El jueves había recibido la noticia. No muy grata, de que tendría que arreglárselas por si sola para ocupar las horas del día sábado, se había representado de inmediato todo un día vacío, de puro ocio melancólico, ojearía tal vez algunos albúmenes familiares o invitaría a alguna de sus compañeras de universidad también abandonada por el esposo siempre demasiado ocupado, y cada vez más distante.
Nunca se preocupó demasiado por los cambios de temperamento de aquel hombre que había elegido por compañero toda la vida, casi siempre meditabundo parecía constantemente fraguar algún atrevido plan que sin embargo nunca llegaba nunca a materializarse. Ese rasgo había cautivado su atención aun antes del primer intercambio de palabras, pues como a todos nos ocurre creyó sus ojos más agudos que la razón y cualquier rasgo le hacía pensar maravillas. No tardaría en descubrir que ese gesto solo revelaba a medias algo verdaderamente atractivo, pues si era cierto que se dejaba absorber por ideas y proyectos, pero no así tanto que estos se llevaran a cabo, simplemente gustaba de degustar el futuro ficticio de una mente ambiciosa pero cobarde
Ocurrió el primer encuentro de miradas en la biblioteca universitaria de la facultad de ciencias humanas, allí un hombre alto y de excelentes proporciones, hombros anchos y quijada recta, masculina. Se adentraba en libros cuyos autores alguna vez ella se propuso develar, aunque la tarea fue abandonada a medio camino, Piagget, Freud, Skiner, estudiosos de lo humano, que eran absorbidos por los ojos oscuros de aquel a quien ella denominaría para si misma como el pensador. Fueron semanas de contemplación mutua, en la que ambos se dirigían cortas miradas, cada uno fingiendo estar ocupado en algún trozo de literatura realmente desdeñado por el intento cada vez menos tímido de entablar una conversación.
Finalmente él había tenido la iniciativa y ella sintió entonces, con algo de vergüenza por guardar aun en si un incipiente machismo, que él había cumplido su parte del trabajo como hombre, acaso sintió también encontrar en la esa seguridad primitiva pero tan necesaria que otorgan las voces profundas y los pechos amplios, un encanto poco profundo, pero apenas aceptable. Las primeras citas no fueron mágicas ni mucho menos inolvidables, la conversación pasaba de los temas de moda a las cuestiones intrascendentes sin llegar nunca a ese punto invisible e inadvertido en que se pierde la noción de la conversación misma y desprendidos quedamos de la preocupación por agradar, para ser nosotros mismos.
Aun con todas estas pegas entre ambos fue formándose con el devenir de cada cita y el paso de cada minuto en compañía del otro una especie de pacto secreto, pequeño y lánguido, conformado por los silencios que no resultaban tan detestables y de los besos siempre en algo insuficientes, ese pacto improvisado si se quiere, tenía el único objeto de evitarse a ambos la búsqueda inclemente por parte de quienes los aman de una compañía eterna, el objeto único, y para ambos conveniente de dejar saldada una cuestión arto trascendente en esta sociedad que no sabe ya disfrutar el placer de la soledad, mucho menos el del abandono.
Esto último, aunque hubiera sido evidente para espíritus más románticos y proclives a la pasión fue para ellos nada más que un telón de fondo, un pegamento que los mantenía unidos, siempre incomodos, pero siempre seguros, no impidiendo por supuesto que se formaran ciertos lazos, que no solo son propios del amor desmedido, sino que también de la costumbre bien extendida y de la convivencia tan continuada. Así, ambos se interesaban siempre por el bienestar del otro, no pasaban más de unas 12 horas sin conversar entre sí, sentían además orgullo reciproco y la obligación de ser fieles, de complacerse entre sí y en resumen un cariño calmo similar al que siente por un amigo incondicional, ¿pero sin un enamoramiento anterior, punto de referencia que les señalara la realidad de esas mariposas en el estómago que nunca sintieron, de ese rubor exagerado y de las ganas de fundirse uno en el otro, como podrían saber estos pobres dos desgraciados que no se traba del amor?
