Había pasado ya un año desde el brutal secuestro de Alexander, y su vida se había convertido en una sucesión interminable de maltratos y penurias. La escasez de comida y las condiciones precarias en las que vivía habían transformado al pequeño príncipe de semblante angelical, asemejándolo al protagonista de las obras maestras creadas por los artistas renacentistas, a un despojo sucio y lamentable.
A su lado, siempre estaba Ethan, su fiel compañero, pero durante las noches lo sacaban de la celda y lo devolvían malherido por la mañana. Alexander no lograba comprender el motivo de estas torturas, pero asumía que solo podían ser ejecutadas con la intención de causarle más daño. En ese punto de su calvario, el niño había perdido toda esperanza. El cautiverio se le antojaba absurdo y, a pesar
