Capítulo V
VMientras tanto la señora Farrinder no mostraba demasiados deseos de dirigirse a la asamblea. Se lo confesaba en ese momento a Olive Chancellor, con una sonrisa, y le pedía que no considerara con demasiada dureza su momentánea falta de energía. Se había dirigido a tantas asambleas que ahora lo que quería era escuchar a otras personas. La señorita Chancellor, por ejemplo, seguramente había pensado mucho sobre aquel argumento de vital importancia; ¿no querría hacer unas cuantas observaciones y ofrecerles algo de su experiencia? ¿Qué opinaban sobre el voto las damas de Beacon Street? Tal vez la señorita Chancellor podría hablar por ellas mejor que por otras personas. Esa era una rama del asunto sobre la cual las líderes no estaban demasiado informadas; pero era necesario saberlo todo; ¿por qué no consideraba la señorita Chancellor trabajar en aquel terreno? La señorita Farrinder hablaba con el tono de quien tiene miras tan amplias que era fácil al principio, antes de que uno pudiera advertir la envergadura de su visión, considerarlas casi falaces; ella era consciente de que el fin que se proponía alcanzar trascendía siempre el primer vuelo de una imaginación normal. Le insistía a su compañera sobre la idea de trabajar en el mundo elegante, parecía querer atribuirle relaciones familiares con ese reino misterioso, y quería saber por qué no trataba de despertar en algunas de sus amigas un movimiento de simpatía hacia la causa de la mujer.
Olive Chancellor recogió esta solicitud con sentimientos muy mezclados. Dada su inmensa simpatía hacia las reformas, esperaba que los reformadores fueran un poco diferentes. Había un elemento de grandeza en la señora Farrinder; lo obligaba a uno a estar de su lado: pero había una nota de falsedad cuando hablaba con su joven amiga sobre las damas de Beacon Street. Olive detestaba que se hablara de aquella avenida como si fuera un lugar notable, y que vivir allí fuera una prueba de gloria mundana. Allí vivía toda clase de gente mediocre, y una mujer tan brillante como la señora Farrinder, que vivía en Roxbury, no debía cometer tales errores. Comprendía que era absurdo que la irritaran esos errores; pero no era esta la primera vez que la señorita Chancellor había observado que la posesión de nervios no era en sí una razón válida para abrazar las nuevas verdades. Conocía su puesto en la jerarquía bostoniana, y no era el que la señora Farrinder suponía; así que era una falta de perspectiva hablarle como si fuera una representante de la aristocracia. Nada sería menos válido, lo sabía muy bien, que aplicar (en Estados Unidos) ese término demasiado literalmente; por otra parte lo que sí representaría una realidad sería decir, para distinguir las situaciones, que los Chancellor pertenecían a la bourgeoisie… la más antigua y la mejor. Ellos podían valorar en poco o en mucho esta posición (en realidad se sentían muy orgullosos de ella), y eso, precisamente, hacía que la señora Farrinder le pareciera provinciana (había algo provinciano, después de todo, en el modo en que se peinaba) por no entenderlo. Cuando la señorita Birdseye hablaba de alguien como un «representante de la alta sociedad», Olive podía perdonar esa odiosa expresión, porque, por supuesto, no iba nadie a pretender que ella, pobrecita, tuviera la menor noción de la realidad. Ella era heroica, era sublime, toda la historia moral de Boston se reflejaba en sus lentes mal colocados; pero era un elemento de su originalidad el que fuera tan deliciosamente provinciana. Olive Chancellor consideraba poseer los suficientes privilegios, aun sin estar afiliada a ese grupo exclusivo ni recibir invitaciones para las reuniones íntimas, que constituían la verdadera prueba; era una gracia para ella no tener que añadir esa inmoralidad a su conciencia. Las damas a las que la señora Farrinder se refería (era de suponer que tenía en mente a algunas en particular) podían hablar por sí mismas. La señorita Chancellor quería trabajar en otro campo; desde hacía mucho tiempo estaba interesada por los sentimientos populares. Tenía deseos