Capítulo VI

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Capítulo VI VI—Gracias, gracias —dijo la señorita Birdseye—, no me gustaría perderlo; ¡se trata de un regalo de Mirandola! Aquel había sido uno de sus muchos protegidos exiliados de los viejos tiempos, en una época en que dos o tres de los amigos de la señorita Birdseye, conocedores de los escasos recursos de Mirandola, se preguntaban cómo había podido obtener aquella joya. Ella se había detenido de nuevo, después de saludar al doctor y a la señora Tarrant, para presentar al joven y moreno acompañante de la señorita Chancellor a la doctora Prance. Había advertido la presencia de aquella figura ligeramente sombría, apoyada en la pared, cerca de la puerta; permanecía allí completamente solitario, desaprovechando las oportunidades que, según la señorita Birdseye, tenían un gran valor para la colectividad, y en busca de las cuales, por supuesto, los forasteros emprendían el viaje a Boston. No se le ocurrió preguntarse por qué la señorita Chancellor no hablaba con él, ya que lo había llevado. La señorita Birdseye era incapaz de una reflexión de ese tipo. Olive, por supuesto, se había dado cuenta de que su pariente permanecía solo, aun en los momentos en que la señora Farrinder la transportó, con sus palabras, a un plano superior. Lo había estado observando desde el otro extremo de la habitación; vio que seguramente se estaría aburriendo, pero decidió no preocuparse demasiado. Después de todo le había pedido que no asistiera. Además no estaba en una situación peor que la de los demás; estaba esperando, como todo el resto; y antes de que se retiraran pensaba presentárselo a la señora Farrinder. Debería prevenirla primero, no todos podrían desear conocer a una persona que había tomado parte en la deslealtad sudista. En ese momento nuestra joven protagonista supo que al solicitar conocer a aquel primo distante había hecho en efecto algo mucho más complicado de lo que suponía. No había logrado liberarse del todo del repentino sentimiento de irritación que la había acometido cuando viajaban en el carruaje, aunque ahora, en compañía de otras personas, lo percibiera menos, especialmente mientras permanecía al lado de la señora Farrinder, que era una verdadera fuente de energía. Por otra parte, si Ransom se aburría, podía perfectamente hablar con alguien. Cerca de él se encontraban algunas personas excelentes, aunque fuesen reformadoras ardientes. Podía hablar con aquella muchacha tan bonita que había llegado, la pelirroja, si le parecía bien; se suponía que los hombres del Sur eran siempre galantes. Los razonamientos de la señorita Birdseye fueron mucho más elementales, y no se le ocurrió presentar al joven a Verena Tarrant, a quien al parecer sus padres estaban presentando a un grupo de amigos en el otro extremo de la sala. La señorita Birdseye recordó a ese respecto que Verena había estado ausente durante mucho tiempo, casi un año; había ido a visitar a unos amigos en el Oeste, y por consiguiente resultaba casi una extraña a la mayoría de los integrantes del círculo de Boston. La doctora Prance la estaba observando con sus pequeños ojos fijos y penetrantes, y la buena señora se preguntaba si aquella estaría molesta por haber asistido a su reunión. Tenía la impresión general de que las personas de genio tienen siempre un temperamento irascible, y ese podía ser el caso de la doctora Prance. Quiso decirle que podía retirarse si así lo deseaba; pero hasta la mente nada sofisticada de la señorita Birdseye comprendía que aquella era una fórmula poco adecuada para tratar a un invitado. Trató de sacar de su ensimismamiento al joven sureño; le dijo que consideraba que pronto tendrían una sesión muy interesante. La señora Farrinder era capaz de entretener perfectamente al público cuando se lo proponía. Y entonces la señorita Birdseye pensó que debía presentarlo a la doctora Prance: eso le serviría como pretexto para haberla hecho subir. Es más, le haría bien interrumpir un poco su trabajo de vez en cuando; la doctora continuaba sus estudios médicos durante la noche, y la señorita Birdseye, que dormía poco (Mary Prance quería tratarla precisamente contra el insomnio), la había oído varias veces a las primeras horas de la madrugada, por su ventana abierta (el aire fresco era una de sus obsesiones) afilando sus instrumentos (tenía la vaga creencia de que disecaba animales), en un pequeño laboratorio fisiológico que había instalado en el cuarto trasero, el cuarto que, de no haber sido doctora, hubiese sido su dormitorio, y que tal vez lo era, a pesar de