Ahora escapaba. ¿Quién entendía a esa mujer? Luego de que la última vez me enfrentó sin problemas, ahora huía de mí. Y no podía creerlo. Se comportó como una niñita huyendo del viejo del saco. ¿Cuál era su problema conmigo? ¿Qué creía que era yo? ¿Un asesino serial?
Decidí no seguir dándole vueltas a esa mujer y ocuparme de lo que realmente era necesario: tendría que despojar a mis hermanos de su parte en la empresa. No me agradaba en lo absoluto, al contrario, me disgustaba bastante, pero ellos no me habían dejado alternativa. O los sacaba yo a ellos o ellos me sacaban a mí. Y no les regalaría todos mis años de esfuerzo para que me dejaran en la calle. Claro que no. Demasiado trabajo y sacrificio me costó llegar hasta donde estaba para que ahora ellos se quedaran con los frutos de mi labor.
Mi móvil sonó y en la pantalla apareció la foto de mi mellizo.
―Roberto ―saludé con agrado.
―José Miguel, ya está todo listo, mañana se hará efectivo el traspaso de la empresa a tu nombre, todo quedará como debió ser desde un principio.
―Gracias, hermano, sabes que no les voy a quitar lo que les corresponde, ¿verdad? ―Necesitaba la confirmación de él.
―Estoy seguro de ello, José Miguel, confío en ti, en quien no lo hago es en Joaquín y Victoria, ellos sí hubiesen sido capaces de dejarnos en la calle.
―Son jóvenes e impulsivos ―defendí.
―Nosotros también tuvimos su edad ―rebatió.
Guardé silencio, no supe qué contestar, aunque estaba molesto con ellos, no dejaban de ser mis hermanitos pequeños.
―José Miguel, esto es lo correcto, no te sientas mal, ellos no hubiesen sido capaces de luchar contra sus impulsos y con dinero y poder se hubieran convertido en tiranos.
―Es cierto, Roberto, es solo que jamás me imaginé que tuviera que hacer esto. Nunca.
―Nadie, José Miguel, pero las cosas se dieron así, no hay nada qué hacer.
―Es cierto, y muy lamentable.
―Bueno, yo te llamaba para eso, para avisarte que está todo listo y también que ahora voy a salir con mi familia a almorzar, ¿quieres venir con nosotros?
―No, gracias. Disfruten, un abrazo a María Paz y besitos a los niños.
―Gracias, te quiero y quédate tranquilo ¿sí? Esto es lo correcto.
―Yo también te quiero, gracias por apoyarme.
Al colgar, me quedé pensando en Roberto y su familia. María Paz, mi cuñada, era una abogada proveniente de familia de abogados. Era una mujer maravillosa, cálida, dulce y sencilla, un amor como esposa y como madre, también como cuñada. Fue su padre quien hizo incluir una cláusula en la formación de la empresa, que todo era mío y de mi padre solo era la idea, con lo cual, según él, yo me aseguraba que mis hermanos no pudieran quitármela nunca. Eso en un primer momento me chocó, no creía a mis hermanos capaces de algo así, sin embargo, el papá de mi cuñada me aseguró haber visto miles de casos en los que las familias se separaban por culpa de herencias y dinero. Eso era lo que me estaba permitiendo seguir a cargo de la empresa, dejando de lado a mis hermanos. Algo que, ni en mis más remotas pesadillas imaginé. ¡Maldito dinero! Maldito y bendito.
El mismo dinero que nos permitió salir adelante y sacar de la miseria a la familia, es el mismo que me separaba de mis hermanos y el mismo que me había impedido encontrar una mujer, una esposa, tener hijos, formar una familia. Ya tengo treinta y siete años y aún no encuentro una mujer que no solo se fije en mi dinero, ni a la que le interese que la mantenga sin entregar nada a cambio.
La imagen de Miranda apareció en mi cabeza. ¿Por qué huyó de mí esta mañana en el negocio? ¿Sería por mi ropa? Claro, ella estaba acostumbrada a verme con el disfraz de oficina, no con la ropa negra que usaba fuera de ella. Esa mujer no sabía nada de mí, tal vez no le gustara mi forma de vestir... Ni a mis hermanos les agradaba.
Me decidí salir en motocicleta, era lo único que me relajaba y me permitía seguir en esta rutina que no tenía más incentivo que mi familia y mis hermanos... Además de la memoria de papá.
