Unos días después
Rumbo a Matadi, el Congo
Emily
Todos llevamos el peso de un pasado a cuestas, como una sombra que nos sigue sin importar cuán rápido corramos hacia el futuro, porque no somos hojas en blanco, no podemos reescribir nuestra historia desde cero a nuestro antojo, más bien cada uno de nosotros es un libro ya en proceso, con capítulos que hemos escrito a lo largo del tiempo, algunos llenos de alegría y risas, otros envueltos por el dolor y el sufrimiento.
Sin embargo, a veces evocamos momentos que son sacan una sonrisa, son aquellos capítulos que quisiéramos leer una y otra vez, que nos devuelven la esperanza y nos hacen sentir completos, por la felicidad que nos provocaron, pero también hay esos otros capítulos, los que intentamos esconder en un rincón de nuestra mente, para evitar abrir heridas, borrar lo malo y esas experiencias dolorosas que no deseamos revivir.
La realidad es que el pasado es un parte de nuestra vida, tanto que algunos, vuelve a él en un momento de melancolía, otros viven anclados a él, se sumergen en una depresión que los ata como si fueran cadenas invisibles. Y están aquellos que siguen adelante, los que deciden no mirar atrás. Son los que, con valentía, eligen dar vuelta la página, aunque sepan que el pasado aún les susurra en la oscuridad. Son los más fuertes, los que se enfrentan a sus demonios y, aunque les tiemblen las manos, siguen adelante no porque sean inmunes al dolor, sino porque han aprendido a convivir con él, a integrarlo en su presente sin permitir que los defina.
En lo personal, nunca ni en mis más remotas pesadillas me veía volviendo donde todo empezó, porque el día en que me marché di el portazo a esa etapa de mi vida, incluso quise ponerle miles de candados a esa puerta, pero al parecer al destino le gusta jugar de una manera retorcida conmigo, tanto que escuchaba una propuesta absurda de trabajo de los labios de Marcus, y ante mi negativa el desgraciado utilizó el peor de los recursos para que cediera.
Un silencio tenso nos envolvía mientras lo fulminaba con mi mirada por atreverse a remover las heridas de un pasado doloroso que seguía superando a mi manera. Sentí cómo mis manos se cerraban en puños, las uñas clavándose en la piel para liberar un poco de la tensión que crecía en mi pecho. Mi corazón latía a toda prisa, pero no podía mostrarle el caos que había desatado en mí. Respiré hondo, intentando calmarme, y finalmente dejé escapar las palabras que llevaba atascadas en la garganta.
–Eso fue un golpe bajo, Marcus –reclamé, mi voz cargada de irritación, cada palabra ardiendo con reproche–. Incluso para ti. No tienes derecho a hablar sobre mi historia con Samuel, mucho menos a manipularme de esa forma solo para que acepte tu propuesta de trabajo.
Lo miré fijamente, esperando alguna reacción, algún atisbo de arrepentimiento. Pero él solo me devolvió una mirada impasible, casi desinteresada, como si lo que acababa de decir no fuera más que un detalle sin importancia. Marcus era experto en esconder sus emociones, pero noté un leve temblor en su voz cuando volvió a hablar.
–Lo siento, me extralimité –murmuró, pero su tono no reflejaba verdadera disculpa–. Sin embargo, no puedes negar que es una propuesta excelente. Y, por último, no porque pises el Congo significa que te encontrarás con Samuel. África es enorme. –Hizo una pausa, vacilando por un segundo, algo poco común en él–. No tienes por qué preocuparte por... ¿cómo debería referirme a él?
El titubeo en su voz me sacó una mueca de frustración. ¿Ahora se atrevía a intentar suavizarlo? Marcus nunca dudaba, y que lo hiciera en ese momento me hizo sentir como si estuviera tanteando el terreno, buscando la grieta por donde seguir presionando.
