Capítulo 2. Márquez.

1910 Words
En este momento, estando de pie en la habitación, que preparé con tanto amor para Lydia, me preguntaba para qué regresé a mi tierra natal. Pensé que ya no me dolería el corazón, pensé que todo había muerto, porque habían pasado más de veinte años, pero al parecer mi dolor no tenía fecha de caducidad. Cerré la puerta y bajé al despacho. Después de todo, vivía feliz y tranquilo en Londres. ¿Para que vine, estaba atraído por la adrenalina? ¿Por la nostalgia? Allí, en Londres, viví durante mucho tiempo, todos me consideraban un aristócrata. Un millonario demacrado, casi un señor, con una educación brillante y buenas conexiones en la política. Solo que no sabían nada, que en otro país me llamaban "Feroz". No sabían cómo empecé a subir escalones en la mafia en la segunda mitad de los noventa, cuando todavía era un chico. ¡Pensaban que estaba limpio y lejos del mundo mafioso, pendejos! Si bien era cierto que me apartara de ese mundo, de esos hechos, y los años ya no eran los mismos. Allí dejé mi gente de confianza, para que se ocuparan del negocio, pero yo mismo no aparecí en cinco años. Fue fácil y agradable trabajar en Londres, y nadie conocía mis diferentes métodos secretos. Y en mi tierra natal ya casi todos se habían olvidado de mí, menos los que me necesitaban. Era imprescindible en todas partes. Podrían pensar que aquí me convirtiera en un flácido dandy inglés que bebía té a las cinco en punto. Por eso, hubo algunos valientes que ya decidieran entrar en mi caldero. Pensaron que no me daría cuenta, o simplemente no intentaría averiguarlo. - Todavía no es todo, - dijo Demid. - En las fábricas está pasando una mierda rara. Planos para tres yates, ya aprobados y enviados a construir, están siendo reemplazados por otros, en los que los barcos en todos los casos debían hundirse. Menos mal, que nuestros ingenieros se dieron cuenta. - ¿Quiénes son los clientes? - pregunté. Demid escribió los nombres en un papel, me los enseñó e inmediatamente rompió el papel en pedazos. Era un viejo y buen hábito, a pesar de que tenía todo un equipo de especialistas en seguridad y todos los días revisaban todas las instalaciones para detectar escuchas telefónicas, pero aun así había que tener cuidado. Especialmente ahora, cuando parecía que se estaba gestando algún tipo de mierda. - Y esto ya jodidamente parece a una trampa elaborada, Feroz, - silbó mi ayudante. - Sí, ya apesta. Las primeras caras del país. Tal vez no se hubieran ahogado, pero me hubieran echado la culpa de un intento. Parece que tienes razón. No solo me quieren robar, sino me quieren eliminar del mapa. ¡Maldición! Otra vez vengo para aquí, a empezar la guerra. - Le saludé con un vaso. El segundo día, descubrí que era la gente de Shere Khan, quien entrara en mi territorio. No esperaba esto de él, porque todavía lo recordaba como ese cachorro, enojado, imprudente, pero con conceptos. Pero había pasado mucho tiempo y quién sabe, tal vez perdiera el norte. Por lo tanto, ordené a mi gente averiguar todo sobre él. Pero el propio Shere Khan pidió visitarme. Le vi, cuando entró en mi despacho. No había cambiado mucho. Su mirada seguía siendo la misma, pesada, inmediatamente enviando a todos al carajo y su mano era fuerte. Él, como yo, era un solitario, que no se doblaba ante nada, ni ante nadie. Las personas como él siempre actuaban por sus propias decisiones, incluso si sufrieron grandes pérdidas. Para esas personas, el poder y el botín no eran el significado de la vida, sino envoltorios de dulces golosinas. Bueno, o un plus, nada más. Para nosotros, la libertad y nuestras propias decisiones siempre fueran lo