inmensos de conocer íntimamente a alguna joven muy pobre. Aquel parecía un tipo de placer fácilmente obtenible; y, sin embargo, no le había resultado así. Había dos o tres pálidas dependientas de comercio cuyo trato había intentado; pero parecía que tuvieran algún temor de ella, y aquellos intentos se habían desvanecido en la nada. Ella consideraba la situación de las jóvenes de una manera más trágica de lo que lo hacían estas; no lograban comprender qué deseaba de ellas, y siempre terminaban por estar odiosamente enredadas con algún Charlie. Charlie era siempre un joven de chaqueta blanca y cuello de cartón; en última instancia era por él por quien ellas se preocupaban sobre todo. Más les interesaba Charlie que el derecho a votar. Olive Chancellor se preguntaba de qué manera la señora Farrinder consideraba ese aspecto de la cuestión. En el trato con sus jóvenes conciudadanas había siempre encontrado a ese zagal impertinente plantado en el camino, y llegó al fin a detestarlo extremadamente. La llenaba de exasperación que el tal Charlie pudiera ser necesario para la felicidad de sus víctimas (había terminado por descubrir que aunque con ella entablaran conversaciones de otro tipo, era de él, de él, solo de él, de quien hablaban entre ellas), y una de las principales recomendaciones del club vespertino que desde hacía tiempo tenía pensado fundar para el recreo de sus hermanas fatigadas y mal pagadas era la de minar de algún modo su prestigio… aunque sería fácil prever que él estaría esperando cerca de la puerta. Apenas supo qué contestarle a la señora Farrinder, cuando esta momentáneamente desorientada mujer, preocupada todavía con las elegantes damas del Mill-dam, volvió a la carga.
—Tenemos necesidad de personas que trabajen en ese campo, aunque yo conozco a dos o tres damas encantadoras (dulces amas de casa) que se mueven en círculos en su mayoría cerrados a toda nueva voz, que están haciendo todo lo que está de su parte para auxiliarnos en nuestra lucha. Tengo anotados varios nombres que la dejarían sorprendida, nombres muy conocidos en State Street. Pero nunca tendremos demasiadas reclutas, especialmente entre los medios de gran refinamiento. Si fuera necesario, estaríamos dispuestas a hacer algunas concesiones para conciliar a los tibios. Nuestro movimiento es de todas, necesita también hasta de las damas más delicadas. Levante la bandera entre ellas, y tráigame mil nombres. Conozco algunos que me gustaría tener. Yo me intereso por igual en los detalles más minuciosos que en las grandes líneas —añadió la señora Farrinder en un tono de explicación que se podía esperar de una mujer de su talla, y con una sonrisa cuya dulzura le produjo un escalofrío a su interlocutora.
—¡Pero yo no puedo hablar con esas personas, no puedo! —dijo Olive Chancellor, con una cara que parecía implorar para que se le eximiera de esa responsabilidad—. Yo quiero entregarme a otros; conocer todo aquello que yace por debajo y fuera de nuestra vista. Quiero entrar en la vida de mujeres que están solas, que llevan existencias lastimosas. Quiero estar cerca de ellas… ayudarlas. Quiero hacer algo… oh, ¡cuánto me gustaría saber hablarles!
—Nos encantaría que nos hiciera usted hoy algunas sugerencias —declaró la señora Farrinder con una determinación que revelaba sus facultades de mando.
—Oh, no, por favor, yo no sé hablar; no tengo absolutamente ningún talento para hacerlo; no tengo dominio de mí misma, carezco de elocuencia; no puedo hilar tres palabras juntas. Pero me gustaría contribuir.
—¿Qué puede usted proporcionar? —preguntó la señora Farrinder, mirando a su interlocutora de arriba abajo, con un ojo de empresaria no carente de cierta frialdad—. ¿Tiene usted dinero?
Olive estaba tan agitada en ese momento con la esperanza de que esa gran mujer la aprobara desde el punto de vista financiero que no tuvo tiempo para pensar que, por cortesía, debía haberse mencionado alguna otra cualidad. Admitió contar con cierto capital, y el tono en que la señora Farrinder le respondió le pareció rico y profundo:
—Contribuya entonces con eso.