El día sábado. Al contrario de lo que ocurrió a él, llego con premura, defraudada en todos sus intentos por procurarse alguna compañía por poco halagüeña que resultara se vio desde el momento mismo en que el saliera de casa, totalmente sola. Aunque la promesa de que tardaría poco no fue pronunciada ella estimo que no debía tomar más de un par de horas, con lo que al momento mismo en que sonó afuera el ruido del motor fijo la vista en el reloj y marco las 4:30 pm como momento del enojo. Entonces con el celular en las manos tomo asiento en el sofá más grande de la casa, ese ubicado en la recepción, café de cojines muy esponjosos. Siempre acostumbrada a ignorar la vibración del celular en estos días no laborales hoy con el único aliciente de no poder ocupar en otra cosa las manos abrió ese chat de su jefe, que siempre proponía veladamente trabajos poco creíbles y a horas siempre tardías, leyó el último de los mensajes, de hace apenas unos segundos “hola, espero estés bien, sé que es tu día libre, pero si pudieras tomarte un momento para venir a la oficina, por supuesto las horas extra serán remuneradas”.
Siempre encontraba una excusa, y esta ocasión no fue la excepción, pero no pudo evitar divagar un poco sobre la costumbre que se hace evidente hasta en esos hechos que por su naturaleza no deberían ser cotidianos, recordó en un solo instante su primer día en la compañía y su lento ascenso hasta la gerencia financiera. El joven matrimonio había tenido la fortuna de ser empleados en el mismo edificio y apenas con días de diferencia, ambos desempeñaban. Por lo común, sus funciones sin ocuparse mucho del otro y encontrándose en el horario laboral, solo para el almuerzo, no solían charlar sobre lo que allí ocurría así que muchos detalles pequeños pero significativos se comentaban más bien poco. Por ejemplo, nunca dijo ser observada con tantísimo descaro por su jefe ni tampoco pronuncio el miedo algo vergonzoso de usar la falda demasiado corta, pues siempre había ocasión en que por alguna cuestión irrelevante era llamada a esa oficina tan grande y a la vez tan detestada, dentro de la cual el jefe hallaba el modo de hacer un pequeño roce, soltar un apretón de hombro innecesario o incluso comentar algún rasgo de su vestimenta o de su cuerpo.
Por fortuna su día solía estar ocupado y se debatía entre reuniones y reprimendas a algún subordinado poco competente de tal suerte que los momentos de aguantar la respiración y el asco producido por el contacto no consensuado no ocurrían tanto como para hacerle insoportable esa largas y agotadoras horas, que ellas se esforzaba en afrontar con toda entrega pues su crianza así lo demandaba y era incapaz de otra cosa que no fuera la disciplina sin reservas.
Toda su infancia transcurrió en una casa grande, de esa que denominamos coloniales, de tejas de barro y blanca por todo lado, de esas pocas que se salvó de la apropiación del estado y por tanto de quedar reducías a algún edificio público, despojadas de su esencia hogareña. Los pasillos interiores que enmarcaban el patio central adornado por un árbol alto conducían a todas las estancias, el estudio de su padre, la sala en la que tejía su madre tías y abuela, solo una puerta daba de frente con la liberadora calle pero bastaban escasos pasos para encontrar el pórtico del conservatorio en el que pasaba la mitad del tiempo, así que hasta los 17 años no hubo en su vida nada más que el correr y descorrer de esos pequeños pasos, siempre en compañía femenina por tratarse de una institución que solo aceptaba mujeres en su interior.
