, lo que me hizo contactar con algunos locales, sobre todo empleados de los lugares donde me quedaba y uno que otro submarinista recurrente. Uno de ellos era quien me estaba esperando en su auto rojo chillón, Jesús. Intercambiamos una sonrisa y un apretón de manos, seguido de un abrazo amistoso. —Mi amigo Félix, ¿desde cuándo no nos visitas? — me saluda. —Amigo Jesús, ¿dos años? Cada vez tengo más sobrinos, ahora vienen unas gemelas. No dependía de mí — respondo sin corregirle a eso de llamarme Félix. Es que… Félix era mi nombre en mi “pasaporte especial”. Cuando hice chistes a mi madre de que desparecerme era mi super poder, es que las verdades son dichas entre risas engañosas. Me lo tomaba como personal, y los contactos atados a quién era, hicieron que lo tuviera, una segunda identificación falsa. La que siempre había utilizado en este sitio, y una con la que me sentía cómodo. Comenzó como una travesura, un desafío a no querer lo que tenía, y terminó convirtiéndose en esto. No ahondaré en la ilegalidad de usar un pasaporte falso para viajar, de eso no iba mi historia. Ambos subimos a su auto, monto mi bolso en mis piernas, y emprendemos el camino directo a su posada. La familia de Jesús tenía desde generaciones una pequeña posada que se encargaba de recibir de forma cercana a los turistas a la isla. Me gustaban los desayunos que preparaba su abuela, y me gustaba más lo cálido que se sentía ese sitio. Paseando por sus calles, visualizar el azul hipnotizante de sus aguas a la lejanía, me relaja. Iniciamos una plática para ponernos al día del acontecer de la isla, pero no parece que mucho haya cambiado. Estábamos hablando de una isla con menos de 20 mil habitantes y dedicada al turismo, producción de sal y petróleo. Jesús me habla de cómo ha sido una buena temporada, de algunos dramas con sus clientes, porque si alguien tenía historias por contar eran quienes trabajan en la industria de la hostelería. Entre relato y relato, tengo una prioridad, visitar Klein Bonaire, un islote deshabitado frente a la costa occidental. Era simplemente el mejor punto para hacer buceo. Si era posible quería tomar un taxi bote hasta allá hoy mismo. —¿El amigo Luis sigue en la marina? Quiero salir directo a Klein ¿tiene algún viaje planeado para estas horas? — pregunto. No hace falta que detalle mucho el rostro de Jesús para darme cuenta de que mi pregunta le ha molestado. Algo extraño, mientras más clientes redirigidos por recomendación, mejor para todos ellos. Eran una comunidad que trabajaba de esta manera. —No los sigue haciendo — me corta de una sola vez. Mi curiosidad aumenta. —¿Por? — indago — ¿no tendrás a alguien más que me lleve? No debo ser el único queriendo ir para allá. —Los viajes a Klein están suspendidos temporalmente — sigue sin esconder su mala gana. —¿Hasta cuándo? — esto estaba poniéndose bastante extraño. No había ningún pronostico de mal tiempo. Estábamos casi encima del resplandor máximo del verano eterno del Caribe. —Hasta que los Santoro terminen con su resort allí — se queja. También me debo sumar yo a su queja. ¿Cómo que estaban construyendo un resort en un sitio prácticamente virgen de Bonaire? Se suponía que no podías pernoctar allí, y no había nada allí incluso. Los visitantes eran llevados por unas horas y regresados a Kralendijk el mismo día. —¿Cómo pueden construir un resort en sitio protegido como ese? — interrogo impactado. —Dinero y corrupción. ¿Qué más Félix? Desde que esa gente llegó queriendo comprar muchos de nuestros negocios, sabía que eso no iba a terminar bien. Están dañando el ecosistema de sus costas. ¿Los Santoro? Primera vez que escucho ese apellido en este contexto. —¿Esos quiénes son? — pido explicaciones. —Unos malditos ricos que creen que por tener billete pueden comprarlo todo. Malditos ricachones, todos son iguales, todas esas familias — blasfema Jesús. Es gracioso, pero me siento algo atacado personalmente. Si Jesús supiera que yo también pertenecía a una familia monopolizadora en toda regla, me deja de hablar. El descargo de Jesús no puede seguir porque llegamos a su posada, una agrupación de apartamentos tipo estudios con fachadas en amarillo chillón. Ni bajo del auto del todo cuando veo una aglomeración de personas en la entrada. Se trata de una mezcla entre locales y evidentes turistas. Parecía una discusión acalorada, una que al escuchar mejor me percato que no es una lucha entre ambos bandos, sino su oposición a un tercer bando, no presente, los fulanos Santoro. —¿Hasta cuándo prohibirán los viajes? ¿Cómo una empresa privada puede prohibirlos? — reclama un rubio con la piel tostada por el sol. —Estamos de manos atadas. Son ordenes de las autoridades — se defiende Felicia, la mamá de Jesús casualmente. —¿No les parece ofensivo que sin explicaciones estén dañando lo suyo? — protesta otro forastero más. —Deben contar con los permisos necesarios porque cómo podrían iniciar un proyecto a tal escala de no tenerlos — trata de dar veracidad a su comentario la señora. No se la da mucho, luce indecisa. —Pero ¿dónde están esas pruebas señora Felicia? Puede ser mentira — habla una chica joven con uniforme de la posada. Sigue más comentarios a favor de dicho consenso, que algo muy malo estaba pasando en semejante condición. En resumen, desde hace un mes no se ha podido llegar al islote y cualquier bote particular que llegue, quienes trabajan en dicha construcción, piden el retiro inmediato. Lo que comenzó se rumoreo como un proyecto pequeño, parecía ir más allá, mucho más allá. —¿Y qué es lo que podemos hacer? Ni que nuestra opinión les importase — recita pesimista la mujer. Pero a mí se me había ocurrido una idea que sabía daría resultados. —¿Qué tal si protestamos juntos contra los Santoro? Mi propuesta hace que la mayoría de los presentes me miren sorprendidos, extrañados y otros curiosos. —¿Qué va a cambiar eso? — dice dudoso pero esperanzado Jesús. —Todo. Porque para comenzar ¿cómo podrán construir en paz si nosotros robamos su paz? — explico. —Es que no dejan que ninguna embarcación se acerque, lanzan advertencias desde que te visualizan, y desde el puerto nos lo dice los supervisores — sigue otro de los reunidos. —Advertencias, avisos, palabras vacías. ¿Klein es espacio de carácter público en el presente no? — pregunto para que algunos me den la razón — si es así. ¿Qué les impide pisar ese islote como siempre han hecho? ¿Quién nos impedirá protestar pacíficamente? Nadie podrá hacerlo, y lo que es mejor, estamos en la posibilidad de que más se nos unan. Mientras más lo hagan, será mejor. En la unión, está la fuerza. Mi propuesta es aceptada con entusiasmo y en cuestión de minutos habíamos formado un plan para interrumpir desde la madrugada en Klein y averiguar/detener lo que allí estaba ocurriendo. ¿Quién lo diría? Bonaire nunca me decepcionaba, por eso la amaba tanto.
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