—¿Adónde vas?— preguntó Harriet—. ¿No vas a esperar aquí, para verlo salir?
—¡No, no, por supuesto que no!
Las palabras de Harriet hicieron que Amanda subiera corriendo la escalera, en dirección de su dormitorio. Se sentó en la orilla de la cama y miró desde la ventana, más allá del parque, hacia el Castillo. No había recordado, hasta esos momentos, que Lord Ravenscar era, el amo de su padre . Siempre había sido muy ajeno a sus vidas; sin embargo ahora todo parecía depender de él... desde la casa en la cual vivían, la ropa que vestían, hasta el pan que se llevaban a la boca.
Era evidente que ella no debía ofenderlo. Al mismo tiempo, no podía evitar el deseo profundo de no volverlo a ver jamás.
La puerta se abrió y Harriet entró agitada.
—Abajo te esperan. Me han enviado por ti— exclamó sin aliento—, mamá dijo que bajaras en el acto.
—¿Para qué puede quererme mamá?
—Lord Ravenscar está todavía ahí… mamá salió al vestíbulo… y, parecía extraña, como si hubiera estado llorando o estuviera a punto de hacerlo. ¡Oh, Amanda, date prisa! ¿Puedo ir contigo? Mamá no dijo nada al respecto. ¿No será mejor que te cambies de vestido?
—No, voy a bajar como estoy— contestó Arnanda.
—Entonces, péinate— sugirió Harriet, pero Amanda ya estaba a media escalera.
Bajó con rapidez hasta llegar a la puerta de la salita, entonces titubeó por un momento antes que su mano temblorosa se extendiera hacia la manija.
La impresión que tuvo al entrar, fue que Lord Ravenscar dominaba con su presencia la habitación entera. Estaba de pie con la espalda hacia la chimenea y parecía elevarse sobre su padre, de pie junto a él, y sobre su madre , que permanecía sentada uno de los gastados sillones.
Sólo por un momento, los tres se volvieron para verla entrar.
Amanda miró un instante a Lord Ravenscar, para luego desviar la vista, temerosa de la expresión de su rostro. Su padre caminó a su encuentro, la tomó de la mano y ella se asombró al sentir que los dedos de su padre temblaban. Estaba muy serio, Amanda comprendió de manera instintiva que lo que comunicaría serían malas noticias.
—¿Qué es, papá ?— preguntó en voz baja.
Harriet se había equivocado, pensó. No ascenderían a su padre. Tal vez Lord Ravenscar iba a despedirlo. Sintió la fuerte presión de la mano de su padre, apretando la suya.
—Amanda —dijo en su voz grave y serena—. Tengo algo importante, muy importante, que decirte.
—Sí, papá.
—Es algo que ha resultado una gran sorpresa para tu madre y para mí. Es sobre una decisión que nosotros no podemos tomar. Y no haremos nada sin consultarte primero.
—¡Claro que no! —intervino la señora Burke desde su asiento junto a la chimenea.
Amanda miró a su madre. Ahora comprobaba lo que Harriet había querido decir sobre su madre, que parecía haber llorado o desear hacerlo. Había en ella, sin embargo, una expresión que Amanda no lograba comprender. Se sintió incómoda y furiosa contra Lord Ravenscar por haber alterado así a sus padres, y la armonía de su hogar.
—¿De qué se trata, papá ?— preguntó de nuevo.
Notó a su padre aspirar una bocanada de aire antes de decir:
—Lord Ravenscar, querida mía, nos ha hecho el honor de pedir tu mano en matrimonio.
Posteriormente, Amanda no recordaba con exactitud qué había dicho o hecho, en ese primer momento de shock.
Sabía con certeza que Lord Ravenscar podía tanto ascender como despedir a su padre, si lo deseaba. No podía comprender nada más, ni sabía qué hacer o decir.
—No hay prisa— aclaró Lord Ravenscar—, desde luego, esperaré con tranquilidad su respuesta— se llevó los dedos de ella a los labios.
—No me hagas esperar demasiado, Perséfone— murmuró en voz tan baja que sólo Amanda pudo escucharlo.
Su padre acompañó a la puerta al visitante que ya se retiraba. Amanda se quedó inmóvil como petrificada, mientras su madre y Harriet, que había escuchado desde la puerta, hablaban las dos al mismo tiempo.
Mientras su madre hacía exclamaciones sobre lo increíble de la situación, Harriet enumeraba las ventajas que toda la familia obtendría con el Matrimonio de Amanda. Cuando su padre regresó, Amanda, como si lo hiciera en sueños se dirigió a su lado, y tomó sus manos.
—Sólo tú puedes decidir— dijo él, con lentitud.
—¿Por qué quiere casarse conmigo?— preguntó Amanda.
—Dijo que te había visto en el jardín— continuó el Vicario—, y que comprendió que eras la esposa que él había estado buscando toda su vida.
