¿Por qué ese hombre actuaba así conmigo? ¿Por qué yo reaccionaba así con él? Su mano en mi mejilla quemaba. Sus ojos en los míos, me estremecían.
―Será mejor irnos ―logré articular con dificultad.
―Sí, ya debe haberse ido.
―Sí.
―¿Se siente bien para conducir?
―Yo creo.
―Yo creo que no. Vamos.
Pero ninguno se movió. Ni él ni yo, era como si estuviéramos atrapados en nuestras miradas. Y no quería. Ya no quería que ningún hombre me atrapase en sus redes nunca más. No. No quería. Bajé la cara para salir de su hechizo y me levanté. Él también se incorporó. Salimos de la oficina en completo silencio. Uno al lado del otro. Sin siquiera rozarnos. Al llegar al estacionamiento, me entró el pánico de nuevo, no quería salir y encontrarme con Lorenzo. Mi nuevo amigo dio un paso fuera y miro en derredor, luego dirigió su vista hasta mí.
―Ya no está, no se preocupe.
Aun así, no quería salir. Mi vecino me tomó de la mano y casi tuvo que arrastrarme hasta su coche. Me subí con celeridad y cerré los ojos. José Miguel no hizo ningún comentario. Me acompañó hasta la puerta de mi departamento.
―Ahora ya está segura ―afirmó.
―Gracias.
―No hay de qué, haría lo mismo por cualquier damisela en peligro, además ¿qué clase de vecino sería si no me asegurara que mi vecina llega bien a su casa? ―bromeó.
―Es todo un caballero andante, un Quijote de la Mancha, pero moderno ―me burlé de vuelta.
―Así es y ando en busca de mi princesa, ¿conoce a alguna chica que quiera ser mi Dulcinea?
―No, no conozco a ninguna, pero si veo a alguien por ahí, le aviso.
Él no contestó, solo me miró con intensidad, fijo a los ojos, como si no existiera nada más en el mundo que él y yo. Alzó su mano y puso dos dedos bajo mi barbilla.
―Buenas noches, Miranda, nos vemos mañana, tendré que venir por usted, su coche se quedó en el trabajo.
―Puedo irme en metro o caminando.
―¡Nada de eso! ―protestó.
―Pero usted mañana debe estar muy temprano en la oficina.
―Después de mi reunión vengo a buscarla.
―¿Y si se atrasa y llego tarde a la empresa?
―¿Qué pasaría? Soy el Gran Jefe. ―Me dedicó una sonrisa.
Se dio la vuelta y se marchó sin mirar atrás hasta que llegó al ascensor y se volteó para hacerme un gesto de despedida con la mano.
Entré a mi departamento y sonreí. De inmediato desdibujé mi sonrisa. Ese hombre no era para mí. Tampoco quería enamorarme. Además, estaba tan reciente mi término con Lorenzo que sentía que no era correcto albergar ningún sentimiento o gusto por alguien más. Yo no era así; Lorenzo fue mi primer novio y el único hasta ahora, no podía fijarme tan rápido en alguien más. De hecho, tampoco creía que José Miguel estuviera interesado en mí, él mismo lo dijo: habría hecho lo mismo por cualquier mujer. Debe haberse activado un sentido de protección de su parte. Nada más. Necesitaba sentirme protegida y él me hizo sentir segura. No fue otra cosa. Aparté los pajaritos de mi cabeza, no debería hacerme ilusiones tan pronto. Ni con él, ni con nadie.
Me dispuse a preparar algo de comer. Quería comer algo rico y no tenía nada dulce en el departamento. Decidí bajar al minimarket. Volvía a mi departamento cuando me topé con José Miguel que venía bajando.
―Vaya, el universo se empeña en juntarnos ―comentó de buen humor.
―Así parece, aunque si no fuera por lo imposible, pensaría que está siguiéndome.
―¿Y quién me dice a mí que no es usted quien me sigue? ―ironizó divertido.
―Já, yo estoy volviendo, usted me siguió esta vez.
Había un aire distendido entre ambos.
―Es que ando en busca de alguien que me alimente ―bromeó mirando la bolsa de los dulces.
―¡Fresco! ¿Quiere que lo invite a tomar once (el té de la tarde)?
―No diría que no, así podría decirme por qué le caigo tan mal.
―No me cae mal ―aseguré extrañada ante esa afirmación. Él levantó una ceja incrédulo―. Es verdad, no sé por qué dice eso.