El paso a la universidad había sido en ese último aspecto bastante traumático, pese a su recatado modo de vestir fue asolada con muchas proposiciones a tomar un café, una cerveza y en ocasiones hasta directamente a ir a la cama. Estuvo a punto de abandonar sus estudios solo por encontrar abrumador ese exceso de una sexualidad que le había sido siempre mostrada con el desprecio propio del prejuicio, como un acto que involucraba ceder un poco al camino a la incorrección moral. Su cuerpo. Aun poco explorado, lo era aun mas en aquel entonces. Había sido instruida incluso en el arte de lavarse sin tocar mucho, de apreciarse al espejo sin mucha gloria y siempre cubriéndose del reflejo con la vergüenza con la que se cubren el resto de las personas de la mirada de un extraño. Sin embargo, sorteados a fuerza de indiferencia todo el pretendiente encontró refugio en un grupo de amigas bastante más mundanas que ella, como una especie de escuela social aprendió con rapidez los por menores de la vida juvenil cuya antesala se perdió en los pasillos del conservatorio femenino.
Así hallo cierto gusto en las conversaciones algo indiscretas y también en las pequeñitas desgracias ajenas, en el humor n***o e incluso en las historias de amorío pasajero que alguna de sus compañeras contaba con detalle escandaloso. No quiso por ello participar nunca en esas reuniones que terminaban con todos los compañeros dispersos en la multitud, hallados luego en camas ajenas. Se convirtió entonces en una persona tan diestra como la mayoría de nosotros en las interacciones cotidianas, pero totalmente ajena a toda pasión y coqueteo, algo abigarrada siempre en el baile esa condición de falta de ritmo pasaría luego cuentas a la luna de miel, más incómoda que placentera y de ahí en más a casi todos los intentos por encontrar en el sexo un medio de unión con el esposo.
Finalmente, el reloj alcanzo la hora marcada las 4:30, seguía sin haber el más mínimo sonido de apertura esa puerta tan ruidosa que a ambos molestaba pero que en momentos así se deseaba oír chirriar aunque sea un poco sus bisagras. Pasaron 30 minutos, una hora, un par de ellas y un par de pares, para las 7:00 ya empezaba a preocuparse genuinamente, escribió un brevísimo mensaje solicitándole que le dijera si llegaría a tiempo para cenar. A pesar de esperar 30 minutos no obtuvo respuesta, aquello empezó a tomar para ella un cariz extraño, penetro por primera vez en años de relación en un pasaje sombrío del contacto humano, la incertidumbre.
Creía ya haber establecido una reglas tan claras de juego que ninguno de los dos se sentiría a gusto de quebrantar más que en situaciones extraordinarias, no era la primera vez que tardaba, pero si la primera que no se justificaba al hacerlo y también la primera que un leve presagio se le posaba en el hombro como un ave traicionera, picoteándole la oreja, diciéndole que algo no estaba bien, realizo entonces la llamada que quería realizar desde hace un par de horas pero la voz que respondía del otro lado de la línea le hizo mirar con incredulidad el teléfono y preguntarse un instante si había errado el nombre del contacto. Femenino el tono y joven el timbre, no era para nada lo que esperaba escuchar. Ante la pregunta – hola, con quien hablo- respondió – una amiga de su esposo, señora- en tono zalamero y provocador, sin estar habituada al conflicto evadió la ira que se le formaba en la garganta y dijo calmadamente – podría pasármelo- entonces la vocecita de nuevo sin ocultar en lo más mínimo el deseo de herir, pronuncio – creo que no va a poder, tiene las manos llenas- soltando una carcajada muy cerquita del micrófono, para asegurarse que se incrustara bien en su cráneo. Entonces colgó, dejándola allí sin tener la más mínima idea de que estaba ocurriendo.
