2 | Maldición roja

1209 Words
¿Exactamente qué significaba ser una Dama Roja? Una Dama Roja sería una mujer que daría su vida por su hombre, uno que estaría dispuesto a dar la suya por ella. Era más que una unión; era un vínculo inquebrantable bajo el cual estarían hasta que la muerte o la infidelidad los separara. Para muchas mujeres que vivieron bajo el yugo de ser considerada una Dama Roja, repetían que más que una bendición era una maldición. Estar junto a una persona que muchas veces las secuestró, torturó e incluso abusó de ellas en nombre de un título, no era placentero. Por supuesto estaban sus excepciones; aquellas a las que se les dio el poder de elegir quedarse bajo sus reglas, o abandonar y morir. Siempre tenían el poder de escoger lo que mejor les pareciera, sin embargo, continuaban pensando que ser parte de una organización criminal no era el romance soñado. No vivían una vida amorosa, no salían a vacacionar, no vivían una vida de ensueño. Debían cerrar los ojos cuando asesinaban a una persona frente a ellas, cuando le arrancaban la lengua, cuando eran sometidos a torturas brutales en nombre de la organización que los obligaba a tatuarse el nombre de su jefe en el pecho. Para Deborah, ser una Dama Roja, involucraba sufrir la tortura de ser la mujer del líder de una organización. Cuando cometió el error de obviarle detalles a Milán sobre el plan de la agencia, supo que no estaba siguiendo las líneas de la amistad. Deborah antepuso su trabajo, su propia venganza y el deseo de coger con Levka, al punto de olvidarse quien era en verdad. Ya no era esa mujer que haría lo que fuese por su amiga; se convirtió en una que era capaz de tatuarse la maldita corona de la mafia en el dedo. —Dolerá —farfulló el perro que la tatuaría. Deborah sufrió tanto cuando era una adolescente, que un simple piquete en el dedo no la mataría. Sin embargo, el hombre que esperaba ver el tatuaje sí la mataría cuando no la necesitara. La mente de Levka era una máquina que no dejaba de pensar lo que haría con ella. Mientras la máquina marcaba la tinta sobre la blanquecina piel de su Dama, él pensó en un castigo ejemplar. No le dolió cuando ejecutó a Ivana, pero con Deborah se sentía diferente. Si no lo hacía, jamás sería respetado. Si le sacó el corazón a Ivana por una infidelidad, ¿qué debía hacerle a Deborah después de esconderle que pertenecía a la agencia que los buscaba para asesinarlos? Lo menos que podía hacer era azotarla. —Lista —afirmó el perro. Deborah se mantuvo estática, con los pensamientos agolpando su cabeza. Ella estaba segura de que Levka la mataría. Estaba preparada para soportar el castigo, aunque la forma en la que él la miraba era castigo suficiente. Continuaba tocándola, durmiendo a su lado, besándola. ¿Por qué la castigaba de esa manera? Deborah prefería el dolor físico al sufrimiento mental. Levka jugaba con su mente, con su desesperación, al punto de llevarla al borde de preguntarle qué haría con ella. Levka, como el hombre honorable que pretendía ser, le comentó que estaban bien. —Levántate —demandó Levka. Deborah miró el tatuaje de la corona roja en su dedo anular. Era oficialmente la marca de sus mujeres. Deborah se sentía más marcada que un caballo, pero apenas era el comienzo de lo que Levka pensó mientras ella era tatuada con el hierro de la tinta. —Te dije que te levantes —demandó más fuerte. Deborah descruzó sus tobillos y se levantó. Levka miró al perro que la tatuó. El hombre era lo bastante inteligente para entender las directas. Tomó sus cosas y la manija de la puerta. Cuando la arrojó contra los goznes, Levka miró a Deborah. La barba que salpicaba su mentón brillaba bajo las luces de la habitación, mientras en sus ojos azules la mujer ante él vio su destino, uno que no le agradaba, pero era mejor que vivir con la culpa de la muerte de Milán. Deborah se mantuvo recluida desde la muerte de Milán tres días atrás, así que apenas vio la luz del sol entrando por las enormes ventanas. No quería vivir un mundo sin ella. Levka desconocía el dolor de su Dama, así que para aumentarlo, pensó en su castigo y en algo menos doloroso: su redención. Un tatuaje era la marca de sus mujeres, así que después de probar su valor al asesinar a la persona que quería, merecía ese tatuaje. —Me gusta —afirmó Levka al tocar la piel herida. Deborah mantuvo la mirada en su corbata roja. Levka siempre lucía impoluto, apuesto, malditamente sexy. No importaba lo que llevara puesto, sino lo que hacía cuando se quitaba la ropa. —El dolor nos mantiene alerta, Deborah. Es lo que nos hace sentir vivos. —Besó la corona—. Si no sientes dolor, no eres humano ni mereces vivir como uno. Me gratifica saber que pudiste hacer lo que te ordené, pero necesito algo más de ti. El escozor en la piel recién tinturada le era indiferente a Deborah. Ella necesitaba saber qué sucedería después, cuando la tinta se afianzara en su piel para siempre. Fue por ello que elevó la mirada hacia los ojos azules de Levka y quitó la mano de la suya. —¿Por qué me tienes aquí? —Porque eres mía. —Volvió a sujetar su mano—. Siempre serás mía. Y si alguien se atreve a tocarte, lo mato. Por instantes se sentía como una relación real, no como una prisión. Levka se comportó tan caliente y poco hostil, que para ella era confuso. Deborah no quería caer en el mismo pozo profundo del que Milán la sacó. Milán, su mejor amiga, la persona que asesinó para complacer a unos pocos. Deborah no estaba de acuerdo con ese plan, se rehusaba, pero cuando la amenazaron de muerte y colocaron precio por la cabeza de su media hermana, entendió que las personas para las cuales trabajaba no estaban con ella; eran tan malos, perversos y asesinos como los Antonov. Sin embargo, existía una diferencia abismal con relación a la mafia rusa y la agencia. Ellos buscaban exterminar a las malas personas, mientras los rusos buscaban engrandecer su poder, someter a las mujeres y marcarlas como suyas. Levka, cuando llamó al perro para que la tatuara, le dijo que esa marca en su dedo no solo la protegería, sino que la señalaría entre las demás. La única manera de que se deshiciera de esa marca, era quitándose el dedo, porque aun borrándolo, seguiría allí. Deborah elevó la mirada de sus manos unidas a los ojos de Levka. Él continuaba estudiándola, como si se maravillara por ella, cuando la verdad era que asimilaba en su mente cada una de las torturas que le haría para purificarla. No le bastó con asesinar a Milán. Ese fue el abrebocas de lo que sucedería, porque ella no solo sería la Dama Roja más impresionante que tuviera a su lado la mafia rusa, sino que era la mujer que lo enloquecería por completo, de pies a cabeza, con tan solo un chasquido de dedos.            
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