―Se lo digo si me invita o deja que la invite yo.
Lo pensé un solo segundo.
―Bueno, pero tendré que comprar algunas cosas más, los hombres comen mucho.
―No sabe cuánta hambre tengo ―lo dijo con picardía, bajé la cara―. No soy un sicópata asesino ―aseguró.
―Vamos a comprar, ¿qué quiere comer? ―ofrecí.
―Lo que sea su cariño ―sonrió inocente.
―Ah, entonces subamos, tengo agua y vasos ―me burlé socarrona.
―Eso es maldad pura ―se quejó divertido.
―Vamos a comprar mejor ―dije avanzando hacia la salida del edificio.
José Miguel apresuró el paso y caminó lado a lado conmigo, en silencio, hasta el negocio. Saqué pan, compré algunos pasteles más y una bebida. Al llegar a la caja, él canceló la cuenta, sin permitirme protestar.
―Usted invita, yo p**o ―sentenció.
Entramos a mi departamento y yo me dispuse a preparar las cosas.
―¿Le ayudo en algo?
Lo miré sorprendida, ¿se estaba ofreciendo a ayudarme?
―Eh... No... ―No supe qué decir, estaba a acostumbrada a hacer todo sola.
Él se acercó de todos modos al mesón de la cocina y abrió los dulces. Tomó unos platos de la repisa y colocó allí los pasteles. Yo, mientras tanto, preparaba el café. Él puso los panes en la panera y la dejó encima.
―Gracias ―le dije una vez sentados en la pequeña mesa.
―¿Por qué? El agradecido debería ser yo.
―Por ayudarme ―aclaré.
El entrecerró los ojos, al parecer no entendía el por qué le daba las gracias.
―De nada ―respondió con un tono extraño.
―¿Y me va a decir por qué cree que yo le tengo mala?
―Desde que nos conocimos, ha sido muy ruda conmigo sin ninguna razón.
Yo me puse seria. Sí había razón. Claro que había. El primer día estaba Lorenzo cerca. Luego, no supe quién era.
―¿Me va a contestar? ―inquirió buscando mi mirada.
―No sé a qué se refiere ―mentí.
―Dejémoslo así, si usted no se había dado cuenta, tal vez solo fueran apreciaciones mías.
―Eso debe ser, tal vez es esquizofrénico ―ironicé.
―Paranoico en ese caso ―me corrigió él.
―Claro, paranoico; si la esquizofrénica aquí soy yo. ―Me reí.
―Usted lo dijo, no yo ―respondió socarrón.
―¡Hey! ―Fingí molestia.
―Usted lo dijo, no yo. A mí ni siquiera se me había pasado por la cabeza ―repuso divertido.
―Ah, sí, claro ―repliqué haciéndome la indiferente.
―Claro. Además, usted me trata de loco y la ofendida es usted.
Lo miré y lancé una carcajada. Él se me quedó mirando serio.
―¿Qué pasa? ―pregunté sin dejar de reír.
―Cuando ríe, su cara se transforma.
―¿Qué? ―Fruncí el ceño―. ¿Me desfiguro mucho?
―No, su rostro cobra vida, toma expresión.
No entendí lo que dijo.
―Cuando está seria, no tiene gestos, como si no tuviera vida, como si estuviera muerta por dentro.
Eso sonó muy fuerte para mí, porque así me sentía. Su mirada culpable me hizo saber que se había arrepentido de sus palabras, pero estaba alegre y me sentía viva.
―Ahora resulta que soy un zombi ―reproché de buen humor.
―Algo así ―se burló.
Tomé un sorbo de mi café, estaba caliente y me quemé la lengua.
―Eso le pasa por peleona ―comentó con sorna.
―¿Yo peleona? Usted me dijo zombi.
―Usted dijo que era zombi, no yo.
―Usted lo corroboró.
―¿Y qué debía hacer?
―Decirme que no, que era la flor más linda del campo, eso hacen los caballeros andantes, así será muy difícil que encuentre a su Dulcinea.
―Aclaremos algo, Miranda. Primero, yo no dije zombi, dije: "algo así"; segundo, hay zombis muy lindas y podría decir que usted es la zombi más hermosa que he conocido.
―¿Conoce muchas? ―interrogué desafiante.
―Solo una. A usted.
Enterré mi tenedor en un trozo de pastel y me lo llevé a la boca. Él hizo lo mismo. Yo lo miré, en realidad, sostuve su mirada, porque él no dejaba de observarme.
