CAPÍTULO 7

1249 Words
Evelina preguntó antes de bajarse los pantalones: —¿Tampoco te gustan mis vaqueros? Eran unos vaqueros azules normales y corrientes. No había nada que los diferenciara realmente de los demás vaqueros del mundo. —Me gustarías sin ellos—, le dijo Adrián con sinceridad. Evelina frunció las cejas y cruzó los brazos sobre el pecho. Sabía exactamente lo que él estaba tratando de hacer, pero no iba a permitir que tuviera éxito. —Se te enfría la comida—, dijo Evelina, agachándose para recoger la bandeja que él había dejado en el suelo. Lo miró y vio que sus ojos se clavaban en los suyos. —Es demasiado tarde para comer a esta hora—, dijo Adrián. Ella frunció el ceño ante su respuesta mientras miraba la comida que tenía en las manos. Había tardado un rato en prepararla. —Te estaba buscando por toda esta enorme casa—, señaló Evelina con tristeza. Se acercó y cogió una toalla antes de pasársela por el pelo. Aprovechó ese momento para evaluar rápidamente su cuerpo una vez más. Era definitivamente musculoso y alto, y mientras ella miraba aún más, sus ojos inspeccionaron su paquete. Sus mejillas se sonrojaron de un intenso color carmesí y apartó rápidamente la mirada justo cuando él volvía a colocar la toalla donde estaba. Evelina volvió a dejar la bandeja en el suelo. —¿Sabes peinar?—, preguntó. Sus cejas se alzaron; no esperaba esa pregunta, pero se apresuró a asentir con la cabeza. Le tendió un elástico, dejando que se agarrara a él. Se sentó en el cómodo sillón mientras ella lo miraba confundida. Adrián se volvió para mirarla con una expresión inexpresiva en el rostro antes de suspirar. —¿Eres mentalmente lenta? Supuse que con que te preguntara si sabías peinarte, te diera un coletero y me diera la vuelta sería suficiente insinuación. —Sí, lo siento—, murmuró Evelina, sintiendo que sus mejillas se encendían aún más. Se acercó a él con la respiración agitada. Debido a su altura, tuvo que ponerse de rodillas sobre la silla acolchada en la que él estaba sentado. Evelina se estabilizó agarrándose a su hombro y el corazón le dio un vuelco. Su piel aún estaba húmeda, pero era suave y rígida. Llevó la mano a sus largos mechones de pelo. Era de un bonito color castaño y le quedaba perfecto. Lo peinó con el dedo, como si todo sucediera a cámara lenta. Sus dedos rozaron su cuero cabelludo, y Evelina podría decir que le gustaba basándose en la forma en que sus ojos se cerraron. A ella también le gustaba. Cada vez que le rozaba la piel, él se inclinaba más hacia ella. Mordiéndose el labio, Evelina por fin empezó a agarrarle todo el pelo. Enrollando el elástico alrededor de sus largos mechones, lo dobló y le hizo un moño como el que él tenía cuando lo conoció. Tan pronto como terminó, sus manos bajaron a su hombro una vez más. Aunque acababa de salir de la piscina, aún estaba caliente. Evelina deseaba que su mano bajara más y más. Por alguna razón, sus manos tenían una mente propia mientras bajaban por su cuerpo. Adrián no dijo nada y se echó hacia atrás para apoyar la cabeza en su pecho. Evelina le palpaba el pecho y bajaba aún más hasta tocarle los abdominales. Se sentía tan erótica con la forma en que su respiración se hacía más pesada con facilidad. Cuando lo miró, él seguía con los ojos cerrados, pero ella también percibía el aumento de su respiración. Se apartó rápidamente y se levantó de la silla. Nunca había ocurrido nada parecido en el trabajo. No era nada profesional por su parte y lo sabía. Sus ojos se abrieron de golpe en cuanto ella se apartó de él. —Lo siento—, susurró Evelina. —En un libro titulado 'El poder de la disculpa', un psicoterapeuta afirma que disculparse en exceso, especialmente por situaciones que escapan a tu control, puede parecer que eres amable y cariñoso, pero en realidad estás enviando el mensaje de que no eres intelectual y te falta confianza. Esto disminuye el impacto de una disculpa verdadera que se necesite en el futuro. Además, está demostrado, aunque sólo basado en encuestas, que la gente tiende a perder el respeto por aquellos que se disculpan en exceso—, afirmó Adrián. Evelina lo miró sin comprender mientras pensaba en sus palabras. Sin duda era inteligente, y también era la vez que más le había oído hablar. —Bueno, no soy tan tonta como crees y diría que tengo bastante confianza en mí misma—, le dijo Evelina, defendiéndose por fin. —Si tuvieras confianza, no te habrías quitado la servilleta—, respondió él. Evelina apartó los ojos de él y los dirigió hacia el agua mientras fruncía el ceño una vez más. Adrián se levantó de la silla, pasó por delante de ella y subió las escaleras, dejándola sola con la sopa. Evelina volvió a coger la sopa, se dirigió a la cocina y la metió en el microondas. Si él no se la iba a comer, se la comería ella. Mientras esperaba a que sonara el microondas, Evelina volvió a pensar en sus palabras. Le daba vueltas en la cabeza y no podía quitárselo de la cabeza. De repente, Evelina miró hacia abajo y vio que aún le faltaba una camisa. Con un gemido, se dirigió hacia la piscina y recogió la blusa del suelo. Mientras se la volvía a poner, se rió tristemente al ver que parecía una servilleta. No quería que él tuviera razón, pero sin duda la tenía. En cuanto terminó de ponerse la ropa, Evelina volvió a la cocina, donde el microondas ya había terminado. Una vez que cogió el bol del microondas, lo sentó suavemente sobre la encimera y empezó a comer. Estaba delicioso. De repente, sonó su teléfono. Evelina lo sacó del bolsillo y pulsó aceptar antes de acercárselo a la oreja. Se oyó un llanto en la línea y Evelina apartó el teléfono de la oreja para mirar el identificador de llamadas. En el identificador de llamadas aparecía la señorita Paola, por lo que la preocupación se apoderó rápidamente de sus facciones. —¡Señorita Paola! ¿Se encuentra bien? ¿Dónde está? —preguntó Evelina, dirigiéndose ya hacia la puerta. Se oían risas que se habían superpuesto al sonido del llanto, lo que hizo que la preocupación de Evelina se sustituyera rápidamente por la confusión. —¿Yo? Estoy bien. Pero mi nueva cuidadora no—, se rió la señorita Paola. Evelina suspiró y una pequeña sonrisa no pudo evitar aparecer en su rostro. —¿Qué has hecho?—, preguntó Evelina riendo. Se sintió culpable por reírse porque sabía que la nueva cuidadora debía de estar al límite cuando se trataba de la señorita Paola. La mujer era muy exigente y le encantaba salirse con la suya cueste lo que cueste. —Le dije que si volvía a acercar esa maldita cuchara llena de su comida sin condimentar a mis malditos labios, la encerraría en el armario.—, se burló la señorita Paola. —Entonces, lo hizo de nuevo. Mírala ahora. Está en el armario como le prometí. —Señorita Paola, déjela salir del armario. Sólo intenta hacer su trabajo—, le dijo Evelina. La anciana de la línea suspiró mientras se oían los gritos de la nueva cuidadora.
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