Fue lo suficientemente generosa como para desarrollar delante de ella una idea y pintarle el cuadro de la parte que la señorita Chancellor desempeñaría al hacer una donación a un fondo para la difusión entre las mujeres americanas de una concepción más adecuada de sus derechos públicos y privados… un fondo que ella había recientemente inaugurado. Esa exposición rápida y vibrante tenía la viveza que caracterizaba los esfuerzos públicos de mayor éxito de la oradora. Olive permanecía subyugada; se sintió casi inspirada. Si su vida podía impresionar a otros de esa manera, aun a mujeres como la señora Farrinder, cuyo horizonte era tan amplio, entonces ella tenía un lugar en el mundo. Era una elección que debía tomar por su cuenta, pero en aquel momento la gran representante de la emancipación de su sexo (de la emancipación con respecto a cualquier forma de servidumbre) la había tomado por ella.
Aquel cuarto desnudo, iluminado por la débil luz del gas, se hizo más y más rico ante sus ojos severos; le pareció dilatarse, abrirse ante la gran vida de la humanidad. Aquellas personas serias con sus sombreritos y sus gabanes comenzaron a resplandecer como un ejército de héroes. Sí, ella podía hacer algo, se dijo a sí misma Olive Chancellor; podía hacer algo para iluminar la oscuridad de esa imagen tenebrosa que tenía siempre ante sí, y contra la cual le parecía a veces estar destinada a encabezar una cruzada: la imagen de la infelicidad femenina. ¡La infelicidad femenina! Tenía siempre en los oídos la voz de sus sufrimientos silenciosos. El océano de lágrimas derramadas por las mujeres desde el comienzo de los tiempos le parecía derramarse ante sus propios ojos. Siglos de opresión quedaban detrás de ellas. Millones y millones de mujeres habían vivido solo para ser torturadas y crucificadas. Eran sus hermanas, eran de las suyas, y el día de su redención comenzaba a alborear. Esa era la única causa sagrada; esa era la gran revolución, la justa. Tendría que triunfar; debía barrer con todo lo que se interpusiera en su camino; debía exigir de la otra r**a, brutal, manchada de sangre, egoísta, una expiación total. Iba a ser el cambio más impresionante que el mundo conocería; iba a comenzar una nueva era para la familia humana, y los nombres de quienes habían contribuido a dirigir los escuadrones brillarían en los anales de la historia. Serían los nombres de mujeres débiles, insultadas, perseguidas, pero devotas con cada fibra de su ser a la causa, y que no pedirían otro privilegio sino que se les permitiera morir por ella. Esta interesante joven no tenía del todo claro en qué modo un sacrificio (como el último enumerado por su imaginación) podría ser llevado a efecto; ella veía el asunto a través de una nube abstracta de emociones crepusculares en la que el peligro era tan prometedor como el éxito. Cuando la señorita Birdseye se le acercó, esta vaga atmósfera aureoló su figura menuda y un tanto ridícula, y logró que aquel pobre saco de causas humanitarias pareciera casi una mártir. Olive Chancellor la miró con amor, recordando que nunca, en sus largos años de vida atribulada y sin recompensas, había tenido un solo pensamiento para sí misma. Había sido consumida por la llama de la piedad humana, que la había maltratado como a un viejo guante de piel. Se habían reído de ella, pero ella lo había ignorado; había sido considerada como una calamidad, sin que eso le importara en lo más mínimo. No tenía nada en el mundo fuera del vestido que llevaba puesto, y cuando descendiera a la tumba no dejaría nada tras sí más que su grotesco, vulgar y patético nombre. Y había gente que decía que las mujeres eran vanidosas, egoístas, interesadas. Mientras la señorita Birdseye, de pie, le preguntaba a la señora Farrinder si quería dirigirles algunas palabras, Olive Chancellor le cerró con ternura un pequeño broche mellado que le rodeaba el cuello y que se había desenganchado.