—No me parece posible— comentó delicadamente la señora Burke—. ¡Lord Ravenscar! Pero, Arthur, ¿te has puesto a pensar?
Sus ojos se encontraron con los de su esposo y ahora las lágrimas que había estado conteniendo empezaron a rodar por sus mejillas.
—Todo queda en manos de Amanda— repitió el Vicario.
––Pero, ¿ella qué puede saber?— preguntó la señora Burke, ignorando la presencia de su hija—. Arthur… su reputación…
––¿Qué sabemos de él, Margaret?— preguntó el Vicario.
—Sólo lo que hemos oído por la gente del Condado, que como sabes es muy inclinada a murmurar, sobre todo de personas a las que envidia, como él. ¿Hemos estado en alguna de las fiestas que da en el Castillo? ¿Hemos conocido a sus amigos? Debemos ser justos. Por otra parte, Amanda no debe comprometerse a nada. … ni ilusionarse con ventajas materiales, como las que oí mencionar a Harriet… sólo debe estar clara, absolutamente segura del hombre con el que compartirá el resto de su vida.
La señora Burke secó sus lágrimas.
—Sí, desde luego, tienes mucha razón, Arthur. Debemos darle la oportunidad, como se la daríamos a cualquier pretendiente de demostrarnos que es digno de nuestra hija. Si iremos esta noche a cenar al Castillo, tendré que darme prisa para prepararle a Amanda la ropa que vestirá.
––¡Van a cenar al Castillo esta noche!— exclamó Harriet con un pequeño grito de entusiasmo—. ¿Por qué no nos habían dicho? ¿Puedo ir yo?
––No, Harriet, tú no has sido invitada —contestó la señora Burke.
––¡Es injusto, muy injusto!— gimió Harriet—. ¿Por qué no fue a mí a quien vio en el jardín?
El Vicario tomó de la mano a su hija menor, decidido a darle un pequeño sermón sobre las vanidades del mundo, y se la llevó a caminar; al regresar del pequeño paseo encontraron a Amanda con el vestido que su madre le estaba midiendo.
—No estará listo a tiempo, estoy segura— dijo la señora Burke—, y no tiene otra cosa que ponerse. Por lo que más quieras, Harriet, deja de hablar tanto y ve a planchar la banda que encontrarás en el cajón de arriba de mi cómoda. ¡Ten cuidado de no quemarla!
De algún modo, llegaron a tiempo al Castillo.
Aunque sabía los esfuerzos que había hecho su madre, para arreglarla y que el efecto logrado era atractivo, Amanda se sentía disminuida frente a las elegantes mujeres que estaban reunidas en el salón plateado. No le fue posible memorizar los nombres de ellas, ni de los caballeros con los que fue presentada. Sólo se sentía pequeña e insignificante y tenía miedo de levantar la vista hacia el rostro de Lord Ravenscar, por temor de encontrar en sus ojos esa mirada que parecía acosarla desde un principio.
Sentía que sus dedos estaban helados, al saludarlo sin levantar la vista, ni contestar ninguno de los efusivos comentarios con los que recibió a sus padres y a ella.
La cena fue fantástica, al menos para Amanda. Nunca había imaginado que alguien pudiera vivir con tanto lujo y opulencia. Había adornos de oro en la mesa y los platos eran de plata. Cada nuevo platillo presentado era más exótico y delicioso que el anterior; los vinos, servidos en copas de cristal cortado, eran excelentes. Todo representaba una experiencia diferente y desconocida hasta ese momento de toda existencia tranquila y austera.
Se sorprendió de ver que sus padres no se mostraban impresionados ante un ambiente tan magnífico y que conversaban en forma animada y natural con sus compañeros de mesa.
Pero las damas presentes eran quienes intimidaban a Amanda. Una de ellas, sentada a la derecha de Lord Ravenscar, luciendo enormes brillantes que colgaban de sus orejas y bordeaban su cuello se veía disgustada sin ningún disimulo.
Sus labios rojos estaban contraídos en un mohín de enfado y en un tono de voz tan dulce como venenoso, hacía comentarios bastante bruscos, que Amanda no alcanzaba a comprender en su totalidad.
Era difícil para ella captar todo. Había demasiado que ver, oír, y hasta comer.
Amanda terminó renunciando a la lucha desigual de cualquier conversación y se quedó sentada, silenciosa, dejando que las charlas fluyeran a su alrededor, pero muy consciente de que gran parte del tiempo los ojos de Lord Ravenscar se clavaban en ella.
«No lo miraré, no lo haré», se propuso con firmeza, y sin embargo, sin comprenderlo y como si fuera atraída por un extraño magnetismo se encontraba mirando hacia él, contra su voluntad y de manera irresistible.