―¿Puedo hacerle una pregunta? ―dijo de pronto, como si hubiera debatido en su mente si consultar o no.
―De que puede, puede, que yo responda es otra cosa.
―Prométame que no se enojará.
―Ni usted, si no respondo.
―Lo prometo.
―Pregúnteme.
―¿Sigue amando a ese tipo?
Contuve la respiración un momento.
―No ―aseguré con firmeza.
―¿Cuánto tiempo estuvo con él?
―Era una sola pregunta ―le recordé burlesca.
José Miguel bajó la cabeza.
―Diez largos años.
―¿Diez? Casi toda su vida.
Me encogí de hombros.
―Lo conocí a los diecisiete, empezamos a andar cuando cumplí dieciocho.
―Para la mayoría de edad.
―Sí, de hecho, me pidió pololeo (ser novios) en mi cumpleaños, aunque, claro, en ese momento no me di cuenta que él esperó a eso.
―Y se fueron a vivir juntos...
―A los cuatro meses de estar de novios. ―Me mordí el labio, ¿por qué tenía que contarle mi vida a un desconocido?
―¿Cuándo comenzó a golpearla?
Lo miré pasmada. ¿Cómo lo sabía?
―No creo que sea correcto tratar un tema así con un desconocido.
―No somos desconocidos. Soy su vecino; su jefe, bueno, técnicamente, jefe de su jefe; su Quijote y ahora... casi amigos. ―Hizo una pausa en la que yo no supe qué decir―. ¡Ah! Y compañeros de ascensor.
Sonreí ante esa última afirmación. Los ascensores eran casi nuestro lugar en común.
―Además, ese tipo de cosas jamás deberían ocultarse, lo único que se logra con eso es que el agresor cobre más fuerza sobre la víctima.
―No es un tema fácil de tratar ni de hablar.
―Claro que no, pero ocultarlo cuesta el doble a la larga.
Bajé la cabeza. Él extendió su mano, agarró la mía y la apretó leve, casi imperceptible, suave. Me quedé unos segundos así, su mano era cálida y segura. Alcé la vista y me encontré con su mirada. No sabía qué decir, sabía que él tenía razón, pero no era un tema que quisiera tratar en ese momento.
―No ha comido nada ―comenté por decir algo y salir de esa incómoda situación.
―Usted tampoco ―expresó con algo de pesar.
―Comamos entonces, creo que hasta se enfrió el café.
―Al menos no se va a quemar ―repuso casi con ternura.
―Eso sí ―admití algo avergonzada.
Tomó un trozo de pastel con el tenedor y lo extendió hasta mi boca. Me desconcerté, aun así, lo recibí.
―¿Me va a alimentar usted? ―intenté bromear.
―No me costaría nada hacerlo.
Tomó otro trozo y me lo volvió a dar en la boca.
―Puedo comer sola ―dije algo incómoda y sin ganas de que dejara de hacerlo.
―Ya lo sé, pero es más entretenido así.
―¿Ah, sí?
Entonces, fui yo quien tomó un trozo del dulce y se lo di en la boca. Fue algo sensual. Demasiado para mi gusto. Tiré el tenedor en el plato y me levanté.
―Es tarde ―expresé con los nervios a flor de piel y miles de mariposas aleteando en mi interior.
―Miranda...
Tomé mi taza para llevarla al fregadero.
―Miranda, por favor. ―Me detuvo de un brazo.
No quería mirarlo, no quería sentir lo que estaba sintiendo.
―Miranda... Mírame.
―Por favor, no me siento bien ―dije levantando la vista, en su rostro pude ver la decepción.
Asintió con la cabeza y se encaminó hacia la puerta, justo allí se detuvo.
―Mañana la pasó a buscar después de mi reunión, si me atraso, no se preocupe, yo hablo con mi hermano.
Y se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
Yo cerré los ojos y me dejé caer en la silla. ¿Por qué tenía que pasarme esto a mí? Me había comportado como una calienta sopas y yo no era una niñita para no saber lo que estaba pasando, tenía casi treinta años y no podía jugar como una colegiala. Aunque, claro, tampoco es que haya invitado a José Miguel porque quería algo más. No. O tal vez sí. ¡No lo sé! Estaba confundida. Lo único que sabía era que no quería volver a verlo a la cara. Me moría de la vergüenza y pensar en que tenía que verlo por la mañana cuando me pasara a buscar...