Capítulo 3

2469 Words
3 JACK “Y bien, ¿cómo te fue en el viaje?”, preguntó Sam, lanzando su bolígrafo en el escritorio. Nunca pude entender cómo un hombre podía trabajar en uno de esos lugares todo el día. Pero era mi primo, y eso lo hacía feliz. Pensé en Catherine en el avión y me di cuenta de que probablemente ella y Sam tendrían mucho en común. “Sin novedades”. Colgué mi sombrero en el perchero de la entrada, y me acomodé en una de las sillas de su oficina. Me había ido a Denver para vender un caballo cuarto de milla. Aunque no suele ser necesario conocer al vendedor en persona, a veces tenía que verlo cara a cara para cerrar el trato. Los arreglos para movilizarlo desde mi rancho hasta el que se encuentra en Colorado se pueden convenir por teléfono. “El viaje de regreso fue otra cosa, te digo”. Sam se recostó en su silla y puso sus botas en el escritorio antiguo. Puedes sacar al chico del rancho, pero no al rancho del chico. “¿Qué ocurrió? ¿Otra ave se estrelló contra el avión?”. “¿Qué?”. Me di cuenta de que hablaba de un vuelo de hace años cuando, en un despegue, un pájaro había golpeado el parabrisas del avión y los pilotos abortaron el vuelo. No fue divertido. Me podría reír de eso ahora, pero había quedado atrapado en un hotel en Denver por culpa de un maldito pájaro. “Carajo, no. Una tormenta esta vez, nos retrasó mucho, pero eso no es lo interesante. Conocí a alguien”. Las cejas rubias de Sam se juntaron y podía sentir el juicio emanando de su piel”. ¿En serio? ¿A quién te llevarás a la cama esta vez?”. “No comiences con tus pendejadas sobre tener sexo sin ataduras, Sam. Ella se quedará en el pueblo por unos días y busca pasar un buen rato. Es de Nueva York. Me senté junto a ella en el avión. Hablamos durante el transcurso del vuelo. Prácticamente en el tiempo que estuvimos esperando una amiga de ella le envió un mensaje diciéndole que “se consiguiera un vaquero sexy con quién divertirse un rato”. ¿Acaso una sonrisa burlona salía de la boca de Sam? “No entiendo cómo te las consigues, Jack”. “Me necesita. Su v****a me necesita, Sam. No puedo simplemente ignorarla”. Me senté en la silla opuesta a la de mi primo en su grande y elegante oficina de abogado, y no pude quitarme de encima la mueca alegre en su rostro. “Primero, es sexy como ni te imaginas. Con curvas, rubia, y tan tensa que probablemente se desmaye la primera vez que la haga venir”. “No necesitaba los detalles”. Sam estaba sacudiendo su cabeza, pero había risa hasta en sus ojos. Lo que era muy agradable de ver. No me había perdonado del todo por perder a la mujer con la que él quería que nos casáramos durante todos esos años, antes de que se fuera del pueblo. La dulce Samantha Connor. Para la fecha ella tendría dieciocho y era todo lo que Sam quería. Pero lo que él quería, yo la odiaba: inocente, cariñosa, dependiente. Necesitada. Me había sentido sofocado por lo cerca que Sam estuvo de proponerle casamiento. Maldición, yo tenía dieciocho. Había rechazado casarme con ella, ella lloró un río de lágrimas y se casó con los MacPhersons seis meses después. Sam dejó el pueblo dos semanas después de la boda y estuvo fuera por más de una década. “Demonios, primo. Si alguien necesita que la cojan, es ella”. Sonreí, pensando en su portátil, su teléfono y los mensajes instantáneos y su buzón de entrada y…, carajo, las otras diecisiete cosas que probablemente hayan pasado por esa linda cabecita suya. Fue divertido verla tan intensa y seria. En el avión se me había casi parado desde que me senté y tuve que abrir el libro para cubrirlo. Cuando tuvo que ir al baño, disfruté de su trasero curveado mientras caminaba por el pasillo, lo que me la dejó dura como piedra. Tuve que sentarme ahí, ojos cerrados, pensando en baños públicos y cavidades dentales para bajarlo. Pero cuando me sorprendió de golpe y trató de subir por sobre los muslos, la imaginé enseguida montada con mi v***a dentro de ella, subiendo y bajando, moviendo su cadera para venir mientras me cogía. No cabía duda de que sintió lo dura que la tenía por ella mientras saboreaba sus curvas entre mis manos, la sensación de la parte inferior de sus senos, sus muslos presionando contra los míos en el instante que ella saltó. Mi v***a se paró con solo recordarlo. Su cuerpo…, exuberante y redondo. Perfecta. Ahora las cejas de Sam se levantaron. “Hace tiempo que no veía esa cara. ¿Tan buena está?”