Lo que no mostraban las películas de Hollywood, es que el metro subterráneo de Nueva York es tan viejo y descuidado que da terror. Sariel caminaba y tenía cuidado de no pisar a las ratas. No le daban miedo, solo las veía como los seres vivos que son. Si algo le ha aprendido a su esposo semi ninfo y a sus hijos hadas es a respetar y querer a todos los animales, incluso si son roedores de mal aspecto.
Desde el cataclismo que hubo antes de que ella naciera, al gobierno estadounidense no se le había dado por destinar recursos para el mantenimiento de los subterráneos, menos aun con la crisis económica que trajo los hechos de hace cinco años.
Dylan la guiaba entre los cientos de carpas que estaban apiladas en los pasillos al lado de los rieles. Ella había querido saludarlo con un fuerte abrazo, demostrándole cuánto lo ha extrañado en todos estos años, pero él le dijo que el contacto estaba prohibido, y de eso se dio cuenta ella en esos minutos que duró caminando, notando que las carpas, si bien estaban apiladas, estaban separadas prudentemente, y ninguna persona se acercaba a otra a menos de dos metros.
Al parecer, dicho virus aparte de contagiarse por el aire, también se podía contagiar por los fluidos corporales. Ni besos ni abrazos. Ambas acciones afectivas podían resultar muy peligrosas.
Sariel intentó no usar su poder de la empatía para captar los sentimientos de las demás personas, pero siendo medio ángel no lo pudo evitar. Sintió el dolor de esas personas, muchas habían perdido a sus seres queridos por esa peste. Pero el sentimiento que predominaba en ese ambiente apocalíptico era el del miedo. Nadie quería resultar convertido en un zombi, y no sabían qué les traería el mañana.
A pesar de que estaban en invierno todavía, allí abajo hacía un calor insoportable. En verano, los andenes alcanzaban una temperatura de 38 grados, y en los vagones el sudor se congelaba con el aire acondicionado.
Dylan, para su suerte, tenía un vagón como habitación-oficina. No hablaron nada en el camino, pero por como todos miraban a Dylan, Sariel supuso que era el que mandaba en el lugar. Lo último que le había dicho Raquiel de su mejor amigo de infancia es que estaba trabajando como asesor de la gobernadora de Nueva York, así que de por sí eso ya lo hacía ser alguien importante en la sociedad neoyorkina.
Dos personas estaban esperando en la entrada del vagón, cada uno con unos extintores, pero en vez de salir espuma de ellos, salieron disparos de alcohol y agua. Los desinfectaron a ambos, y entraron al fin al vagón. Sariel descansó al sentir el aire acondicionado.
—Puedes dejar tus zapatos aquí — dijo Dylan mientras se quitaba los suyos y los dejaba en una caja al lado de la puerta —. Dudo que puedas contagiarte de cualquier virus, pero aun así podrías portarlo en tus ropas, y yo soy un simple mortal que se podría contagiar —camina hasta su improvisado escritorio, el cual había construido con tablas, se quita su mascara y respira profundamente, para volver a mirar a Sariel, esta vez con rabia en su madura voz —, el mortal al que dejaste así, sin más, sin ninguna explicación.
—Dylan, yo...—intentó excusarse ella, pero él la calló con un gesto de la mano.
—No es el momento de hablar de eso, estamos en modo supervivencia —abre un ordenador portátil que estaba sobre su escritorio, de esos que maneja el ejército.
—Ya que nadie nos está mirando, podríamos...no sé ¿Saludarnos como se debe? —propuso ella, con la misma timidez que Dylan recordaba que ella siempre había tenido.
El hombre, que a diferencia de sus amigos nefilim sí aparentaba estar cerca de los 30, relajó su gesto. Miró a su amiga con el profundo cariño que le había tenido siempre. Ese cariño que aun con una década de no verse, le seguía teniendo.
Se fundieron en un fuerte abrazo, mientras que los ojos de ambos amenazaban con derramar lágrimas. Ambos se habían extrañado demasiado. Ambos habían llorado por el otro, pero claro, era algo de lo que no hablaban con nadie, porque nadie entendería la amistad que habían tenido y creerían que había sido una relación amorosa, cuando no fue así. Bueno, tal vez Dylan sí había estado enamorado de Sariel, pero la respetó siempre. Nada de besos robados ni miradas indecentes. Solo besos en la mejilla y uno que otro abrazo largo, como el de ahora.
—Podrías haberme dicho la verdad, que eres...medio ángel, y te hubiera guardado el secreto —dijo él apenas se separaron, aunque se quedaron agarrándose los brazos con delicadeza —. Tal vez así tu partida me hubiera dolido menos.
—No me hubieras creído si te lo decía —le dijo, dedicándole una tierna sonrisa mientras le acariciaba una mejilla. Él cerró los ojos ante el delicado toque, besando la palma de la mano de la rubia.
—Pues le creímos a Jelena Petrova ¿No? Creo que fue muy evidente su naturaleza celestial —se separa de la nefilim a regañadientes apenas alguien lo contactó por el walkie talkie —, es uno de mis hombres en tierra, del ejército. Están consiguiendo provisiones.
Ejército-provisiones-supervivencia. Claro. Sariel supuso que si lograron organizar una civilización en los túneles del subterráneo de Nueva York, era con el sacrificio de los valerosos hombres que arriesgaban sus vidas para el bien de su pueblo. Eso hacía su hermano y eso harían sus hijos. O bueno, no es que Dorev esté dando señales de que quiera ser un guerrero, caballero o cazador. El niño parece tener gusto por el estudio.
Sus hijos...ella tenía que volver con su esposo e hijos. Ya enterada de lo que estaba sucediendo en el mundo mortal y ya habiéndole dado el pésame a Raquiel, se suponía que debía volver.
Pero ella no consideraba justo luchar por el mundo mágico, y no por el mundo que la vio crecer. Quería ayudar en algo, como por ejemplo, proteger a esos jóvenes soldados que estaban arriesgando sus vidas al conseguir provisiones para todas las personas que estaban allí abajo. Ella misma podría conseguirlas, ella podía hacer el trabajo de cincuenta hombres con un solo chasquido. ¿Para qué sería entonces la magia si no la utilizaba para el bien de su gente?