Era un hermoso clima; quizás era otoño por la cantidad de pétalos en el aire o primavera por el polen en el aire; era difícil saberlo debido a que el pequeño planetoide de los cuarteles se movía entre los mundos y dimensiones permitidas. Adentro, en una habitación, estaba la chica nueva, haciendo una tarea que ninguno de los maestros antiguos podía hacer; tenía que purificar la malvada espada Dármela, algo complicadísimo, debido a que esta fue forjada con magia negra y templada con la sangre de muchas víctimas. Ella trataba de darle su energía o de limpiarla con su saliva y oraciones, pero se angustiaba al no conseguir los resultados exigidos por el gran maestro; estaba a punto de llorar por la desesperación; quería superar esta prueba para seguir entrenando o en misiones. Por suerte, entró el maestro Francisco viéndola llorar y la abrazó diciéndole: —Tranquila, mi niña, es algo complejo; yo he visto que un elegido lo podía hacer y le costaba mucho trabajo. Decía que era como absorber y soltar al mismo tiempo, como amar odiando; asimismo exponía que tenía que hacer que el arma deseara ser purificada. Calma, relajate, de seguro estresada no lograrás nada, de lo contrario tal vez la vuelvas aún más malvada.
—Es que quiero ir a entrenar. No soporto el encierro—, Luisa contestó.
—Sé que te quieres volver fuerte, tienes que vengar a tu madre y todo eso.
—Eso es verdad, maestro.
—En ese orden de ideas, me parece que la clave es como la de los alquimistas: todos piensan que ellos transforman el plomo en oro y aunque es verdad, en parte, lo que hacen es que ellos primero transmutaron su alma mediante el fuego del cambio y luego el metal los imita.
—Quieres decir que tengo que renunciar a mi venganza por purificar esta estúpida espada fea.
—No, Luisa, lo que te quiero decir es que tienes que mejorar y ampliar tus capacidades, si por ello quieres cambiar la naturaleza de esa abominación; ya cuando lo logres será un triunfo tuyo y una vez lo domines, será algo que te parecerá fácil, que no creerás que dudaste en conseguirlo.
—Lo único que se me ocurre sería matar a La Mancarita, a ese cruel espanto que se devoró a mi madre.
—Debe ser, a veces yo no consigo dormir si tengo una tarea pendiente. Te propongo algo, vamos a cazarla, sé dónde puede estar, la destruiremos para que puedas seguir tu camino.
—¿En serio?, iré por los muchachos para que nos acompañen.
—Aguarda, no es prudente, niña. Nadie se puede enterar de que salimos de aquí, que dejaste la tarea inconclusa; vamos los dos y si las cosas se ponen feas, nos devolvemos en un portal; soy un experto en ellos, observa—. Francisco abrió uno debajo de ellos que los llevó a un bosque inundado que el agua les daba en las rodillas.
—tranquila, Luisa, por aquí está, puedo sentir que nos observa; debe de ser ella o algún otro bicho, no importa lo que sea, lo mataremos y si ya está muerto, buscaremos la forma de destruirlo.
Una sombra se abalanzó sobre ellos, levantando agua a su paso. Los hubiera tumbado de no ser porque Francisco saltó jalando a Luisa. Ella aprovechó a lanzarle un espadazo que provocó que volaran cabellos por el aire, mientras ese ser se quedó de espaldas a ellos, separados solo por unos metros, bufando, sacudiendo las greñas, imitando el llanto de un bebé.
Luisa corrió para intentar quitarle la cabeza, pero el espanto se agachó dando un giro y la golpeó en el estómago con una patada. A Al tiempo, Francisco contraatacó con su lanza de luz, aunque el espanto lo bloqueó con sus cabellos, que se movían por el aire, estirándose como chicle e impenetrables como el acero, que en segundos envolvieron al maestro, transformándolo en una madeja de pelo, a la vez que Luisa retomaba su ataque directo, comprobando que era el monstruo que asesinó a su madre. La Mancarita, quien la miraba con una mueca maliciosa, mientras la guerrera la atacaba con sus mejores técnicas, y el espanto parecía que jugara; incluso se le colocó detrás, burlándosele: —Sé que vienes a vengarte, porque devore a tu madre, la cual estaba deliciosa; lamento no haber hecho lo mismo contigo, desde luego que ahora eres la más buscada; me enteré de que puedes mejorar a las criaturas del bosque; muy pronto descubriré qué hace tu sangre con un ser como yo.
