Aquella noche dormí como hacía muchos años no lo hacía. Los diez años que estuve con Lorenzo fueron una tortura desde casi el principio, pensando que en cualquier momento, y por cualquier razón, me golpearía.
No quería recordar; sacudí la cabeza para espantar los malos pensamientos, no quería arruinar mi día con el pasado. Eso había quedado atrás.
Salí de mi edificio para buscar algún lugar donde comprar para tomar desayuno, en mi nuevo hogar no había nada, ya tendría tiempo para ir al supermercado.
Por suerte para mí, había un minimarket en la esquina; el primer piso, al parecer, era solo de locales. Al salir de ese lugar, pasé a llevar a alguien. Yo y mi mala costumbre de mirar siempre al suelo. Alcé mi cara para disculparme, pero ni siquiera alcancé a ver a quien había chocado, solo me pareció escuchar algo así como que ni siquiera me fijaba por donde caminaba. Me dio rabia, pero me encogí de hombros, estaba feliz en este nuevo día en libertad y no permitiría que un amargado me lo echara a perder.
Al volver, en uno de los ascensores había un letrero de "Mantención", según dijo el conserje, mensualmente se hacían ese tipo de mantenciones por órdenes del dueño, que no era nada preocupante, al contrario, de ese modo se aseguraban que no tuviera problemas. El único problema era la tardanza del otro ascensor.
Cuando abrió sus puertas, venía repleto, por lo que me hice hacia atrás, pegada a la pared, para dejar bajar la gente antes de subir yo, y choqué con alguien que estaba a mi espalda. Quise girarme, pero no había mucho espacio, por lo que solo pedí disculpas de reojo.
―Espero que no sea una molestia para usted compartir el ascensor conmigo. ―Lo oí decir.
Cuando el estrecho pasillo quedó desocupado, pude volverme y verlo con claridad, era el hombre del ascensor de la tarde anterior. No entendí sus palabras, sin embargo, no hice caso. Subí y marqué mi piso, el doce; él subió tras de mí, su piso era el veintiuno. Cuando llegó, el ascensor estaba lleno y ahora, ¿subíamos solo los dos? Me sentía incómoda a solas con él en ese espacio tan pequeño y encerrado.
―Hasta luego, y miré por dónde camina ―me dijo, cuando las puertas se abrieron y yo puse un pie fuera del ascensor.
―¿Qué quiere decir? ―Volví a entrar, no me importó que el ascensor cerrara sus puertas y siguiera subiendo, quería saber a qué se refería.
―Eso. Hoy chocó dos veces conmigo, por no mirar.
―¿Dos?
―En el negocio de la esquina.
Ah, había sido él.
―No lo vi ―dije como si nada.
―Tampoco es que le agrade mucho mirarme, ¿me equivoco?
Lo miré de frente por primera vez más detenidamente.
―No entiendo lo que me dice ―alegué yo enojada.
―Mi piso ―dijo para que me apartara de la entrada―, si quiere seguir discutiendo, la puedo invitar a pasar.
―No, no ―me negué, no me quedaría con él allí. Tenía que trabajar, además, ni siquiera lo conocía, tampoco me interesaba hacerlo.
El ascensor se abrió y yo me di la vuelta, daba directo a su casa. ¿Un piso completo era de él?
El hombre dio un bufido, yo no había salido de la entrada, pasó por mi lado, rozándome. Se paró afuera y se volteó para mirarme directamente.
―¿Ahora ya no le parezco tan desagradable? ―preguntó con una mirada intimidante y socarrona.
Di dos pasos atrás sin dejar de mirarlo, mi corazón latía desbocado. Y me arrepentí de haber pretendido enfrentarlo. Su rostro enojado era lo único que distinguía.
Solo en el momento en el que las puertas se cerraron volví a respirar.
Me fui a la oficina casi sin probar el desayuno, tenía un nudo en la garganta que no me dejó comer. Magdalena me esperaba para continuar con la inducción, por lo que el día, al menos, se pasó volando, más con la presencia de las demás chicas, con las que nos juntamos a la hora del descanso matinal y al almuerzo. Con ellas todo era más llevadero, eran de risa fácil y muy acogedoras.
Al día siguiente, viernes, le hicieron una despedida a la secretaria, por lo que la tarde se hizo más corta que la anterior.
El fin de semana me dediqué a ordenar mi nuevo departamento, por lo que el tiempo se me hizo nada. Aun así, terminé el domingo a mediodía. A la hora de almuerzo, bajé a comprar algunas cosas que necesitaba. El minimarket era un pequeño local de tres cortos pasillos, mucho más cortos que los de los supermercados de reconocidas marcas, las dos cajeras estaban de espaldas a la entrada. El pasillo de la derecha era por el que se ingresaba. Recorrí el primer pasillo mirando cada cosa para que no se me olvidara nada, al dar vuelta al pasillo siguiente, vi un tipo algo extraño, agachado comparando unas latas de comida, parecía un motoquero (motociclista), usaba una chaqueta negra, pantalones negros, botas del mismo color con unos dibujos extraños y el pelo algo desordenado. Retrocedí dos pasos y él notó mi presencia, alzó un poco la cabeza, sin mirar. Yo no le vi la cara, cuando iba a girarse a mí, me di la vuelta y caminé apresurada al pasillo contiguo. Intenté relajarme, no podía robarme allí, ¿verdad? No era un lugar tan grande como para hacerlo sin que se dieran cuenta los dependientes del local. Me puse a buscar unas galletas y lo vi de reojo, sin pensarlo, casi por instinto, me fui de allí con celeridad. Huía. Sí, huía de él. Y no me importaba que lo notara. Me fui al primer pasillo y comencé todo de nuevo. Cuando pasé al pasillo del medio, lo vi en la caja, de espaldas a mí, me quedé mirándolo hasta que iba saliendo. Se dio la vuelta y yo me giré para no verlo ni que me viera que lo estaba observando. Era una cobarde paranoica.
