Laura no podía dormir. No se debía a que la enorme cama, de grandes almohadas bordeadas de encaje y delicadas sábanas de lino, le pareciera demasiado imponente como tampoco la atmósfera de lujo que la rodeaba. Ni siquiera a lo sucedido aquella noche durante la cena. Lo que le impedía conciliar el sueño era la pregunta que le había hecho Helen de Clantonbury cuando se disponía a bajar a cenar, y que resonaba una y otra vez en sus oídos: «¿Tanto le ama?». Ahora, en la soledad de su habitación, pensó que podía haber respondido de modo muy diferente. Pero la sangre se había agolpado en sus mejillas y sólo pudo balbucear: —No, por supuesto que no... En realidad... no he pensado siquiera... en tal cosa. La Duquesa rió con suavidad y, poniendo una mano bajo la barbilla de Laura, le había hech