Sin embargo, mientras sigo caminando, no estoy tan segura de poder dejar atrás el pasado.
Doblamos una curva y lo veo: el edificio corto y achaparrado en el que debe estar la oficina del comandante. Me preparo, con el corazón palpitante, mientras caminamos.
Sé que el resultado de esta reunión determinará si vivimos o morimos.
CAPÍTULO TRES
El edificio del comandante bulle de vida. El personal militar desfila rápidamente, mientras otros se sientan alrededor de mesas de conferencias mirando planos, discutiendo en voz alta y con confianza los beneficios de construir un nuevo almacén de granos o ampliar el ala del hospital. Se siente como una unidad real, un equipo con un propósito, y se siente bien.
Y me pone aún más nerviosa la idea de que no se nos permita quedarnos.
Cuando pasamos por los pasillos, veo un amplio gimnasio, gente entrenando con armas, disparando arcos y flechas, haciendo sparring y luchando. Incluso hay niños pequeños que se entrenan para luchar. Es evidente que los habitantes de Fort Noix se están preparando para cualquier tipo de eventualidad.
Finalmente, nos conducen al despacho del comandante. Un hombre carismático de unos cuarenta años se pone de pie y nos saluda cordialmente por nuestro nombre, claramente ya informado. A diferencia de la general, no tiene acento canadiense; de hecho, me sorprende con un fuerte acento de Carolina del Sur, lo que me indica que es uno de los desertores del lado estadounidense de la oposición.
Se dirige a mí en último lugar.
―Y tú debes ser Brooke Moore ―Rodea su mano con la mía y la estrecha, y el calor de su piel se filtra en la mía―. Debo decir que estoy impresionado por tus experiencias. La general Reece me ha puesto al corriente de todo lo que has soportado. Sé que ha sido duro para ti. No sabemos mucho del mundo exterior. Nos mantenemos a nosotros mismos aquí. Los esclavistas, las arenas… es un mundo totalmente diferente al que estamos acostumbrados. Lo que me han contado de ti es realmente increíble. Me siento honrado de conocerlos a todos.
Finalmente, suelta mi mano.
―Estoy asombrada por lo que han hecho aquí ―le digo al comandante―. He soñado con un lugar como éste desde la guerra. Pero nunca me atreví a soñar que fuera real.
Ben asiente con la cabeza, mientras Bree y Charlie lucen completamente fascinados por el comandante, ambos lo miran con los ojos abiertos.
―Lo entiendo ―dice―. Algunos días también me resulta difícil de asimilar.
Respira profundamente. A diferencia de la general Reece, que está un poco arisca, el comandante es cálido y agradable, lo que me hace mantener la esperanza.
Pero ahora que las formalidades han terminado, su tono cambia, se oscurece. Nos hace un gesto para que nos sentemos. Nos sentamos en nuestras sillas, con las espaldas rectas como niños en la oficina del director. Nos mira mientras habla. Siento que nos juzga a cada uno de nosotros, que nos resume.
―Tengo que tomar una decisión muy seria ―comienza―. Respecto a si pueden quedarse en Fort Noix.
Asiento solemnemente mientras mis manos se retuercen en mi regazo.
―Ya hemos acogido a forasteros antes ―continúa―, sobre todo a niños, pero no lo hacemos de forma habitual. Hemos sido engañados en el pasado por niños de su edad.
―No trabajamos para nadie ―digo, rápidamente―. No somos espías ni nada parecido.
Me mira con escepticismo.
―Entonces háblame del bote.
Tardo un momento en comprender, y entonces me doy cuenta: cuando nos rescataron, habíamos viajado en un bote de traficantes de esclavos robado. Me doy cuenta de que deben pensar que formamos parte de algún tipo de organización.
―Lo robamos ―respondo―. Lo usamos para escapar de la Arena 2.
El comandante me mira con sospecha, como si no creyera que hayamos podido escapar de una arena.
―¿Los siguió alguien? ―pregunta―. Si escaparon de una arena y robaron un bote a los traficantes de esclavos, seguramente los perseguirían.