La Mancarita intentó con furiosos golpes romper la barrera de protección de Luisa. Mientras recordaba cuando fue humana, que desde que nació sufrió maltratos por sus pies torcidos, que empeoró en la pubertad al desarrollársele solo un seno. Se llamaba Rita; y al no aguantar tanto desprecio decidió internarse en el bosque donde sus uñas y cabello crecieron sin control ni higiene. No rememoraba bien el momento en que se volvió un monstruo; se confundía desde el instante en que empezó su venganza devorando a los campesinos perdidos. Tal vez una noche se acostó como gente y por la mañana se levantó siendo una bestia o puede ser un castigo por los sacerdotes que devoró. Lo cierto es que era un ser que lo único que conocía era el odio; por tanto, era eso lo que daba; disfrutaba provocando dolor; ahora tenía la posibilidad de adquirir poder para atormentar sin límites.
Mientras tanto, desde adentro del c*****o de pelo, Francisco luchaba por liberarse y sin conseguirlo recurrió a medidas desesperadas; convocó un portal que lo llevó al interior de un volcán, donde la lava destruyó esa madeja de pelo y por poco quedó calcinado; afortunadamente, que era muy hábil con los portales, convocó otro, que lo llevó encima de La Mancarita y lo aprovechó para cortarle las garras, causando que el espanto gritaba; luego el maestro intentó atravesarle el corazón y aunque lo esquivó, le alcanzó a cortar el único seno que poseía, causando que chorreara un líquido que producía que las plantas florecieran.
—¡Espera!, voy a pelear en serio, recuerden que están en mi casa—, diciendo esto, el espanto levantó lo que le quedaba de brazos y de todo el suelo inundado brotaron lazos de cabello, asemejando el campo a una telaraña. Luisa, recuperándose, arrugando las cejas, exclamó: —¡Francisco, ella es mía!—, y corrió esquivando los cabellos que intentaban detenerla; le asestó varios espadazos en el vientre y el espanto seguía con su sonrisa maliciosa. Se tumbó en el charco, y después emergió cubierta con una armadura hecha de su propio cabello y los atacó con lianas de pelo.
—Francisco, tuvimos que haber traído refuerzos—, decía Luisa, llena de angustia, mientras cortaba esos tentáculos peludos.
—Hay una opción, vuélvela humana y la mataremos fácilmente.
—No, maestro, eso sería asesinato.
—¿Y qué con eso? Esta cosa ha matado a miles, incluyendo a tu madre; mientras tenga acceso a los poderes de las tinieblas será muy difícil vencerla.
—Maestro, es que no sé cómo hacerlo.
—Luisa purifica su interior, habla con su corazón; era lo que un antiguo elegido nos decía. Recuerda que primero tienes que producir en tu interior para proyectarlo en tu exterior.
—O sea que me tengo que purificar, dejar esta rabia, eso es muy complicado, ya que lo único que deseo es destruir este ser.
—Luisa, no tienes que perdonarla, esa cosa tiene que ser destruida; tal vez debas sentir que ya la destruiste, que ya superaste ese odio, que al consumir tu venganza se te quitó ese peso de encima; siente como serias sin esa carga, supéralo y recuerda esa sensación.
—Maestro Francisco, lo intentaré—, ella caminó hacia el espanto, con los brazos abiertos, luego la abrazó, causando que la Mancarita gritara desesperada, mientras una luz brotaba de ellas. Después de un momento, los rayos cesaron, mostrando a dos mujeres abrazadas llorando.
La guerrera Luisa había conseguido purificar al espanto; aunque ahora lucía como si lo siguiera siendo, ya que era una mujer fea, con un solo seno y las piernas torcidas. También ese pantano se desinundó y brotaron lirios por doquier.
Rita, la mujer antes conocida como la Mancarita, se tumbó de rodillas para seguir llorando, tapándose la cara con las manos mientras Luisa la contemplaba.
—¡Mátala! —ordenó Francisco.
—No puedo, es una mujer indefensa.
—Esa mujer acabó con tu madre, Mery, de la que yo me había enamorado, la que me enseñó que la vida tiene sentido. Esa cosa no la quito; si no la eliminas, es posible que busque la forma de ser de nuevo un monstro.