Comenzó ese dialogo con uno mismo, que surge siempre de las situaciones inesperadas, de aquellas que nos descolocan del rumbo natural de la vida. Argumentos contrarios a los celos y también a favor de ellos por igual, las pequeñísimas voces disidentes que abogaron por una examinación más calmada de las cosas fueron ahogándose a medida que otros sentimientos mucho más nocivos le inundaron el pecho, la respiración agitada y el puño fuertemente cerrado sobre sí mismo fueron el signo premonitorio de una decisión firme de no adoptar una postura pasiva y descubrir que pasaba se convirtió de inmediato en prioridad. Repitió un par de veces más la llamada con la pequeñísima esperanza de que el respondiera riendo y diciendo que todo fue una broma, sin embargo, tal cosa no ocurrió, del otro lado de la línea solo recibió los tonos siempre espaciados por el mismo silencio de un celular que suena, pero no es contestado.
Las primeras víctimas del interrogatorio fueron sus amistades comunes, omitiendo a los compañeros de oficina para evitar así las murmuraciones de corredor. Algunos, los menos queridos dieron sus razones mediante mensajes, y otros de su propia voz a través de una corta llamada, todos manifestaron no saber en lo más mínimo el paradero de su esposo. Luego los principales sospechosos, los más viciosos y bebedores, esos muy odiados pero cuya amistad era consentida en aras de la comprensión mutua, creyó, con algo de lógica, pero sin buenos resultados que en estos últimos hallaría la respuesta ansiada o por lo menos la traza mínima de un hilo del cual halar para desenredar el nudo.
Los familiares quedaron junto con otros de carácter excesivamente comunicativo, liberaron de las pesquisas pues aun con la ira carcomiéndole no debía por ellos hacerse de lo privado algo público. Se hartó finalmente de los callejones sin salida y de las sugerencias de aguardar estúpidamente sentada en su sillón, 1 hora más había transcurrido desde el momento en que le fuera sembrada la semilla del caos en la mente por esa maldita perra de voz chillona. Caminando a pasos largos el ancho total de la sala la autocompasión buscaba una g****a para colarse entre los más rudos y salvajes e sus sentimientos, para las 10 de la noche ya habían logrado con su cauce lento socavar la ira y se le fue transformado el semblante en uno digno de ser representado en una pintura al óleo como la tristeza misma, lagrimas, primero bien espaciadas y luego como una fuente le fueron andando por las mejillas y la comisura de los labios, su sabor salado se le colaba en la boca, el nudo en la garganta al que tantísimas explicaciones poéticas hemos querido asignar fue hinchándose hasta el punto que creyó durante un instante, le faltaría la respiración.
Quiso, sin embargo, aprovechar ese pequeño momento de triste calma, en la que ya no tenía que reprimir un grito enfurecido, para pensar todo, atando los cabos. Su comportamiento siempre algo distante, había sido apenas algo mas pronunciado en los últimos días, el único nuevo rasgo. Que ahora podría tomar la apariencia de ser sospechoso, fue el hecho de que le sorprendiera en un par de ocasiones mirando fijamente el celular, como intentando reunir el valor para algo, en su momento le pareció nada más que una extensión de esa costumbre que ya hemos advertido más arriba, la de adentrase en proyectos que nunca realizaba. Pero y si en la soledad había logrado por fin vencer esa barrera mental y los dedos por fin liberados marcaron el número de la amante añorada o el de ese vicio meditado, pero siempre reprimido, estaría en compañía tal vez de miserables prostitutas y sería una de ellas la que contesto el teléfono.
Estas últimas dos teorías que implicaban ya no una juerga salida de control sino la traición planeada y anticipada empezaban a tener amplia ventaja frente a las otras, la salida intempestiva, la excusa deliberadamente pronunciada en palabras lastimeras que le impedirían negarse a que saliera esa tarde, a que la abandonara en ese único día hecho para los dos, esa traza del perfume que usaba solo en los días especiales y que había quedado flotando en el aire cuando camino apresurado a la puerta y se marchó. La duda razonable se convirtió en certeza con rapidez pasmosa y todo quedo de pronto sellado bajo la denominación irrevocable de una infidelidad y lo que es peor de una infidelidad a la que camino tan voluntariamente como al altar de bodas.