Pienso en el tiempo que pasamos en la isla del Hudson, en el implacable juego del gato y el ratón que jugamos con los traficantes de esclavos. Pero habíamos conseguido escapar.
―Nadie ―digo, con confianza―. Tiene mi palabra.
Frunce el ceño.
―Necesito algo más que tu palabra, Brooke ―contesta el comandante―. Todo el pueblo estaría en peligro si alguien los hubiera seguido.
―La única prueba que tengo es que llevo días durmiendo en una cama de hospital y nadie ha venido todavía.
El comandante entrecierra los ojos, pero mis palabras parecen calar. Cruza las manos encima de la mesa.
―Me gustaría saber, en ese caso, por qué deberíamos alojarlos. ¿Por qué deberíamos recibirlos? ¿Alimentarlos?
―Porque es lo correcto ―digo―. ¿De qué otra forma reconstruiremos nuestra civilización? En algún momento tenemos que empezar a cuidarnos unos a otros de nuevo.
Mis palabras parecen enfurecerle.
―Esto no es un hotel ―responde―. Aquí no hay comidas gratis. Todo el mundo paga. Si te dejamos quedarte se espera que trabajes. Fort Noix es solo para gente que puede contribuir. Solo para los duros. Hay un cementerio ahí fuera lleno de aquellos que no pudieron arreglárselas aquí. Aquí nadie se duerme en los laureles. En Fort Noix no se trata solo de sobrevivir, sino de formar un ejército de sobrevivientes.
Siento que mi instinto de lucha se pone en marcha. Cierro las manos en puños y las golpeo sobre la mesa.
―Podemos contribuir. No somos niños débiles que buscan que alguien los cuide. Hemos luchado en arenas. Hemos matado a hombres, animales y monstruos. Hemos rescatado gente, niños. Somos gente buena. Gente fuerte.
―Gente que está acostumbrada a hacer las cosas a su manera ―contesta―. ¿Cómo puedo esperar que cambien a una vida bajo mando militar? Las reglas nos mantienen vivos. El orden es lo único que impide que terminemos como los demás. Tenemos una jerarquía. Un sistema. ¿Cómo vas a hacer lo que te digan que tienes que hacer después de tantos años corriendo a lo loco?
Respiro profundamente.
―Nuestro padre era militar ―digo―. Bree y yo sabemos exactamente cómo es.
Hace una pausa y me mira con ojos oscuros y brillantes.
―¿Tu padre estuvo en el ejército?
―Sí ―respondo con severidad, un poco sin aliento por mi efusión de ira.
El comandante frunce el ceño y luego revuelve unos papeles en su escritorio como si buscara algo. Veo que es una lista de nuestros nombres. Toca el mío una y otra vez con la punta del dedo y luego levanta la vista y frunce el ceño.
―Moore ―dice, pronunciando mi apellido. Luego su rostro se ilumina.
―¿Acaso es Laurence Moore?
Al oír el nombre de mi padre, mi corazón parece dejar de latir por completo.
―Sí ―gritamos Bree y yo al mismo tiempo.
―¿Lo conoces? ―añado, mi voz suena desesperada y frenética.
Se echa hacia atrás y ahora nos mira con un nuevo respeto, como si nos conociera por primera vez.
―Lo conozco ―dice, asintiendo con clara sorpresa.
Escuchar su tono de respeto al hablar de mi padre me hace sentir una oleada de orgullo. No me sorprende que la gente lo admirara.
Me doy cuenta entonces de que el humor del comandante está cambiando. Encontrarse cara a cara con los hijos huérfanos de un viejo conocido debe haber despertado algún tipo de simpatía en su interior.
―Se pueden quedar todos ―dice.
Agarro la mano de Bree con alivio y suelto el aliento que había estado conteniendo. Ben y Charlie suspiran aliviados. Pero antes de que tengamos la oportunidad de sonreírnos, el comandante dice algo más, algo que hace que mi corazón se apriete.
―Pero el perro tiene que irse.
Bree jadea.
―¡No! ―grita.