las vivisecciones, ¿cómo podía saberlo la señorita Birdseye? Presentó a sus dos jóvenes amigos, tal vez con un poco de incoherencia, y luego fue a tratar de animar a la señora Farrinder. Basil Ransom había advertido ya la presencia de la doctora Prance; no se había aburrido del todo durante el tiempo que había permanecido solo, había observado a todas las personas que poblaban el salón, llegando a las conclusiones más disparatadas. La joven médica le había impresionado como un perfecto ejemplo de la «hembra yanqui», la figura que, en la imaginación no reformada de los hijos de los estados del algodón, era producto del sistema educativo de la Nueva Inglaterra, el código puritano, los climas severos, la ausencia de caballerosidad. Delgada, seca, dura, sin una curva, flexibilidad ni gracia, daba la impresión de no querer tomar ventajas en la lucha por la vida, pero tampoco de conceder ninguna. Sin embargo Ransom advirtió que no era una reformista entusiasta, y después de su contacto con el entusiasmo de su prima, eso fue casi un alivio para él. Era evidente que si hubiera sido un muchacho, Mary Prance habría abandonado la escuela para dedicarse a hacer experimentos personales de mecánica o investigaciones de historia natural. Es cierto también que si hubiera sido un muchacho mantendría relaciones con una muchacha, mientras que la doctora Prance parecía no sostener ningún tipo de relaciones. Fuera de sus inteligentes ojos los demás rasgos eran inmencionables. Ransom le preguntó si ya conocía a la leona, y como lo contemplara sin ofrecer ninguna respuesta, él le explicó que se refería a la célebre señora Farrinder. —Bueno, no sé si puedo decir que la conozco; pero la he oído en la tribuna. He pagado mi medio dólar —añadió la doctora con cierta rudeza. —¿Y bien? ¿La convenció? —le preguntó Ransom. —¿De qué debía convencerme, señor? —De que las mujeres son superiores a los hombres. —¡Oh, santo cielo! —dijo la doctora Prance, con un suspiro de impaciencia—. Supongo que yo sé más sobre las mujeres que ella. —Y no opina usted lo mismo que ella, espero —dijo Ransom con una sonrisa. —Para mí los hombres y las mujeres son exactamente lo mismo —respondió la doctora Prance—. No veo absolutamente ninguna diferencia. Ambos sexos tienen todavía mucho camino que recorrer para mejorar. Ninguno de ellos ha llegado a su justo nivel. —Y como Ransom quería saber cuál era a su juicio ese justo nivel, ella respondió—: Bueno, deberían vivir mejor, eso es lo que deberían hacer. —Y luego declaró que según ella todos hablaban demasiado. Durante mucho tiempo esta había sido la convicción de Basil Ransom, así que su corazón se suavizó ante las palabras de la doctora Prance y le rindió homenaje a la manera de Mississippi: con tal riqueza de elogios que al fin ella lo miró con sus ojos penetrantes y suspicaces. Esto lo frenó; seguramente la joven estaba pensando que él hablaba demasiado, mientras que ella daba la impresión de no ser capaz de sostener una conversación. Ransom consideró pertinente, de cualquier manera, observar que creía que iban a escuchar una conferencia de la señora Farrinder… no sabía por qué no había comenzado todavía. —Sí —asintió la doctora Prance, con bastante sequedad—, supongo que fue para eso para lo que me llamó la señorita Birdseye. Parecía pensar que yo no debía perderme esta lección. —Por lo que veo, se consolaría usted fácilmente de perderse la perorata —insinuó Ransom. —Bueno, me gustaría terminar un trabajo. ¡No quiero que nadie me enseñe qué es capaz de hacer una mujer! —declaró la doctora Prance—. La mujer puede hacer muchas cosas si lo intenta. Además, ya conozco las teorías de la señora Farrinder y sé todo lo que va a decir aquí. —Entonces dígamelo, ya que ella se obstina en permanecer callada. —Mire, la esencia de sus discursos es que la mujer desea conocer una época mejor. Eso es lo que se deduce al final. Y de eso soy consciente sin que tenga que decírmelo. —¿Y no simpatiza usted con tal aspiración? —Me parece que no cultivo mi lado sentimental —dijo la doctora Prance—. Ya hay abundante simpatía sin mí. Que deseen conocer una época mejor eso me parece de lo más natural; lo mismo desean los hombres, me imagino. Pero en lo que a mí respecta no siento la necesidad de hacer sacrificios por eso. No me parece que lo mejor que se pueda tener sea una época maravillosa. Las opiniones de aquella pequeña dama eran precisas y técnicas. Era evidente que no le importaban demasiado los grandes movimientos; cada vez le resultaba más interesante a Basil Ransom, quien, según me temo, tenía un gran fondo de