Solté un suspiro profundo, el peso de su propuesta empezaba a caerme encima. Cerré los ojos por un momento, intentando apartar las imágenes que su mención del Congo y Samuel habían traído de vuelta a mi mente. Mis pensamientos giraban, chocando entre lo que había sido y lo que ahora enfrentaba. Cuando lo volví a mirar, había una resolución en mi mirada que antes no estaba.
–De acuerdo, aceptaré el trabajo –respondí finalmente, cada palabra pesada– Pero tengo algunas condiciones que no son negociables. De lo contrario, dile a Jones que se busque a otro para su misión de búsqueda.
Mi voz sonaba firme, más firme de lo que me sentía por dentro. Pero necesitaba mantener tener el control en la medida de lo posible.
A todo esto, no podía simplemente desaparecer sin dar explicaciones. Desde que regresé de África, me había refugiado en la casa de mi padre. Era una manera de no sentirme tan sola, y de darle a él un poco de la tranquilidad que su propia vida exigía. Mientras me dirigía hacia la biblioteca, donde siempre lo encontraba cada tarde, me preparaba mentalmente para la conversación que sabía que tendría que enfrentar.
Lo vi, como de costumbre, sentado tras su escritorio, con el rostro concentrado en sus apuntes. El leve carraspeo que hice al entrar fue suficiente para que levantara la mirada, esa mirada penetrante que siempre tenía, como si quisiera leerme el pensamiento antes de que pudiera pronunciar una sola palabra. Volvió los ojos a sus notas, ignorando mi presencia como si no tuviera interés en lo que viniera a decirle, y yo avancé, anulando la distancia entre nosotros.
De repente, su voz resonó en la habitación, fría y cortante, sin molestarse en apartar la mirada de su labor.
–Hija, hoy no tengo ganas de soportar a otro de tus pretendientes. Ahórrame el mal rato –soltó, con esa sequedad que me hacía torcer los labios de malestar.
–Tranquilo, profesor Scott, hoy no tendrás que lidiar con otro imbécil –respondí, clavando mi mirada en él–. Solo quería comunicarte que debo viajar por trabajo... a África.
Sus ojos se levantaron por primera vez desde que entré, esta vez con una mezcla de sorpresa y severidad.
–¿En serio? –dijo, incrédulo–. Ya era hora de que definieras tu situación con tu esposo.
Sentí una punzada de frustración al escuchar esa palabra. "Esposo". Samuel. Como si no hubiera escuchado una y mil veces su opinión sobre el tema.
–No es lo que crees, papá. No voy a buscar a Samuel –aclaré rápidamente, manteniendo mi tono firme–. Voy a encabezar la búsqueda de la familia de un millonario. Es todo.
Mi padre dejó escapar un suspiro pesado, casi decepcionado.
–Lástima. Samuel era el único hombre que sentía que te merecía –murmuró, con ese tono que siempre me irritaba– Pero no diré más.
–Mejor –contesté con frialdad, girando para marcharme–. Salgo mañana en barco hacia el Congo. Ahora te dejo para que sigas con tus cosas.
Estaba a punto de alcanzar la puerta cuando su voz volvió a detenerme, rompiendo el silencio con una propuesta inesperada.
–Emily, llévate a Arthur contigo –pronuncio, como si fuera la sugerencia más lógica del mundo–. Te hará compañía y, de paso, podrías presentarlo como tu novio. Quizá le des un poco de celos a Samuel.
Lo miré, incrédula, con una mueca de desagrado. ¿Celos? ¿Arthur? ¿En qué clase de mundo vivía mi padre?
Arthur era su asistente personal, un hombre que conocía al dedillo todas las manías de mi padre y que siempre estaba a su disposición. Alto, bien parecido, con ojos profundos y una mirada intensa, su cabello n***o y su piel pálida le daban un aire atractivo para cualquiera que no lo conociera como yo. Pero no era mi tipo. Y, además, seguía enamorada de Samuel, aunque lo negara incluso ante mí misma.
