—¿Dónde te has metido, señorita? —Carl, le pregunto a Luisa.
—Don Carl, ella estaba con nosotros; mil disculpas fueron cosas muy importantes.
—Si es que tenemos que salvar el mundo o el universo y algo más que eso. —Francisco le explicó moviendo las manos como si limpiara un espejo.
—Bebe, estábamos muy preocupados—, empezó a llorar la señora Mery, la mamá de Luisa.
—Tranquilos, señores, Entiendo la preocupación, no alcanzamos a avisarles de nuestra demora. Por favor, permítanos pasar y buscar algo en su patio
—Papá, ellos quieren examinar la piedra que está debajo de la casa.
—La enorme piedra, pues suerte con ello, que ni la dinamita le hizo rasguños; aunque de pronto hubiesen traído a su compañero Marco, quien es tan musculoso, tal vez podría partir esa roca—, mencionó don Carl moviendo todo el cuerpo como gelatina.
Mientras los maestros excavaban o mejor, mientras Michel excavaba porque Francisco compartía miradas fugitivas con doña Mery, miradas que se colaban de la vigilancia de don Carl. Al tiempo, Luisa y Guio entraban al cuarto a buscar ropa limpia para bañarse y cambiarse. De pronto Guio intentó besar a Luisa, acostándola en la cama y subiéndosele encima. Ella sintió un calor que la quemaba desde adentro, a medida que su boca se acercaba, ella notaba un cosquilleo como hormiguillas bajando de su boca al cuello, sintió que su respiración le raspaba la garganta. Todo su cuerpo le decía que se dejara llevar por el momento, que lo besara y se dejara llevar hasta el límite; sus hormonas y la curiosidad la presionaban para que cooperara. Estaba vencida, estaba contra las cuerdas y no se pudo resistir. Solo que las cosas no fluyeron, los labios fueron torpes, no hubo caricia, ni lucha, ni nada parecido, solo las bocas se rozaron, cual bostezo de peces y hasta parecían que salían olas, porque su hocico quedó mojada de babas. Ella no aguantó el fastidio y lo empujo con ambas manos fuera de su cama; cualquier deseo corpóreo se extinguió por la inexperiencia de Guio, quien notó lo mismo y dejó el cuarto en silencio. Mientras Luisa se limpiaba la cara con las cobijas que también le servían para ocultar su cara de vergüenza, en ese momento pensó fuerte a Luis: definitivamente tendría que optar por él, ya que desde pequeña estaba enamorada de él, pero porque trato de ensayar con Guio, «el torpe caballero», así escuchó que le apodaban y ahora comprobaba que no se equivocaban. ¿Y Luis?, qué le tocaba hacer; lo único era esperar un milagro a que el orgullo roto sea sanado por el amor, a que la dignidad sea doblegada por el deseo. Aunque estaba el asunto de que los de la orden no podían tener parejas, de ser eso cierto, entonces ¿para qué servía tener raros poderes? Si no puedes tener el amor, ¿de qué sirve saber que puedes salvar a una doncella en apuros? Qué premioso sería para Superman si salvar a Luisa Lana no le da un espacio en su corazón y en su dormitorio, ¿acaso no dicen que no hay mejor gozo que el amor? De gracias solo vive el simio, de honor los samuráis. Pero ella quería vivir de amor, alimentado con besos y sazonado con caricias.
Guio salió del cuarto, ensimismado en sus pensamientos de fracasos, sus despistados pasos lo llevaron al patio donde fue saludado por su maestro Francisco:
—Guio, llegas a tiempo para relevar a Michel—, señalándole la herramienta de excavar. —Apúrate, que si te rinde, de pronto se me olvida castigarte.
Michel salió del hueco que excavó, para que entrara Guio. Al intercambiar la pica, el viejo pudo ver la pesadumbre en los ojos del muchacho: —¿Qué os acontece?, que tienes cara de acongojado.
—Es lo cruel de la vida, errar por no saber, saber por aprender y aprender para morir—. Guio suspiró.
—Eso, es mejor morir sabio, que vivir necio—, bromeó el anciano, —sin embargo, debes de perder para aprender, de fracasar, para triunfar, de no ser de esa forma, los éxitos no darían alegría, de no ser por el camino accidentado que toca recorrer para lograrlos, donde los débiles se quedan en los tropiezos.
—Sí, maestro Michel, y si lo que consideramos un triunfo nos quita otro o si no vale la pena o nos emprendemos en un imposible.
—Pues si se logra es un éxito y eso es lo emocionante de la vida, lograr lo que te propongas y cosechar triunfos.
—No sé, tal vez nací para fracasar.
—Mi querido Guio. El nacer ya es un triunfo, y todos fracasamos; lo que tenemos que hacer es seguir adelante, transformar el fracaso en triunfo y aprender para no volver a caer. Además, puedes aprender del fracaso de otros; eso es verdaderamente sabio.
—Maestro Michel, la otra vez lo escuché decir que la lógica no afecta a las mujeres, entonces aquí no caben los consejos sin importar que sean de viejos.