Salí de mi piso, quería, no, necesitaba despejarme de todo lo que estaba ocurriendo en mi vida.
Sin percatarme, marqué el piso doce, el de ella, quizá con el secreto deseo de verla. ¡Estúpido! “A ella ni siquiera le atraes”, me recriminé a mí mismo.
La puerta del ascensor volvió a cerrarse, lo que, en cierto modo, me decepcionó. Volví a enojarme conmigo mismo, me estaba comportando como un idiota, parecía un adolescente detrás de la chica popular del curso que no se había dado cuenta que el nerd existía.
Me subí a mi moto y me detuve antes de salir del estacionamiento. Allí lo vi. El novio de Miranda, parecía enfurecido, con una rabia contenida difícil de disimular. Solo por molestar, aceleré, sin avanzar, justo en el momento en el que pasó frente a mí, me miró queriendo asesinarme, pero no podía ver mi rostro, lo cual provocó en mí una satisfacción difícil de explicar.
Me fui al cerro, no quería pensar en ese hombre con esa mujer que ni siquiera se dignaba a mirarme.
Ni la velocidad, ni el viento, ni la naturaleza, lograron calmarme. Seguía imaginando a Miranda y a ese tipo juntos, en mi edificio, en el departamento, en la cama...
Volví molesto a mi casa. Quería no pensar en nada, sin embargo, entre Miranda, mis hermanos, los problemas del trabajo y mi pasado, me sentía agobiado, con una carga demasiado pesada sobre mis hombros.
Al día siguiente, luego de un arduo día de trabajo, reuniones y revisiones de documentos para hacer el traspaso a mi nombre, bajé en el ascensor a la hora en que salían los empleados, en realidad, no todos, solo las secretarias, quería verla, quería saber por qué no le agradaba a Miranda, qué le había hecho que me odiaba, porque podía asegurar que indiferente no le era.
Subieron. Sí, el clan femenino de la constructora en pleno. Ellas eran un grupo aparte, no porque ellas no quisieran juntarse con los demás, al parecer era al revés.
Miranda me miró e inclinó su cabeza.
―Buenas tardes ―saludaron todas a coro, pero yo solo la escuché a ella.
―Buenas tardes ―respondí nervioso.
―Jefe, mañana no se le olvide que la reunión se cambió de las nueve a un cuarto para las ocho con el abogado Oyarzún ―me indicó mi secretaria.
―Sí, es cierto, gracias, Rocío.
―Si quiere, puedo llegar más temprano ―ofreció.
―No, no, no hace falta ―contesté con celeridad―, en realidad, no será una reunión como tal, debemos aclarar algunas cosas y afinar algunos detalles, nada más.
Mi joven secretaria afirmó con la cabeza, yo le sonreí, era muy eficiente y yo la apreciaba mucho.
―Chao, Miranda. Hasta mañana, jefe ―se despidieron las mujeres en el primer piso.
Miranda no se volvió a mirarme, sé que le extrañó, el otro día ninguna me trató de "jefe".
Al abrirse las puertas, vi al tipo en el estacionamiento subiendo a un automóvil. ¿Había venido por Miranda? Lo que me extrañó, es que el coche no era el de mi acompañante de ascensor, quien lo vio y se echó hacia atrás escondiéndose de él.
―No ―musitó.
Me sorprendí, pero reaccioné de inmediato cerrando las puertas del ascensor y marcando el piso de mi oficina. Ahora sí me miró algo confundida.
―¿Pelearon? ―consulté sin tapujo.
―Lo dejé ―respondió sincera, no tenía sentido que negara algo que era evidente, creo que solo por eso me contestó.
―Está pálida, ¿acaso le tiene miedo?
Ella negó con la cabeza y miró el suelo. No insistí. Yo sabía la respuesta, lo pude ver aquel día que se le cayeron las cosas de la cartera, no obstante, quería escuchar la respuesta de sus propios labios, pero temblaba como una hoja y tampoco la iba a someter a un interrogatorio. Me bastaba con saber que no estaban juntos. Sin pensarlo, puse mi mano en su mejilla y levanté su rostro, quería que me mirase a mí, no al suelo como siempre.
―Todo estará bien, él ya se iba, le daremos un tiempo y nos vamos.
Sus ojos estaban vidriosos. No lloró. Cuando llegamos a mi oficina, se resistió a entrar.