cinismo. Le preguntó si conocía a su prima, la señorita Chancellor, y se la mostró, al lado de la señora Farrinder; ella, en cambio, dijo Ransom, creía en tiempos maravillosos (pensaba que estaban ya en camino), sentía bastante simpatía por esa causa, y estaba seguro de que lo que más deseaba era sacrificarse por ella. La doctora Prance la miró a través del salón durante un momento; luego dijo que no la conocía, pero que suponía que conocía a otras mujeres semejantes a ella… las atendía cuando estaban enfermas. —Por lo visto está recibiendo una conferencia exclusivamente para ella —comentó Ransom. A lo que la doctora repuso: —Apostaría a que tendrá que pagarla. Parecía lamentar todavía la pérdida de su medio dólar e irritarse vagamente ante la conducta de su sexo. Ransom lo comprendió al punto de considerar poco delicado insistir con otras preguntas sobre la causa feminista, y para cambiar de conversación se dedicó a solicitar de su compañera alguna información sobre los caballeros ahí presentes. Le había dado una oportunidad, vanamente, de iniciar por su cuenta alguna conversación; pero podía advertir claramente que fuera de las investigaciones de las que había sido arrancada esa noche no tenía ningún interés personal sobre el cual iniciar una conversación. Conocía a dos o tres de aquellos caballeros; los había visto en ocasiones anteriores en la casa de la señorita Birdseye. Por supuesto a quienes conocía mejor era a las damas; todavía no había llegado el tiempo en que un caballero enviara a buscar a una doctora, y esperaba que nunca llegara, aunque algunas personas parecían pensar que era por eso por lo que trabajaban las doctoras. Conocía al señor Pardon; era aquel joven de las patillas y el cabello blanco, era una especie de redactor, aunque también publicaba algunos artículos «firmados»; tal vez Basil había leído algunos de sus trabajos; debía de tener menos de treinta años a pesar del cabello blanco. Era muy estimado en los ambientes periodísticos. Ella creía que era muy brillante, pero no había leído nada suyo. En realidad no leía mucho, por lo menos no para entretenerse, fuera del Transcript. Creía que el señor Pardon escribía también algunas veces en Transcript; bueno, suponía que era muy brillante. Al otro que conocía, aunque en realidad no lo conocía (suponía que Basil pensaba que aquello era bastante extraño) era a aquel caballero alto y pálido con bigotes negros y monóculo. Lo conocía por habérselo encontrado en algunas reuniones; pero en verdad no lo conocía bien… bueno, entre otras cosas porque ella se negaba. En el caso de que él se acercara a hablarle (y parecía que él tuviera esa intención), ella solo le respondería «Sí, señor», o «No, señor», con toda frialdad. No le importaba que pensara que era una mujer seca; a él le convendría ser un poco más seco. ¿Qué era lo que ocurría con aquel hombre? Oh, ella pensaba que ya se lo había dicho; era un curandero mesmeriano, hacía curas milagrosas. Ella no creía en su sistema ni dejaba de creer en él; ni una cosa ni otra; lo único que sabía es que algunas señoras atendidas por él la habían llamado después a ella, y había descubierto que el doctor les había hecho perder un tiempo precioso. Él hablaba con ellas… bueno, como si ni siquiera supiese lo que les estaba diciendo. Sospechaba que carecía de toda noción de fisiología, por lo cual consideraba que no debería asumir determinadas responsabilidades. Ella no quería ser intolerante, pero pensaba que una persona debía saber algo. Suponía que Basil la consideraba demasiado despectiva; pero había sido él quien le había hecho ciertas preguntas, ella tenía que admitirlo. Lo único que podía decir era que no le gustaba que el doctor pusiera sus manos sobre ninguna de las pacientes de ella; todo lo que hacía era con las manos… es decir lo que no hacía con la lengua. Basil pudo observar que la doctora Prance estaba irritada; que aquel modo de hablar sin ningún reparo de otras personas no debía ser habitual en ella, como m*****o de una profesión en que la expresión de opiniones tan fuertes por lo general levanta olas de silencio. Pero él bendijo su irritación, ya que le iluminaba tantos terrenos; y para obtener mayor provecho de ella le preguntó quién era la joven de cabellera roja… aquella tan bonita en quien él solo se había fijado durante los últimos diez minutos. Era la señorita Tarrant, la hija del curandero; ¿no había mencionado acaso el nombre de este? Era Selah Tarrant, por si alguna vez se decidía a emplear sus servicios. La doctora Prance no conocía a la joven, sabía solo que era la única