—En eso te equivocas; la experiencia de un viejo te puede ser útil en tus avenencias. Yo, aunque guerrero, estuve casado varias veces, estuve con muchas mujeres que me infligieron placer y dolor, alegría y terror, locura y amargura. De todo lo que pase, prefiero esta vida. Solo que aunque me da helaje por las noches y soledad en mis cumpleaños, nadie trata de encerrarme en una prisión de sentimientos. Igual en ningún lugar está escrito que para ser feliz y vivir, te tienes que juntar con alguien; tu felicidad puede ser contigo mismo; debes de encausarte a ser el guerrero más poderoso de todos los tiempos.
—Maestro, la profecía dice que seré ascendido y me uniré a una diosa.
—Por supuesto, si ves, estás dando por sentado que ella es tu diosa y que unirte es casarte, cuando esa profecía puede tener varias interpretaciones, varias interpolaciones, hasta puede que mueras y no la cumplas, como todos los que han muerto sin ver el juicio final.
—Maestro, mejor me dedico a laborar, con pensamientos no encontraremos esa roca—. Guio se puso a escarbar la tierra.
Michel se dirigió a don Carl hablándole de fútbol: —Es verdad, don Carl, ¿qué la mejor selección fue la de hace treinta años?
—No lo comparto, si eran buenos, más no excelentes, tenían todo para ganar el campeonato y terminaron haciendo el ridículo, que disque porque no les cumplieron con unos regalos, algo aparte del sueldo que les dan por jugar. Hubieran llenado de orgullo a un país, a unas familias y a ellos, quienes serían recordados como los campeones mundiales, que a la larga les hubiera dado un fruto mucho mayor a lo que no les dieron y que según ellos fue su manzana de la discordia.
Mientras tanto, en la cocina se encontraba la señora Mery cocinando el almuerzo para su numerosa familia, cuando fue sorprendida por la presencia de Francisco y este, al verse descubierto, no tuvo otra opción que distraer al fisgón con habladuría:
—Señora Mery, huele muy rico… Su comida.
—Gracias, señor Francisco, usted es muy amable y además…
—¿Además, qué?
—Además de mirón, he notado como no puede despegarme sus ojos; sé que ustedes son una especie de monjes, así que debe de controlar su celibato, guardar sus votos, y no se le olvide que soy una mujer casada y con 10 hijos.
—Eso es algo muy increíble que una mujer tan bella sea una mamá conejo, tan hermosa que eres como un imán para mi mirada, y si sé que tienes esposo, aquel que está en el patio, eso lo sabemos todos. Solo que no estaría de extra y se lo digo sin que se moleste, disculpándome de antemano si la llegare a ofender, que usted se diera un aire conmigo.
—¿Se refiere a tener algo los dos?
—Considero que debería ser algo furtivo, que no afecte su vida matrimonial ni la mía en mi orden, aparte de darnos otra perspectiva de la vida.
—Señor Francisco, ¿Cómo, puede decir, una infidelidad nos puede hacer el bien?
—Sencillo, a un hombre desahuciado, una gota de amor lo puede curar y a una mujer sumida en un matrimonio rutinario le puede romper la monotonía.
—Don Francisco, a una mujer casada, que tenga 10 hijos y que trabaje, no le queda tiempo para la rutina y la monotonía. Eso será cuando muera.
—¿Qué tal, para recordar en la vejez?
—No, señor, no habrá cosa que me convenza.
—¿Y qué tal si ofrezco comprarte ropa cara, lujos y viajes?
—Usted, don Francisco, me ofende, yo no me vendo.
—Disculpe, si me entendió mal, señora Mery, yo solo quiero poder saciarme las ganas que me dan de besar su hermosa boca.
—Es eso, no sé qué decirle, excepto…
Y se acercó besándolo, la muy traicionera, que era como la leche que hierve en la estufa que se riega al menor descuido del cocinero. Sin importarles que a unos metros seguían hablando su esposo y Michel, de fútbol y política; conjugaban apellidos e insultos, apodos y jugadas, errores y amañes, hasta que un grito de emoción provocó que todos los presentes dirigieran su atención al patio.
—¡La encontré!— Guio exclamaba emocionado.
Michel y Francisco se acercaron. Limpiando lo que sobresalía de roca, el viejo gordo formuló:
—Solo hay una forma de saber si es el metal sagrado, debemos de irradiarle nuestra energía.
De sus palmas brotaron rayos de luz que la piedra absorbía, lo que provocó que palpitara, que emitiera un brillo intermitente, que empezó a salir por las aberturas del suelo de ese pueblo y en los alrededores; —¡si es, es el metal!, —se extasiaban los maestros.
El día brillaba aún más con los destellos de esta piedra hasta que una nube de murciélagos tapó por completo el sol y se escucharon cascos y garras raspar el piso, truenos y rugidos; el suelo temblaba al compás de los pasos de algo gigante que se aproximaba amenazante, hacia la casa de la familia Monroy.