Una hora después, la poca tranquilidad que Orestes había mantenido pese a lo convulsionada que ha sido su vida en esos últimos días, era algo que podía manejar, no había quién pudiera contradecir sus decisiones; lo que no podría asegurar a partir de ese instante, pues, en ese preciso momento Dilia tocó la puerta de la habitación, donde se había mantenido a la espera en compañía de Peyton y las niñas.
—Señor… —la mujer, apenas él mismo abrió la puerta, comenzó a hablarle.
—Ya llegaron —completó él. Vio que Dilia afirmó en un movimiento de cabeza—. Llévalos al salón de té, en breve instante bajo.
—Seguro, señor —accedió Dilia.
Orestes cerró y giró para buscar la mirada de Peyton, quien aparentemente estaba concentrada en la actividad de las niñas. La miró con atención y pensó que si esta
