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Con una mano temblorosa, Alexander movía la pieza de ajedrez, mientras que para Ethan este juego era un deleite, pero en realidad, al rubio nunca le había agradado. No obstante, era una forma de distraerse del desolado infierno en el que se había convertido su vida. En su segundo año de cautiverio, con apenas trece años y en plena adolescencia, Ethan podía notar cómo Alexander crecía rápidamente. Ya no se encontraba en una mohosa y sucia celda, sino en una habitación un tanto más acogedora, aunque no tan cálida. La razón de su mejoría residía en una ventana con barrotes que le permitía observar el clima, una cama —si se le puede llamar así— y un camisón de dormir que Ethan le había robado a su padre, quedándole increíblemente enorme a Alexander. Sin embargo, este amaba aquella prenda, pue