—No, Francisco, tal vez ella merece otra oportunidad; en este tiempo la gente es más tolerante y hay muchas instituciones donde la pueden ayudar. Quizás un par de cirugías y quede como una mujer normal.
Rita alzó la cara, y viéndola a los ojos le dijo: —Por favor, mátame, no merezco vivir después de todo lo que he causado y cuídate de tu acompañante, es un traidor.
No alcanzó a terminar su frase cuando Francisco le atravesó el corazón con la espada y la levantó para sacarle la lámina de acero por arriba, intentando romperla en dos.
Luisa lloró rogándole: —Ya déjela, maestro, está muerta, aunque no era necesario; mejor volvamos a los cuarteles.
—Yo decidiré eso—, manifestó Francisco, sercenando los restos de Rita. —Por cierto, ¿escuchaste lo último que dijo?
—No, no, señor—. Luisa, contestó, muy nerviosa.
—Bien, ella me acusa de traidor, y lo soy, para que me dijesen el paradero de esta cosa, me tocó venderte a ella—. Francisco señaló al bosque de donde emergió la Madre-monte, en su verdadera forma, una hermosa mujer con pequeñas hojas en la piel, que los saludó: —Los felicito, han consumado su venganza; les agradezco, porque esa cosa, ya me estaba sacando de quicio, es una de mis peores creaciones. Ella tenía que regar los bosques desforestados con la salvia que brotaba de su pecho. En cambio, eligió ser una carnicera. Me equivoqué dándole una oportunidad. Es normal, Luisa, tú también lo hubieras hecho de no ser por mi amigo Francisco.
—La compasión nunca estará mal hecha; si elegiste salvarla, obraste bien al igual que yo lo hubiera hecho sin dudarlo—, Luisa replicó furiosa preparando la espada.
—Puede que tengas la razón, querida, lo que no debes pensar en que tienes que pelear conmigo, yo no te quiero aprisionar, deseo salvarte, liberarte, no tienes futuro con los humanos, el gran maestro te teme y hará lo mismo que ha hecho con los de tu clase: terminarás en una hoguera—, la Madre Monte conversó, tranquila, a la par que enterró con flores los restos de Rita.
—Si es cierto, déjame ir, tengo que reflexionarlo—, rogó Luisa sin guardar su arma.
—No te puedo dejar ir; mi obligación es protegerte, incluso de ti misma; si te vas es posible que seas asesinada una vez purifiques esa condenada espada; apuesto que no tienes idea del motivo por el cual necesita esa cosa el gran maestro—, manifestó la Madre Monte sacando su cedro de madera blanca.
—No me rendiré fácilmente—, pronunció Luisa arremetiendo contra ella, a la vez que Francisco lanzó un golpe, pero dirigido a Luisa, a quien le tocó olvidar su primer objetivo para defenderse.
—¿Qué haces, maestro?—, Luisa preguntó muy asustada.
—Hago lo que creo tengo que hacer—, y la siguió golpeando.
La Madre-monte aprovechó para dispararle una flor de dormidera, que la desmayó casi de instantáneo.
—Gracias, Francisco—, declara la Madre-monte, llevándose a Luisa. —Nuestro acuerdo sigue en pie.
—Gaia, ya no estoy seguro de querer eso.
—Eso no es posible. Francisco, hace unos meses era todo lo que deseabas;
—Sí, Madre-monte, pero las cosas cambiaron, mi panorama cambió, ya veo la vida con otros colores.
—Lo entiendo, ya no quieres morir, ya deseas seguir en este plano. Ya no refunfuñas del don que te dio uno de los elegidos o los profetas, como ustedes los llaman.
—Tienes razón, después de tantos milenios, al fin me enamoré, conocí lo que se conoce como el amor y este bicho me la arrancó de mis brazos cuando yo planeaba arrancársela de los del marido. Ahora ese es mi debate.
—Francisco: escuché a un poeta decir que “es mejor haber amado y perdido que nunca haber amado”.
—Es verdad, aunque es duro vivir con la pérdida. Supuse que con la venganza me tranquilizaría, y me siento peor. Ya no tengo un motivo que me empuje por la senda de la existencia. Me parece que deseo que nuestro plan siga; Madre-monte ya te la entregue; si aparece el elegido también lo haré; lo único que te pido es que consigas la forma de matarme y, por favor, no tardes. Tampoco resisto vivir siendo un traidor, es que me asqueo yo mismo; ya no soy nada, ni siquiera un espanto.