primero. Pocas cosas había que nos rompieran. Pero casi me rompieron, quitándome el sentido de mi vida, mi Lydia. En ese momento, me di cuenta de que alguien estaba tratando de enfrentarnos, solo que Herman no era un tonto, pude ver por sus ojos que entendiera todo correctamente. Incluso se rio entre dientes, manteniendo una cara de piedra. Fue agradable estrechar la mano de una persona así, porque Shere Khan claramente no se inclinaría, ni se disculparía ante el consejo. Explícitamente haría lo que creyera conveniente. Y aún más, no interferiría en el enfrentamiento: alguien, quien montó todo eso, estaba equivocado, para atraparme tan fácilmente.  Herman se disculpó como yo esperaba y prometió pagarme por su error. Además, me invitó en uno de sus clubes. ¡¿Para que vine a la patria?! Recordé perfectamente la última noche en Londres, cuando Esther vino a verme. Este recuerdo calentó mis pantalones. - Georges… - susurró y sus delgados dedos se sumergieron debajo de la camisa. ¡Infierno! Y los músculos se tensaron con montículos, casi desgarrando el tejido estirado. - Georges, cariño, - respiró por mi espalda, colocando una pierna delgada en mi muslo, a lo largo de la cual fluía la seda de su túnica con apertura. La agarré por la muñeca y me volví bruscamente, levantando la pierna para que no se la quitara y permanecía disponible en cualquier momento. En ese momento, tropecé con unos ojos de color miel claros, asombrados y asustados, y le quité la túnica de un tirón, tirándola en el suelo. - Georges… - jadeó de asombro, se estremeció, pero de inmediato con un gemido echó la cabeza hacia atrás, en cuanto apreté su puntiagudo pezón. Le agarré con brusquedad sus rizos blancos en un puño, eché su cabeza más atrás y escuché otro gemido escapándose de sus labios mordidos. Y con la misma brusquedad, sin preparación, al borde de la rigidez, con un solo impulso, a través de la resistencia de la carne no preparada y el cuerpo comprimido de la tensión, entré en toda mi longitud. - Georges ... - Esther temblaba bajo mis manos, gimió sofocada y trató de echarse hacia atrás, pero le apreté con fuerza sus nalgas, no permitiéndole alejarse de mí ni un milímetro. - Georges, tú ... - Cállate, - siseé con los dientes apretados, comenzando a martillarla como un loco. Esther dejó de resistirse al darse cuenta de que todos sus intentos eran inútiles y se colgó en mis brazos, flácida como una muñeca de trapo. Yo aceleré frenéticamente el ritmo, sin prestar atención ni a sus ojos abiertos redondos, ni a sus sollozos, ni a su labio mordido. - Grita, Esther, - le ordené, deseando que esta perra inglesa mimada, que era solo capaz de arquearse y suspirar suavemente al final, cuando la tomaba, gritaría de placer como una loca. Y gritó, como nunca gritó. Fuerte, sin importarle un carajo que alguien pudiera escuchar a través de las paredes o entrar por las puertas que no estaban cerradas con llave. Yo sonreí abiertamente, mi mimada dama, no acostumbrada a esto, ahora parecía más una víctima de violación, que una mujer contenta después de hacerla gozar como una loca. - Tú ... Fue ... ¿Qué fue todo eso? – susurró ella, volviendo a sus sentidos. - Tú misma viniste a mí casi desnuda, - sonreí, subiendo la cremallera de mis pantalones. - ¿Esperabas algo más? ¿Esperabas que fuéramos a tomar un té? - Escuché que te ibas, y ... quería despedirme, - las palabras le salían sin fuerza, con evidente dificultad. - Bueno, con eso te dije adiós, - tratando de ser gentil, le pasé los nudillos de los dedos por la mejilla, bajando hasta su cuello. Ella se sacudió de nuevo con ese toque. Sí, ella no estaba acostumbrada a verme