«Es muy viejo», pensó de nuevo. «Parece más viejo que papá. ¿Cómo puedo casarme con alguien así? ¿Cómo podría ser feliz? ¿Cómo podría amarlo?».
La cena terminó y las damas pasaron al salón.
La dama de los brillantes dirigió algunas preguntas mordaces a su madre, pero la señora Burke contestó con tranquila cortesía, como una gran dama.
«Si yo tuviera algo que decir», pensó Amanda, «jamás invitaría al Castillo a gente así». La implicación de sus propios pensamientos le hizo perder la respiración. Sería la señora de este lugar… ama y señora de todo este lujo y grandeza. Entonces los invitados no la despreciarían, ni la harían sentir insignificante.
Podía casi escuchar la voz excitada de Harriet, admirando el oro y la plata de la mesa. Podía cerrar los ojos e imaginar a Caroline corriendo por los pasillos, a Roland deslizándose por la barandilla de la escalera. Qué maravilloso el poder mandarlo a Eton, el pagarle la universidad, hasta llegar al mismo Oxford. ¡Y tendría su propio caballo para vacaciones, como él siempre soñaba!
Sus padres nunca tenían suficiente dinero para brindarles los pequeños lujos con que soñaban sus hermanos.
Con un estremecimiento advirtió que los hombres se volvían del comedor y que ella había estado ausente sin oír lo que las damas conversaban durante el último cuarto de hora.
Había permanecido sumergida en sus propios pensamientos, apartada, con las manos en el regazo y la rubia cabeza inclinada distraídamente.
Lord Ravenscar cruzó la habitación en dirección a ella.
—Ven, tengo algo que mostrarte— le dijo.
Amanda se levantó, en actitud obediente. El descorrió una cortina y cruzando un ventanal abierto, la condujo a la terraza. Era una noche tibia y ella vio que había luces de colores instaladas sobre los prados y a la orilla del lago. Titilantes como pequeñas estrellas, se reflejaban en el agua y brillaban entre las hojas de los arbustos ornamentados hábilmente con ellas.
—¡Oh, qué preciosas!— exclamó Amanda.
—Me pareció que te gustarían— respondió Lord Ravenscar con emoción—, eres sólo una niña, ¿verdad? Hay muchas cosas con las que puedo divertirte, y muchas más para enseñarte.
—Es muy bonito esto— comentó Amanda—. Las luces hacen que el Lago se vea diferente… y el jardín también.
—Lo hice por ti— repitió Lord Ravenscar.
—Gracias. Muchísimas gracias.
—¿Esa es la única forma que tienes para agradecerme?
Su voz era ronca y profunda. Sintió que le rodeaba los hombros con un brazo.
—Yo… creo que debemos volver… para mostrar esto… a papá y mamá— propuso Amanda titubeante.
—Pero, ¿por qué?— preguntó en seguida Lord Ravenscar, oprimiéndola—. No hay prisa. Podemos contemplar las luces juntos y los demás, si lo desean, pueden salir más tarde.
El brazo de él la oprimió con cierta insistencia y Amanda sintió un temblor bajo su contacto.
—Por favor… por favor, milord .
—¿Por qué me rehuyes, así, Amanda? —preguntó él—. Estoy esperando tu respuesta a mi proposición.
––Sí. Lo… sé, milord… deseo esperar y disponer del tiempo necesario para pensar. No nos… conocemos muy bien.
—¿Es eso necesario?— preguntó Lord Ravenscar—. Tendremos mucho tiempo para hacerlo, cuando nos casemos.
La atrajo hacia él.
—Yo te enseñaré a amarme, Amanda. Eres joven, preciosa, y me excitas de una manera que pensaba olvidada por mí. Quiero casarme contigo, Amanda, ahora, inmediatamente, y así enseñarte lo que es el amor.
Su voz era tan ronca que casi sonaba incomprensible. El aliento del hombre era jadeante, sus manos acariciaban sus hombros desnudos y ascendían por su redonda y suave columna hasta aferrarse a su cuello y tomándola con pasión su boca descendió a la de ella.
Amanda lanzó un pequeño grito; luchó por zafarse pero era inútil por lo pequeña y débil que resultaba ser frente a la fuerza de él. Sintió una repentina repulsión, un horror absoluto de la presión dura y candente de los labios del hombre, de su boca que se aferraba a la de ella en forma codiciosa y posesiva, como si fuera una sanguijuela que quisiera extraerle la vida misma.
Mientras forcejeaba, sintiendo que estaba a punto de desmayarse por el horror de lo que estaba sucediendo, un disparo repentino rompió el silencio de la noche, seguido por muchos otros, uno tras otro, en rápida sucesión.
Lord Ravenscar soltó a Amanda y miró hacia la oscuridad que había más allá del jardín.
—¿Qué diablos está sucediendo?— preguntó furioso.