―No pasa nada, Miranda, no soy un asesino en serie ni un violador de mujeres indefensas ―aseguré con una cuota de humor.
Ella avanzó con paso vacilante, le ofrecí un té, un café, refresco, agua... No aceptó nada.
Yo quería preguntar, quería saber cómo y cuándo había ocurrido el rompimiento. No me atrevía. Me senté tras mi escritorio, en realidad me parapeté detrás de él. Ella solo miraba el suelo, sin decir nada. Yo tampoco hablaba, no me sentía capaz.
Me levanté y serví dos vasos de jugo, lo tendría que aceptar sí o sí. Le alargué el vaso de ella, lo aceptó sin problemas y bebió la mitad del contenido de un solo trago. Yo sonreí, debe haber tenido un nudo en la garganta, si estaban recién peleados, seguro que él querría volver con ella. Yo querría hacerlo.
Me senté en la orilla del escritorio, frente a ella. Ella alzó su vista y me quedó mirando unos segundos, interminables segundos, aunque a mí se me hicieron cortos.
―Así que usted es el jefe de Rocío, el mandamás de la empresa... El gran jefe ―lo dijo con un descaro tal, que me hizo sonreír.
―Sí, y usted es la secretaria de mi hermano.
―¿Don Roberto es su hermano? ―preguntó sorprendida.
―Mi mellizo para ser exacto.
―No se parecen.
―¡Claro que no! Yo soy mucho más guapo ―respondí divertido, ella también estaba mucho más relajada.
Ella rio. Me agradó su risa, era una risa contagiosa, reía con los ojos, era de esas risas que uno no se cansa de contemplar. En general, el rostro de Miranda no tenía expresión alguna, como si sus emociones estuvieran tan dentro de ella que ni a sus ojos se asomaban, en cambio, cuando reía... Cuando reía sus mejillas se iluminaban, sus ojos brillaban y su boca se curvaba seductora y transparente.
―¿Es verdad o no? ¿Soy más guapo que mi hermano?
Miranda entrecerró los ojos y frunció los labios, como pensando en una respuesta. Quise besarla.
―Sí, tengo que admitirlo, aunque don Roberto no está mal, su esposa tiene mucha suerte ―comentó.
―María Paz es un amor, yo creo que la suerte la tiene él.
―Sí, son tal para cual, ¿y usted? ¿Qué tal su esposa?
―No tengo, soy soltero, pero no fanático ―agregué.
―¿Y no quiere casarse? ―preguntó tomando un pequeñísimo sorbo de jugo.
―De querer, quiero, pero no he encontrado a la mujer indicada.
―Quizás es que es muy exigente.
―No sé, puede ser.
―Si busca a la chica perfecta, dudo mucho que la encuentre.
―¿Y qué me dice usted? ¿Qué pasó con su príncipe azul?
―Resultó ser un sapo venenoso ―manifestó con pesar y algo de mal humor.
―¿No piensa volver con él o es un enojo temporal?
―¡No! No es algo pasajero, yo lo dejé y esta vez es para siempre.
―¿Terminaron ayer? Con razón estaba tan molesto.
Me miró interrogante y me sentí culpable, como si la hubiese estado espiando o algo peor... Bueno, poco faltó.
―Ayer iba saliendo cuando lo vi fuera del edificio ―expliqué para que no pensara mal de mí.
La reacción que tuvo no me la esperaba, si antes se puso pálida, esta vez fue peor, la lividez de su rostro me hizo creer que se desmayaría. Sus manos comenzaron a temblar. ¿Por qué se ponía de ese modo? ¿Qué podía hacer para calmarla? La tomé de los hombros y acerqué mi rostro a ella, con ganas de besarla, pero claramente ese no era momento.
―Miranda, ¿qué pasa?
―Yo lo abandoné el día que comencé a trabajar aquí ―confesó casi sin voz.
―¿Lo abandonó? ―Me pareció curiosa esa expresión.
―Me escapé, hui ―aclaró clavando sus asustadas pupilas en mí.
―La maltrataba. ―No fue una pregunta.
―Era muy celoso ―afirmó bajando otra vez la cara.
―¿Por qué no lo denuncia?
Ella no contestó, volvió a alzar la vista y sostener mi mirada sin decir nada y con sus ojos, otra vez, sin ninguna expresión. Sin poder contenerme más, posé una mano en su mejilla y la acaricié con el pulgar.