Capítulo 37

1200 Words
Les soy sincera. A mí lo que más me atraía descubrir en lo que había sido en mi vida pasada, era conocer a las mujeres que yo, siendo un hombre, había enamorado. El hecho que sea mujeriego, despertaba la ansiedad y expectativas de mi lado erótico y me ponía a pensar si aquel sujeto, Miguel, habría sido muy guapo e irresistible, como Rodolfo Valentino, don Juan Tenorio o Brad Pitt o Leonardo di Caprio, je, y cómo había podido seducir tan fácil a tantísimas mujeres. Y eso encendía mis llamas, me ponía eufórica y sensual, hasta ansiosa de estar entre los brazos de ese misterioso personaje. Porque, la verdad, Miguel me seducía, me volvía muy sexy y febril, me entusiasmaba y prendía las llamas en mis entrañas con un intenso deseo de caricias y de placer a la vez. Pensaba que era alto, guapo, de mirada dominante, manos grandes, espalda amplia y muchos vellos en el pecho. Mordía mis labios pensando que tenía maravillosos atributos, muy varoniles, que me volvía igual a un lanzallamas y hasta alucinaba, en mis sueños, que él aparecía descolgándose por la ventana de mi dormitorio y me besaba con pasión y encanto y me hacía suya con sus encantos tan varoniles y viriles. Generalmente, lo dicen las estadísticas, los mujeriegos son muy apuestos e irresistibles. Su lado apple los hace apetitosos y deseables. En el internet encontré una descripción, incluso, de cómo sería el ideal de las mujeres: pelo largo, mejillas pronunciadas, labios carnosos, ojos negros, de gran mirada, nariz recta, orejas enormes, muchos vellos, altos y vigorosos, de bíceps bien dibujados y bastantes músculos como cerros en el pecho. Yo agregaría muslos portentosos, posaderas bien redondas y firmes y un vientre plano y un pubis muy interesante, je je je. Y que sepa besar muy bien, hummmmm, sorbiendo mis labios, embriagándose de mi boca, aaayyy, sí, excitándome mucho. Cuando llegaba del diario a casa y me disponía a dormir, me gustaba tratar de dibujar en mi tablet, a Miguel y lo hacía hercúleo, magnífico, con un pecho bien inflado, semejante a un tractor, y sobre todo con sus cabellos largos y alborotados. Pensaba y me preguntaba, entonces, si yo me hubiera enamorado de mí, en mi versión masculina, en mi anterior vida, je. Y concluía que sí, que al verlo tan hermoso y viril, súper masculino, me hubiera derretido como una mantequilla a sus ojos vibrantes y profundos, dominantes y conquistadores y me dejaba conquistar por él, que me haga suya y me lleve a las estrellas con su virilidad. Pero... si él era tan guapo, como imaginaba, ¿por qué no fue actor de cine? A principios de los sesenta, también lo leí en el internet, eran los comienzos de la televisión en el Perú y por ende, las ofertas en pos de rostros hermosos debieron estar a la orden del día. Además estaba el teatro que era la pasión de los limeños de entonces. El cine, en cambio, aún era en blanco y n***o, llegaban cintas del exterior, sobre todo de México, y el séptimo arte no estaba ni siquiera en pañales en el país, ni era feto y tampoco era aún no concebido, je. ¿Con cuántas mujeres estuvo? ¿Tuvo hijos con ellas? ¿Qué pasó con estas féminas? ¿Lo denunciaron por abusador? Las preguntas iban y venían por mi cabeza, como ráfagas o relámpagos, reventando en medio de mis sesos, y eso aumentaba aún más mi libido y me excitaba hasta convertirme en un petardo de dinamita. Me entusiasmaba tanto en pensarlo, que frotaba ansiosa mis muslos, sentía mi busto emanciparse en mis pechos y me sentía febril y sexy, con ganas de ser besada y acariciada, ardiendo en fuego, queriendo que Miguel me haga suya en una noche muy romántica y poética. Tanta era mi locura que gemía y sollozaba como una loba en celo. ¿Qué lo hacía a él, a Miguel, tan irresistible?, pensaba tumbada en la almohada, imaginando a ese portento de hombre, frente a mí, desnudo, mirándome fijamente, anhelante de hacerme suya, con su pecho lleno de pelos, sus músculos erguidos, sus manos listas para acariciarme. Mordía mis labios de ansiedad y lo pensaba avanzando por mi cama, gateando como un puma, acerándose sigilosamente como si yo fuera su presa y luego abalanzarse sobre mí, besándome toda, lamiendo mi cuello y mis brazos, aprisionándome sobre las sábanas, sometiéndome a su poder, sin que yo pudiera reaccionar, tan solo gemir, suspirar y exhalar fuego en mi aliento, rendida a él. También pensé que era posible que Miguel no sea atractivo y que las mujeres que enamoró tampoco eran muy agraciadas, pero esa posibilidad la rechazaba de inmediato, je. Y es que mi orgullo, mi coquetería, mi egoísmo eran más que cualquier otra disyuntiva. Miguel, me convencía, era un hombre divino y punto, reía yo como una loca, dándome ánimos. ¿Tendría carro? ¿Era elegante en el vestir? ¿Se perfumaba mucho? En esos días los hombres no usaban, tanto, la barba. Más bien les gustaba el bigote y generalmente era chiquito, a los lados, como finas brochitas. Se les veía súper lindos y me excitaba, también. Apretaba los dientes viendo a los caballeros de esas épocas, en sus poses sonrientes, en las postales que encontré en las galerías de fotos en el internet. Pudo ser cualquiera. En Lima ya había algo más de dos millones de habitantes. Hoy son casi 20 millones. La diferencia es abismal, pero las posibilidades de descubrir a esa persona eran mayores, aunque no dejaba de ser una aguja en un pajar. Algo me decía que Campo Marte, el enorme parque que hay en Lima, debía ser mi punto de partida para tratar de dar con mi vida pasada. Tenía esa tincada y yo soy buena con las corazonadas. Tengo ese sexto sentido femenino muy desarrollado, je. Mis amigas suelen decirme que soy una bruja porque jamás fallo en mis pálpitos. Y ahora estaba convencida que yo debía empezar por allí en mi búsqueda del seductor Miguel. Un domingo que descansé en el diario, me di un paseo por ese gran parque, llevando en mi móvil las fotos de mi dibujo de lo que había podido rescatar de mis sueños y pensamientos. La información era ambigua, sin embargo, pensaba que en algo podía ayudarme. Estuve dando vueltas como una idiota por el parque sin que pudiera encontrar algo que me llamara la atención. Al fin, casada me tumbé a una banca y quedé resignada de que estaba metida en un callejón sin salida. Me entretuve mirando a los pajaritos revoloteando, piando y volando raudo de árbol en árbol, cuando escuché un extraño ruidito que me pareció conocido. Clack, clack, clack, clack. Me alcé tratando de ver de dónde venía y vi a un papá empujando un triciclo de su hijo. -Despacio, despacio, no vayas tan de prisa-, le decía el padre a su criatura, encorvado, tratando de que su pequeño siguiera recto. Ese clack clack clack lo reconocí. Me acerqué a ver, y noté que las rueditas sonaban así por el empedrado de los senderos. Descolgué mis mejillas. -Miguel paseaba en Campo Marte-, me dije entonces desorbitando los ojos.
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