Cris tragó saliva, la garganta se le secó, el cuestionamiento de Soledad, lo dejó sin palabras, ella temblaba en sus brazos, atemorizada, y él no sabía qué decirle, inhaló profundo. —Tranquila, cálmate, no pasa nada, ¿quieres contarme por qué te asustan los truenos? —preguntó, le acariciaba con suavidad la espalda. Soledad negó con la cabeza, parecía una niña indefensa, no quería recordar el día que su abuelo falleció, en medio de esa intensa tormenta. —Bueno, está bien, entonces charlemos de algo agradable —propuso Cris—, nunca has hablado de ti, de tus padres. —Murieron cuando yo tenía ocho años —comunicó, suspiró profundo—, trabajaban en lo que podían, pero más se dedicaban a reciclar basura, iban días enteros a los botaderos, ahí contrajeron una rara infección, y por falta de a