así. Pero esta vez decidí no contenerme. Estaba cansado de contenerme con estas decoraciones de salones de alta sociedad. Quería que me viera de verdad. Aunque en general yo solía intentar tener mucho cuidado con ella. Aunque eso me hacía sentir menos vivo. - Tu patria tiene mala influencia en ti, - susurró. – No marchaste todavía, pero ya así ... - ¿Como, Esther? – yo me colgué sobre su rostro, pasando los dedos por su pecho, hasta su ombligo. - Estas loco ... Sin tabúes ... Eras así, cuando recién llegaste ... Ya tengo miedo de cómo vas a volver ... - Bueno, es que tú te enamoraste, ¿no es así, cariño? - volví a tirar levemente de su cabello, disfrutando del temblor en sus labios. - Te gustó ... Adiós ... Ella no respondió, solo sus pechos contestaban, presionando los duros pezones contra mí. - Me estás asustando… - No tengas miedo, - le contesté, presionando, aplastando, presionando su pezón, sintiendo de nuevo la pasión nacía en ella.  ¿Qué diablos está fingiendo, jugando en esa modestia innecesaria? - Esther. Mi nombre es Jorge. ¿Es tan difícil de recordar? Fue ese su Georges, lo que me irritaba increíblemente. Además de sus esperanzas de que pudiera convertirme en lo mismo que ella y su entorno que le rodeaba: un intelectual refinado, que se preocupaba por mantener el dedo meñique en el ángulo correcto, cuando tomaba una taza de té. Le dije cien veces que era en vano. No podría cambiar mi naturaleza, pero ella esperaba y lo peor de todo, intentaba hacerlo.  Al despedir a Herman, entonces me di cuenta de que estaban empujando nuestras cabezas al chocar por alguna razón. Empecé a buscar dónde podríamos trabajar juntos, resultó, que solo la venta de las armas teníamos en común, pero a través de diferentes canales. Yo no trabajaba en contacto con pandillas pequeñas, solo hacia entregas en solicitudes "especiales". Entonces alguien quería tener en sus manos mis canales y sus clientes. ¿O había algo más? - Señor Márquez, - Sí, Simón. - Le han mandado una invitación. Asentí con la cabeza, quitando silenciosamente el papel dorado de sus manos. Era una invitación a una cena benéfica, la élite de la ciudad ya sabía que yo había llegado. Y los viejos del consejo, al parecer, ya se habían enterado del resultado de mi encuentro con Shere Khan. Y ahora decidieran organizar una fiesta para mostrarles a todos que nadie iniciaría una guerra. Parece, que ganamos esta ronda después de todo. Tenía que ir, porque esta fiesta era una reunión estratégica en la que podría resolver fácilmente más de un problema y debería hablar con Shere Khan sobre su deuda. Antes de que tuviera tiempo de entrar en el salón del banquete, escuché desde atrás: - Jorge, - Zarina, como siempre, estiró mi nombre con una lánguida, pero nada vulgar aspiración y un poco de estallido, pronunciando la "r" a la francesa. Estaba tan hermosa como siempre, parecía que los años no pasaban por ella. Era una rubia brillante con un vestido rojo ceñido, que la abrazaba como una segunda piel. Y había mucho que abrazar aquí, sí ... Sobre todo, el pecho, que su escote no lo ocultaba nada, salvo los pezones que no sobresalían de la tela. Su larga falda tenía una raja, que llegaba al lugar donde nacían las piernas. Pero nada le hacía verse vulgar, por el contrario, sólo despertaba interés y pasión. - Hola Zarina, eres hermosa como siempre, - le dije y me incliné para besar su mano. En ese momento, no fue como una descarga eléctrica, sino fui alcanzado por un rayo. Lydia estaba en la puerta. ¡Mi Lydia! Incluso sentí como se me iba la cabeza, así que tuve que agarrar a Zarina por la cintura. 
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