KEMEROVO, RUSIA.
Con esos modos salvajes que lo caracterizaban, Valery tomó el rostro de su esposa con preocupación y la obligó a mantener su mirada al aire intentando contener el sangrado. La sangre que escurría por sus fosas nasales era abundante y no parecía ser algo menor. La tomó del brazo y la guió hasta uno de los sofás donde le pidió que se mantuviera sentada.
Le tendió un pañuelo y la italiana pudo bajar un poco la cabeza justo antes de que su esposo la devolviera a la posición inicial. Recordaba haber tenido un sangrado similar, pero a diferencia de Alessandra, fue porque le habían roto la nariz de un golpe certero en el tabique. Tardó varios minutos en hacer que la sangre dejara de brotar.
Los pañuelos se llenaron de sangre.
—¡Yeva!
—Estoy bien…
—¡Yeva, maldita sea!—e
