Capítulo 16

1424 Words
Conocí a Doris en el teatro y eso me trajo un serio problema con Daniela. Yo había ido a la avenida Abancay, saliendo del trabajo, a comprar tornillos para la perrera del Estadio Nacional, porque se estaban enmoheciendo y eran peligrosos para los aficionados. También compré grasa y aceite. Me iba camino al paradero para tomar el tranvía e irme a mi casa, cuando justo se abrían las rejas del teatro para la función vespertina. Había poca gente, sin embargo, haciendo fila para ingresar. De puro curioso eché un vistazo ente los cartelones, anunciando la obra Romeo y Julieta. Y allí estaba la foto de ella, con su vestido largo, el tocado de la época, sonriente, muy hermosa. Me entretuve buen rato viendo sus ojitos chiquitos y la sonrisa amplia, pintada de rojo y su espléndida figura, una cinturita de avispa que me imantaba. -Es el rodaje, le falta grasa-, escuché quejarse a una mujer. -No, está bien, creo que solo es una tuerca mal puesta-, reclamaba un sujeto. Sentí curiosidad por la discusión, sobre todo la vocecita tan dulce y tierna de la muchacha. Me acerqué donde estaba la entrada de los artistas. El vigilante estaba boquiabierto mirando la escena de la discusión. Ni reparó en mí. -Aquí es donde falla, ¿no se da cuenta? no sea terco, caramba-, decía ella señalando la rueda de un cochecito. Había una canasta de mercado encima. El tipo trataba de ajustar los engranajes con un alicate pero no podía sostener el tornillo ni la tuerca. -Es grande, no agarra, mejor déjelo así, está difícil- discutía él. No me gustó la desesperación que se dibujaba en los ojos de la chica. -Me permite-, intervine. El vigilante sonrió. -Llegó Batman-, echó él a reír, viéndome embozado en mi abrigo. La mujer estaba fastidiada y turbada. Se hizo a un lado y taconeó el piso. Tenía puesto un chal y un sombrero que le recortaban los ojos. Ella tenía razón. La tuerca estaba bien, lo que le faltaba era grasa para el rodaje. Abrí la bolsa que me dieron en la ferretería, cogí el tanque con la grasa, embadurné mis dedos y le eché en el tubo que conectaba a la pieza. También ajusté las tuercas con mi desarmador. -Ya está, pruébela-, sonreí, limpiando mis dedos con mi pañuelo. Ella tomó el cochecito, lo rodó y no tuvo problemas. -Está como un tren-, sonrió ahora feliz y entusiasmada. -A veces el moho es traicionero-, dije arreglándome el abrigo. -Usted es bueno con las herramientas-, siguió riendo ella. Estaba muy contenta y efusiva. -Un poco-, le dije. Ella, de repente, tomó mis manos y me jaló hacia los vestidores. El vigilante se volvió desinteresado y el otro hombre se dirigió también indiferente al escenario, olvidando el incidente. -Mire esta puerta, me mostró uno de los casilleros de metal, cómo rechina- Era cierto. Tenía las bisagras con moho. Se habían puesto, incluso, muy duras. Abrí, otra vez, la bolsa de papel, saqué el aceite y corté la punta con mis dientes. Le di un buen chorro y así, en un santiamén, ya parecía una mantequilla. Ella se asombró. -Wow, maravilloso-, dijo, sacando sus cosméticos, un peine grandote, betún para sus zapatos y un monedero bien gracioso. Recién pude mirarla bien. Era alta, más que yo, delgada, el pelo lacio largo, hasta media espalda, una nariz chiquita preciosa, su boca provocativa y unos pendientes pequeños. Sus pestañas eran largas, parecían abanicar sus pequeños ojos. -¿Usted es la actriz de Romeo y Julieta?-, le pregunté entonces recordándola en el cartel de la entrada. -Sí, ¿se queda a verme?-, me invitó riéndose. -Por supuesto, a eso vine-, mentí. -¿Cómo te llamas?-, se interesó ella, tirando el chal y su sombrero a un sillón. -Miguel-, dije haciéndole una venia galante. -Está bonito tu sombrero, me dijo, mi padre tiene uno igual- -La moda de los cuarenta nunca pasa-, sonreí. -¿Usas tirante?