Si bien, acepté viajar con Arthur fue una manera de darle un poco de tranquilidad a mi padre, porque no necesito un niñero, menos alguien que me cuide, no voy a lugar “peligroso”. Aunque muchos considerarían que El Congo es territorio hostil, pero para mí es mi segundo hogar. Por otra parte, existía cierto recelo por viajar con un desconocido, lo poco que sabía de Jones no me inspiraba confianza, ni me garantizaba que el sujeto no daría problemas. Aun así, me dije: “debe ser un viejo sabelotodo y gruñón, por lo que tendré que armarme de paciencia.
No obstante, cuando llegué al puerto, me encontré con una primera sorpresa. El tal Jones ya estaba instalado en su camarote y había dejado instrucciones específicas al capitán para que se encargara de mi equipaje, sin molestarse en saludarme o darme alguna información sobre la misión. "¿Qué tipo de persona contrata a alguien y luego se oculta como un ermitaño?" pensé, irritada. Lo más lógico habría sido tener una breve conversación, conocer al hombre que me había contratado, y aclarar cómo llevaríamos a cabo la búsqueda de su familia. Pero los hombres como él siempre tienen esas excentricidades. Quizá ese aire de misterio era solo parte de su extraño proceder.
Lo cierto es que estoy en la cubierta junto a Arthur, el viento marino me envuelve con su frescura, y trato de relajarme con la vista infinita del océano, también escuchando sus bromas, o mejor dicho sus inquietudes sobre Samuel. No sé que le habrá dicho mi padre de mi esposo, pero su cara de preocupación indica que como de costumbre, exageró.
–Emily –habla Arthur, con una ligera incomodidad en su voz– el profesor me sugirió que finja ser tu novio, pero siendo sincero... no quiero problemas con tu... ¿esposo? –titubea, arqueando una ceja. Veo en su rostro cierta ansiedad y no puedo evitar sonreír ante su inquietud.
–Tranquilo, Arthur –respondo, con un tono más suave–. Samuel no te va a matar. De hecho, no tiene ningún derecho a reclamarme nada. Hace tiempo que cada uno siguió con su vida. Y, sinceramente, dudo que lo veamos. Estará como siempre, jugando al héroe con alguna tribu perdida.
Suelto un suspiro pesado, mirando hacia el horizonte, y luego continúo:
–Enfoquémonos en lo que vinimos a hacer. ¿Has averiguado algo sobre Jones? ¿O va a seguir escondido hasta que lleguemos al Congo? –pregunto, con una nota de malestar en la voz mientras clavo mis ojos en los suyos, buscando alguna respuesta.
Arthur esboza una sonrisa nerviosa antes de contestar:
–El capitán me dijo que lo vio desayunando en el salón principal esta mañana. Y, por las noches, sale a caminar por la cubierta... como si fuera un vampiro. –Hace una pausa, queriendo aligerar la tensión con una broma–. Tal vez tiene una enfermedad rara, ¿quién sabe?
Antes de que pueda responder, escuchamos un leve carraspeo detrás de mí. Me giro lentamente, obligada a enfrentar al intruso. Contemplo un hombre de aspecto rudo se encuentra frente a nosotros. Tiene una espesa barba y su cabello oscuro y ondulado cae enmarcando su rostro. Su expresión es dura, casi impenetrable, con unas cejas fruncidas y unos ojos que parecen atravesarme, tendrá unos 45 años de edad. Lo más peculiar es su vestimenta: una chaqueta de camuflaje militar, pantalones oscuros, y botas gruesas, como si acabara de salir de una zona de guerra. Su presencia impone respeto... y cierta incomodidad.
–Buenas tardes –saluda el hombre, su voz grave resonando en el aire–. Señorita Scott, es un placer conocerla al fin. Soy Robert Jones, el hombre que la ha contratado para encontrar a mi familia. Espero todavía contar con su colaboración o si tiene algún inconveniente puede bajar en el siguiente puerto que atraquemos, ¿Cuál es su decisión? –Su tono es tan directo que no deja espacio para dudas. Me quedo observándolo, sopesando sus palabras en un mar de interrogantes antes de responderle.