. Asentí y sonreí, visualizando la blusa de Catherine estirada por sus pechos, sus rulos rubios, el suave peso de sus muslos sobre los míos, su sorpresa al sorprenderla sentada encima de mí. “Sí. Así de buena”. Sam se inclinó hacia adelante y tomó una pelota de softball que tenía en el escritorio y empezó a lanzarla al aire. Formábamos parte de una liga de verano en el centro de recreación, y a Sam siempre le gustó tener las manos ocupadas. “Si es así de buena, entonces es mejor que una cogida rápida”. Meneé mi cabeza. “Yo iría más lejos por ella, pero solo quiere sexo. Mucho sexo. Lo necesita, de hecho”. Sam atrapó la pelota y me miró con ojos como platos. “¿Cómo carajos entendiste eso en el avión? Y no me digas que en realidad ella te lo dijo”. Estuvo a punto, jodidamente cierto, pero cambió de parecer. Había visto la raba tras sus expresivos ojos azules, y casi lo gemía con decepción cuando vi la fría y calculadora máscara que tenía para esconder su deseo. “Miré una ventana de chat que tenía con una amiga suya. Prácticamente le ordenaron que tuviera una aventura. Está divorciada y busca pasarla bien”. Sam entrecerró sus ojos. “¿Por qué necesitaría una aventura? ¿Qué rayos le pasa? Si es tan atractiva como dices, debería haber una fila kilométrica de hombres siguiéndola en donde sea que vaya”. “Nueva York. Y no hay nada malo en ella”. Ella era un perfecto paquete pequeño y con curvas que me muero por volver a tocar. “Ella es simplemente una tipo-A enfocada únicamente en su trabajo de oficina. Tensa, conservadora. Una abogada, igual que tú”. “Ah, una de esas”. Sam se había retirado de una lucrativa asociación en San Francisco, muy similar a la que Catherine tanto anhelaba, para poder vivir una vida tranquila en Montana. No más semanas de ochenta horas de trabajo con su práctica privada. “Está muy tensa. Como podrías imaginar”. Entrelacé mis dedos. “Por lo que pude ver del chat, diría que no lo ha hecho en mucho tiempo. Si nosotros le ponemos las manos encima, tal vez explote como una bomba”. “Espera. ¿Nosotros?” “Sí, nosotros”, le respondí. “Ella no es Samantha y yo ya no tengo dieciocho. Sé lo que quiero ahora”. Sam se puso tenso. No habíamos hablado de lo que había pasado en esos años. Era una herida abierta. Es decir, ¡carajo! Estamos hablando del maldito enorme elefante que hay en la habitación y no ha querido irse. “Ella no era la indicada para nosotros”, agregué, refiriéndome a Samantha. “No éramos los indicados para ella. Se casó con los MacPhersons. Vive feliz”. El pueblo de Bridgewater, Montana, fue fundado por los idealistas del matrimonio plural. Dos hombres o más, para una mujer. En 1880, cuando nuestro tatara-tatara-tatarabuelo llegó a los Estados Unidos desde Inglaterra, él —junto con unos cuantos soldados— establecieron Bridgewater como un refugio seguro. Ellos creían en la costumbre de que dos hombres podían proteger y amar a una esposa. Juntos. No conocía la historia completa, pero ellos habían servido en el pequeño —y ahora extinto— país de Mohamir que seguía esta costumbre; hombres que creían en compartir a una mujer. Protegerla, apreciarla y quererla de una forma en la que ella nunca se sienta sola era su único propósito. Si un esposo moría, ella tenía otro que la podía cuidar a ella y a cualquier hijo. Aunque varios extranjeros lo veían algo chauvinista, el estilo de vida había sido diseñado con la mujer en mente, con ella como el centro de cada familia. Tales principios impuestos por nuestros ancestros se mantienen hasta hoy en día. Aunque no todos en Bridgewater se casan de esta forma, era algo común y totalmente entendible. Sam y yo crecimos con ese ideal —teníamos una madre y dos papás— y queríamos esa clase de matrimonio para nosotros. Sam bajó sus pies al suelo con fuerza y se inclinó sobre su escritorio. “Jack…”. “Ya estamos grandes. Dejemos de actuar como idiotas sobre esto. Ya no se trata de Samantha Connor. Éramos muy jóvenes entonces. Tenía dieciocho malditos años y me afeitaba una vez cada maldita semana”. Pasé mi mano por la quijada, que estaba cubierta por la pesada barba de la tarde. “¿Qué sabría yo sobre tener una esposa?”. “¿Estás listo para una ahora?”, preguntó mirándome fijamente. “Sé que te fuiste por el problema con Samantha y también sé por qué volviste —para encontrar a la indicada. Es momento de encontrar nuestra novia”. Él pudo haber buscado una mujer en San Francisco y haberse quedado allá, casándose con ella. Pero no lo hizo. Él quería un matrimonio al puro estilo de Bridgewater. Simplemente no estaba listo aún. Ahora sí lo estaba, pero no habíamos conseguido la mujer adecuada. “¿Y piensas que esta chica del avión es ella?”. “Claro que sí. Tan pronto se me lanzó en mis piernas en el avión, supe que iba a estar en mi cama. Y más”. Sus ojos volvieron a ser como platos. “¿Y acaso necesito saber por qué demonios ella estaba sentada en tus piernas en un maldito avión comercial?”