-, ojeó entre mi abrigo. -Sí, no me gusta la correa, a veces no ajusta bien-, le aclaré. -Es mejor, sonrió con picardía, los hombres se ven más hombres con tirantes- Nos quedamos mirando sin decirnos palabra. Ella me empalagaba con sus ojos divinos, las pupilas románticas y dulces, su naricita que movía igual a una conejita y su sonrisa bien pintadita de rojo. -Anda a tu asiento, luego hablamos al final para que me digas qué te parecí-, dijo después, reaccionando divertida. ¿Asiento? Yo no tenía boleto. Me rasqué la cabeza y me filtré hacia la platea. Estaba repleta, no había espacio ni para un alfiler. La gente empezó a dar zapatazos pidiendo el inicio de la función. Se apagaron las luces, corrieron las cortinas y salió un hombre anunciando el primer acto e la obra "Romeo y Julieta". En cuclillas me dirigí hacia las escaleras al palco y desde allí pude vi toda la obra, tranquilo, sin apremios. Doris estuvo, simplemente, sensacional en su papel de Julieta. Al final de la función, la esperé a la salida de los vestidores, fumando un cigarrillo. Ya estaba casi todo desierto. Ella apareció después de un rato, cansada, con sus pelos remojados y arrastrando su cochecito que había reparado con la grasa. -Te llamo a tu casa-, le dijo alguien. -Sí, claro-, respondió ella corriendo sus ojos al techo. Me miró luego y sonrió. -Mi representante, es un idiota-, siguió ella riendo distendida. -¿Vas a tu casa?-, le pregunté. -No, no, no, tú y yo vamos al jirón de la Unión a comer-, me dijo otra vez pícara y traviesa. ¡Caramba! yo no tenía mucho dinero. Me rasqué la cabeza. Ella lo notó. -Yo te invito, no te preocupes, pero que no se te haga costumbre-, echó a reír. Todos los mozos la conocían. La saludaban con muchas reverencias. Le acomodaron una silla y le trajeron un vaso de leche. También panes cortados y mantequilla. -Saben tus gustos-, me sorprendió. Ella arrugué su naricita coqueta. -Es que siempre vengo aquí-, dijo distendida. Doris era demasiado hermosa. Sus ojos eran luminosos como luceros y me encantaba su sonrisa como una chupina de las olas. Me deleitaba verla. ¿Qué hacía yo allí con una estrella del teatro, demasiado bella, inalcanzable? Ella untó los panes con mantequilla y sorbió la leche con encanto. -Dicen que Kennedy será presidente de Estados Unidos-, me dijo mordiendo un pan con sabrosura. -Algo he escuchado, sonreí, dice que evitará que Unión Soviética ponga misiles en Cuba- -Ay los hombres solo andan peleándose-, sorbió ella más leche. Un mozo se acercó y le preguntó si le servirían lo de siempre. -Sí, pero agrega un bistec cortado en trozos-, subrayó. Luego me miró. No sabía qué pedir. -Al señor tráiganle lo mismo, pero el bistec entero-, movió sus dedos. Al rato humeaba frente a ella un enorme plato con arroz, arveja verde y el bistec cortado en un millón de pedazos. -Me disculpas, pero me muero de hambre-, remarcó ella y empezó a hundir el tenedor en el arroz y recoger los trozos de carne, comiendo sin respiro, igual si estuviera paleando en una zanja. Casi al instante trajeron mi plato. -¿En qué trabajas tú?-, se interesó Doris. -Soy obrero en el Estadio Nacional-, dije disfrutando del bistec. Estaba delicioso. -Mi padre es entrenador del Chalaco-, me dijo achinando sus ojitos. -Y usted es actriz-, subrayé. -No, este es un pasatiempo. Yo soy endocrinóloga en el hospital del empleado-, me dijo. No sabía que era eso. No le dije tampoco. Asentí con la cabeza. Ella reía con los ojos. -¿Eres casado?-, me dijo pasando una servilleta por su boca. -Soltero, ¿usted?-, fui al ataque. Pasó la lengua por su boca. -Disponible-, echó a reír y su sonrisa fue lo más maravilloso que vi en el mundo. Vivía cerca al Savoy. La acompañé y cuando ella rebuscaba su cartera buscando sus llaves, le besé la boca. Ella se sorprendió pero respondió compartiendo el beso, con deleite. -Este es mi número-, me extendió un papelito y entró. Me sentí dichoso, feliz, entusiasmado y frenético. Me fui brincando cuando oí una voz furiosa detrás mío. -Seguro dirás que es una amiga del colegio- Era Daniela, la profesora. ¡Ufff! me había visto besando a Doris. Ella estaba indignada, con los ojos echando fuego. -Es la actriz Doris, de Romeo y Julieta, ¿te imaginas? Tenía que besarla, un souvenir invaluable-, intenté dármela de gracioso. Creo el cachetadón que me dio Daniela retumbó tanto que hasta remeció el cerro San Cristóbal...
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