hija del curandero; algo había oído hablar sobre sus dones, pero no podía recordar cuáles fueran. Oh, ya que era su hija debía, por supuesto, tener algún don especial, aunque solo fuera el don de la charlatanería… Bueno, en realidad no había querido decir eso, sino más bien un talento para la conversación. Tal vez ella se moriría y volvería a reencarnarse, tal vez haría una demostración de sus facultades ya que nadie parecía dispuesto a actuar. Sí, parecía bastante bonita, aunque había en su aspecto ciertos indicios de anemia, y a la doctora Prance no le sorprendería que comiera demasiados bombones; Basil pensaba que su aspecto era atractivo; fue una reflexión personal, coloreada indudablemente por el prejuicio «masculino» de que aquella era la primera joven atractiva que había visto en Boston. La muchacha conversaba con algunas damas en el otro extremo del salón; tenía un gran abanico rojo que mantenía constantemente en movimiento. Desde luego no era una joven inerte; movía su abanico, se mantenía en movimiento mientras conversaba, y tenía el aire de una persona que, hiciera lo que hiciera, pensaba ya en hacer cualquier otra cosa. Si alguien la observaba con cierta atención, ella respondía a su vez con la misma atención, y sus ojos seductores se habían encontrado varias veces con los de Basil Ransom. Pero ella los dirigía más a menudo hacia la señora Farrinder, admirando la serena seguridad de la gran oradora. Era fácil ver que la muchacha admiraba a esa benefactora de la humanidad, y consideraba un privilegio estar cerca de ella. Era evidente, en efecto, que se sentía excitada por estar en medio de aquella compañía, lo que resultaba del todo comprensible si se pensaba en su reciente período de exilio en el Oeste, del que ya hemos hablado, y a consecuencia del cual esta reunión le debía parecer un retorno a la vida intelectual. Ransom secretamente deseaba que su prima —ya que el destino le tenía destinada una prima en Boston— se hubiera semejado más a aquella joven. Ya para ese momento era perceptible cierta agitación; varias damas, impacientes por la prolongada espera, habían abandonado sus asientos para dirigirse directamente a la señora Farrinder, que estaba rodeada de un grupo de simpatizantes. La señorita Birdseye había renunciado; le había bastado con que la señora Farrinder anunciara, al ser presionada (si es que se podía decir que la anfitriona, extremadamente paciente, podía presionarla) con el argumento de la expectación general, que ella solo podía pronunciar sus mensajes a un público al que reconociera como parcialmente hostil. Allí no había hostilidad, sino, por el contrario, demasiada simpatía. —Yo no necesito simpatía —dijo, con una sonrisa tranquila, dirigiéndose a Olive Chancellor—. Soy verdaderamente yo misma, me siento a la altura de la situación solo cuando veo erguirse frente a mí los prejuicios, el fanatismo, la injusticia, el conservadurismo, embistiéndome como un ejército. Entonces siento… siento lo que me imagino que Napoleón Bonaparte debe de haber sentido la víspera de alguna de sus grandes victorias. Debo tener frente a mí elementos hostiles. Me gusta derrotarlos. Olive pensó en Basil Ransom y se preguntó si aquel podía ser un elemento hostil. Se lo mencionó a la señora Farrinder, quien expresó la esperanza de que si él se oponía a los principios tan caros al resto de los demás, podía ser inducido a tomar la palabra y testimoniar sus puntos de vista. —Me sentiría feliz de poder replicarle —dijo la señora Farrinder con extrema suavidad—. Estaría encantada, en todo caso, de cambiar impresiones con él. Olive se sintió profundamente alarmada ante la idea de un debate público entre esas dos poderosas personalidades (percibía que Ransom podía ser una personalidad poderosa), no porque dudase del feliz desarrollo, sino porque se encontraría en una falsa posición, por haber llevado allí a aquel joven ofensivo, y a ella le horrorizaban las falsas posiciones. La señorita Birdseye era incapaz de resentimiento; ella había invitado a cuarenta personas a escuchar a la señora Farrinder, y ahora la señora Farrinder se negaba a hablar. ¡Pero las razones que esgrimía eran magníficas! Había algo marcial y heroico en su pretexto, y, además, sus argumentos eran tan personales, tan sinceros, que la señorita Birdseye se sintió consolada, y se alejó, mirando a sus otros huéspedes vagamente, como si no los conociera del todo, mientras mencionaba, casualmente, las razones de su espera no gratificada, confiando, evidentemente, en que ellos estarían de acuerdo con ella. —Por otra parte no