. No pude hacer nada más que reír, reviviendo la imagen de la mirada petrificada —y caliente— de Catherine. Había tenido mis manos en ella, visto el destello de atracción y deseo en sus ojos. La quería tener otra vez sobre mis piernas, pero sin nada de ropa entre nosotros. Quería ser capaz de ver de qué color eran sus pezones, sentir el peso de sus senos en mis manos, verlos rebotar mientras se saltaba encima mío, mi pene enterrándose profundamente en su dulce v****a. Mierda. La quería tener. Lo sabía desde el momento en que me senté a su lado y olfateé su clara esencia cítrica. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, vi el deseo ahí. Sentí que fue inevitable. Como un relámpago caer encima de mí. Como si me cayera un cometa. No había deseado tanto a una mujer desde que era un mocoso de doce años. Y eso no había terminado bien. Pero Catherine era una mujer adulta con senos perfectos y buenas curvas en las caderas. Era algo pequeña, pero era toda una mujer. Suave. Curvada. Excitada. Oh, sí, he visto esa mirada en los ojos de otras mujeres antes. Ella había estado tan deseosa de mí como yo de ella. Pero ella entró en pánico y eso me apagó. Ni siquiera le pregunté por su apellido. Rayos, no sabía mucho. Pero el condado de Bridgewater era una comunidad pequeña y ella venía para acá. Estaba seguro de que la encontraría. Me ajusté el paquete en mis pantalones. De nuevo. Tener una semierección en las últimas cuatro horas me deja incómodo a la hora de sentarme, pero pensar en cómo se excitaría ella por sentarse en mis muslos en el avión tampoco me ayudaba. “Eso lo empeora. La cogemos, ella consigue la aventura que quería y luego se regresa a Nueva York”, respondió Sam. “La conversación con su amiga solo prueba que ella no se va a quedar”. “Carajo, hombre. Debes calmarte”, le dije, meneando la cabeza. Le dije miles de veces que se soltara un poco y las mujeres se lanzarían a él. Parecía que él estuviera más tenso que la mujer en el avión. He mantenido la esperanza de que una llegara y lo inspirara para soltar al luchador que sabía que se encontraba dentro de él. Pero no hubo mucha suerte. Me apuntó firmemente con el dedo. “¿Quieres que me coja a una mujer que apenas conozco y me vaya así sin más? No es el estilo de Bridgewater, idiota. Quiero una mujer que podamos cuidar entre los dos. No simplemente ‘sexo y hasta pronto’”. “Comienza entonces con ayudarme a encontrarla. Habla con ella. Te apuesto cincuenta a que solo te tomará una mirada para tenerla tan dura como una maldita roca”. Sacudió su mano barriéndome hacia la puerta. “Lo pensaré. Ahora saca tu maldito trasero de mi oficina”. “Solo hay un problema”. No me levanté como él esperaba. Sam me lanzó una mirada impaciente, en espera de algo. “Basado solo en el chat, ella está en las andadas. Eso significa que podría escoger a cualquier sujeto solamente para conseguir su aventura. Si ella quiere sexo alocado…”, levanté mi mano ante las cejas levantadas de Sam. “…Palabras de su amiga, no mías, entonces debemos asegurarnos de que seamos los hombres —y los únicos— que se lo demos”. Sam suspiró, y puso su mano en la nuca. No solo era dos años mayor que yo, también era más alto. Alto y ancho, había jugado fútbol en la secundaria y la universidad. Había querido salir del rancho toda su vida y yo solo agradecía que había regresado a Bridgewater para establecerse. Además de todo el fiasco con Samantha, hemos tenido malas experiencias con mujeres que o bien nos querían por dinero —el rancho no era pequeño y a Sam le fue muy bien como abogado— o por una aventura, interesadas en estar en el centro de un sándwich de los primos Kane. Pero tenía un presentimiento sobre Catherine, una sensación de que ella podría amar ser tomada por dos hombres, de que amaría ser tocada, cogida y besada por nosotros dos. ¿Pero convencer a la tensa abogada neoyorquina de eso? Mierda. Eso probablemente iba a ser más difícil de lo que quería creer, y realmente necesitaba la ayuda de Sam. Él era el intenso, oscuro y reservado. Tenía la sensación de que Catherine iría por la reserva tranquila que mi primo podría ofrecerle antes de tener la oportunidad con un jugador como yo. Sam colocó la pelota en su escritorio con el ceño fruncido. “Bien. Te ayudaré a conseguir a la Chica Avión. Pero ahora tengo trabajo por hacer. ¿Ya terminamos?”. Sabía cuándo dejar de presionar. Hasta que él conociera a Catherine, no podría ser capaz de convencerlo. Ella sí podría. Me levanté para irme y lo saludé mientras me dirigía a la puerta. “Lo sé, lo sé. Ahora lárgate”. Por el momento, solo debía encontrar a Catherine y averiguar una forma de presentarle a Sam. Una mirada y estaba seguro de que él no querría quitarle la vista de encima. De ninguna manera. Llevar a Catherine a la cama con nosotros dos iba a ser más difícil, pero ninguno de los dos nos echábamos para atrás ante un desafío. ¡Y con un desafío tan sexy y encantadora como ella mucho menos!
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