Rodea a Penélope con más fuerza. Sintiendo que se ha convertido en objeto de atención, la pequeña chihuahua se retuerce en los brazos de Bree.
―Nadie se queda en Fort Noix que no pueda contribuir ―dice el comandante―. Eso se aplica también a los animales. Tenemos perros guardianes, perros pastores y caballos en las granjas, pero tu pequeña mascota es inútil para nosotros. No puede quedarse en absoluto.
Bree se deshace en lágrimas.
―Penélope no es solo una mascota. Es el animal más inteligente del mundo. Nos ha salvado la vida.
Rodeo a Bree con mi brazo y la acerco a mi lado.
―Por favor ―le digo al comandante, apasionada―. Le agradecemos mucho que nos deje quedarnos, pero no nos haga renunciar a Penélope. Ya hemos perdido mucho. Nuestro hogar. Nuestros padres. Nuestros amigos. Por favor, no nos haga renunciar también a nuestro perro.
Charlie mira al comandante con preocupación en sus ojos. Trata de interpretar la situación, de averiguar si esto va a convertirse en una pelea como siempre ocurría en las celdas de la Arena 2.
Finalmente, el comandante suspira.
―Puede quedarse ―cede―. Por ahora.
Bree vuelve sus ojos manchados de lágrimas hacia él.
―¿Puede?
El comandante asiente con rigidez.
―Gracias ―susurra ella, agradecida.
Aunque el rostro del comandante permanece sin emociones, puedo decir que está conmovido por nuestra situación.
―Ahora ―dice rápidamente, poniéndose en pie―, La general Reece les asignará los alojamientos y los llevará a ellos.
Todos nos levantamos también. El comandante pone una mano en el hombro de Bree y comienza a llevarla hacia la puerta. Entonces, de repente, nos empujan al pasillo.
Nos quedamos de pie, conmocionados, sin comprender lo que acaba de suceder.
―Entramos ―digo, parpadeando.
Ben asiente con la cabeza, igualmente sorprendido.
―Sí, lo hicimos.
―¿Esto es casa ahora? ―pregunta Bree.
La aprieto contra mí.
―Es nuestra casa.
*
Seguimos a la general Reece al exterior, pasando por hileras de pequeños edificios de ladrillo de un piso de altura, cubiertos de ramas para camuflarlos.
―Hombres y mujeres separados ―explica la general―. Ben, Charlie, ustedes se quedarán aquí ―Señala uno de los edificios de ladrillo cubierto de hiedra espesa―. Brooke, Bree, estarán al otro lado de la calle.
Ben frunce el ceño.
―¿La gente no vive con sus familias?
La general se pone un poco rígida.
―Ninguno de nosotros tiene familia ―dice, con un toque de emoción en su voz por primera vez―. Cuando uno deserta del ejército, no tiene la oportunidad de traer a su marido, sus hijos o sus padres.
Siento una punzada de simpatía en mis entrañas. Mi padre no fue la única persona que desertó de su familia por una causa en la que creía. Y no era la única persona que abandonó a su madre.
―¿Pero nadie ha formado una familia desde entonces? ―pregunta Ben, presionándola más, como si fuera ajeno a su dolor emocional―. Creí que habías dicho que habías empezado a repoblar.
―De momento no hay familias. Al menos, todavía no. La comunidad tiene que ser controlada y estabilizada para asegurar que tengamos suficiente comida, espacio y recursos. No podemos dejar que la gente se reproduzca cuando quiera. Hay que regularlo.
―¿Reproduzca? ―dice Ben en voz baja―. Es una forma curiosa de decirlo.
La general aprieta los labios.
―Entiendo que tengan preguntas sobre cómo funcionan las cosas aquí, y comprendo que pueda parecerles inusual desde fuera. Pero Fort Noix ha sobrevivido gracias a las reglas que hemos establecido, gracias a nuestro orden. Nuestros ciudadanos lo entienden y lo respetan.
―Y nosotros también ―añado, rápidamente. Me doy la vuelta y pongo un brazo alrededor de mi hermana―. Vamos, Bree, entremos. Estoy deseando conocer a nuestras nuevas compañeras de casa.