No pude soportar la manera en la que me miraba, como si lo supiera todo y la estuviera decepcionando al no admitirlo de una vez. Tragué saliva. Mi niña se había retirado en su asiento, pegaba la espalda contra la puerta a fin de alejarse lo máximo posible de mí. Las piernas encogidas, cerradas, negándome el acceso al coño que hacía unos segundos albergaba toda la longitud de mis dedos.
Aún sentía su calor y su humedad en ellos.
—¿Eres tú? —repitió, con el anhelo de equivocarse plasmado en sus enormes ojos castaños—. Papá, responde. Por favor.
No podía decírselo, no podía. Eso implicaba admitir que la había estado manipulando durante días, que le había mentido y que había jugado con ella. La había tratado como a una completa zorra mientras le jodía la mente haciéndola creer que se sentía