podíamos pretender estar en desacuerdo, solo para provocarla, ¿no cree usted? —le preguntó al señor Tarrant, que permanecía sentado al lado de su mujer bastante consciente, aunque nada satisfecho, de su aislamiento de los demás asistentes. —Bueno, no lo sé… Me imagino que todos aquí estamos de acuerdo —replicó aquel caballero dirigiendo la mirada a su alrededor y esbozando una sonrisa lenta y deliberada, que hacía que su boca pareciera enorme, dibujando a ambos lados dos enormes arrugas, tan largas como las alas de un murciélago, y mostrando un lote de grandes, iguales y carnívoros dientes. —Selah —dijo la mujer, poniendo una mano sobre la manga del impermeable de su marido—, me pregunto si no le interesaría a la señorita Birdseye oír a Verena. —Si piensan ustedes que debe cantar tengo que excusarme pero no poseo un piano —se sintió en el deber de responder la señorita Birdseye. Recordó en ese momento que la joven poseía un don natural. —No necesita un piano, no necesita nada —aclaró Selah, sin poner atención aparentemente en las palabras de su mujer. Formaba parte de su actitud ante la vida demostrar que no le debía nada a nadie, ni siquiera una sugerencia, y que nada le sorprendía ni lo tomaba desprevenido. —Bueno, no sé si a todos les interesa el canto —dijo la señorita Birdseye, inconsciente del hecho de que debía buscar un sustituto para el entretenimiento que le había fallado. —No se trata de canto —declaró la señora Tarrant. —¿De qué, entonces? Las arrugas del señor Tarrant parecieron distenderse; mostró los dientes. —Se trata de inspiración. La señorita Birdseye emitió una risita, vaga, breve, pero no escéptica. —Bueno, si usted puede garantizar que… —Pienso que resultará interesante para todos —dijo la señora Tarrant, y levantando una mano semienguantada, amistosa, hizo que se le acercara la señorita Birdseye, y entonces el matrimonio explicó, por turnos, lo que su hija era capaz de hacer. Mientras tanto, Basil Ransom le confesaba a la doctora Prance que, después de todo, se sentía bastante desilusionado. Había esperado más del programa; quería oír algunas de las nuevas verdades. La señora Farrinder, como decía él, permanecía dentro de su tienda de campaña, y él había esperado no solo ver a aquellas distinguidas personas sino también escucharlas. —Bueno, a mí no me han desilusionado —respondió la inmutable doctora Prance—. Si se hubiera iniciado una discusión me habría visto forzada a permanecer aquí. —Espero que no tenga usted la intención de retirarse. —Bueno, debo proseguir mis estudios en algún momento. No quiero que los caballeros médicos me lleven ventaja. —Estoy seguro de que nadie logrará aventajarla. Y mire, esa muchacha tan bonita ha ido a hablarle a la señora Farrinder. Va a pedirle que le dirija al público unas cuantas palabras. La señora Farrinder no logrará resistirse. —Bueno, entonces, me retiraré antes de que empiece. Buenas noches, señor —dijo la doctora Prance, quien ya para entonces le había comenzado a parecer a Basil Ransom más susceptible de domesticación, como si hubiera sido un pequeño animal de los bosques, un gato salvaje, una gacela atemorizada que hubiera aprendido a permanecer quieta bajo las caricias, o hasta a tender una patita. Ella proporcionaba salud y a la vez era sana; si su prima hubiera sido del mismo tipo que ella, Basil se hubiese sentido más dichoso. —Buenas noches, doctora —replicó—. Después de todo usted no me ha dicho cuál es su opinión sobre la capacidad de las damas. —¿Capacidad para qué? —preguntó la doctora Prance—. Por supuesto que tienen la capacidad para hacerles perder el tiempo a los demás. Yo lo único que sé es que no quiero que nadie me diga lo que una mujer es capaz de hacer. Y se marchó en absoluto silencio, como si estuviera atravesando el corredor de un hospital, y un momento después Ransom la vio llegar a la puerta que, después de la aparición de los últimos invitados, había permanecido abierta. Se quedó allí un momento, lanzando una mirada rápida sobre toda la asamblea, como el relámpago de la linterna de un guardia nocturno, y luego rápidamente desapareció. Ransom comprendió que aquel tipo de cosas la irritaba, que la irritaba que le recordaran, aunque fuera en defensa de sus derechos, que era una mujer, detalle que ella por costumbre tendía a olvidar, teniendo ya más derechos de los que podía disfrutar por falta de tiempo. Era seguro que cualquiera que fuese el éxito que pudiera obtener a la larga el movimiento, la pequeña revolución de la doctora Prance constituía un éxito.
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