La verdad es que no me gustaban los hombres que vestían así. Ese tipo de personas me daban desconfianza, tal vez porque mi papá siempre decía que todos esos satánicos que vestían de n***o, eran delincuentes. Por eso prefería juntarme con gente bien... Como Lorenzo.
Y me sentí mal. Tal vez ese hombre fuera mejor persona que mi ex novio. Resoplé molesta conmigo misma.
Volví a mi apartamento y tiré las bolsas al mesón. ¿Cómo podía ser tanta mi estupidez? Al final, los prejuicios me hicieron escoger a un hombre que parecía ser el mejor partido, un médico, un hombre educado, con un título universitario, dinero y muy atractivo, pero hay que ver en qué terminó.
Decidí no pensar. No quería recordar a Lorenzo ni los diez años que viví con él. Pero no pude evitarlo, su recuerdo volvía cada vez con más fuerza a mi mente. El recuerdo de todos esos años que viví con él. Al principio era todo muy bonito, Lorenzo era un hombre atento, preocupado, celoso también, y quizás debí darme cuenta antes, pero era tan de novela rosa que dejaba pasar todo.
Recuerdo la primera vez que me hizo una escena de celos. En ese momento, pensé que estaba bien, que yo lo había provocado y solo ahora creo que debí terminar en ese momento con él. Pero no fui capaz.
Él llegó de su turno de noche un poco más temprano de lo usual, yo me había levantado y había salido a comprar el pan para el desayuno, quería esperarlo con algo especial, apenas llevábamos viviendo juntos cuatro días. Entonces, cuando llegó, yo no estaba. Salió a buscarme, estaba conversando con un vecino que conocía desde hacía tiempo de la universidad. Lorenzo me encontró y nos fuimos a la casa. Nada más entrar, me tomó con una mano de la cintura para pegarme a él y con la otra, del mentón. Me besó con fuerza, con posesión.
―Tú eres solo mía, ¿lo entiendes?
―Sí, Lorenzo, sabes que sí, ¿por qué te pones así?
―Solo quiero que lo tengas claro.
Bajó su mano de mi cintura y la plantó en mis nalgas apretándome más a su cuerpo mientras me volvía a besar. Se refregó una y otra vez en mí, haciéndome sentir la dureza de su cuerpo.
―Te amo, Miranda, te amo, no sabes cuánto.
Me tomó en sus brazos y me llevó a la cama. Me besó de nuevo con fuerza, agarró mi pelo y lo tiró hacia atrás.
―Tú eres mía, mi amor, solo mía ―susurró en mi boca, era una mezcla extraña de ternura y enojo―, y ahora te lo demostraré.
Quitó mi pantalón con violencia y se introdujo en mí de una sola estocada, volvió a besarme con furia.
―Tú eres mía y de ahora en adelante, solo tendrás ganas de mí, nadie más te parecerá suficiente.
Comenzó a moverse dentro de mí golpeando con su pelvis mi sexo, provocando oleadas de placer que me dejaban sin aliento, cuando mi respiración se convirtió en jadeos, se detuvo de golpe, abrí los ojos, él me miraba serio.
―Hoy no, querida, hoy será solo para mí, para que te quede claro que el único que decide cuando tú disfrutas, soy yo.
Eso me llegó como un balde de agua fría. No sabía bien a lo que se refería. Volvió a moverse y antes que yo pudiera llegar al orgasmo, acabó en mi estómago, ensuciando un poco mi blusa.
―Lorenzo... ―dije algo frustrada.
―Ya te lo dije, esto era para demostrarte que el que manda aquí, soy yo.
Me dio un corto beso y se levantó, se acomodó el pantalón y frunció el ceño.
―Levántate, tengo hambre.
Me incorporé sin decir nada, no sabía qué decir, estaba total y absolutamente descolocada. Iba a ir al baño, pero él me detuvo de un brazo.
―Primero mi desayuno ―ordenó.
Tomé mi pantalón y él me lo quitó de las manos.
―No te vistas. Esto... ―Puso su mano en mi trasero y lo sobó―. Esto es mío y tengo el derecho de verlo cuando quiera.
Me fui a la cocina y comencé a preparar el café y las tostadas solo con la blusa, lo que me ponía incómoda y a la vez me excitaba, más aún cuando todavía no lograba satisfacerme.
Serví el desayuno para ambos.
―Yo comeré primero, hoy estás castigada ―me dijo.
―¡¿Por qué?! ―pregunté levantando la voz.
―¿Me estás gritando? Mi mujer, ¿me está gritando? ―consultó amenazante.
―Lorenzo...
―Miranda, te vi con otro hombre, tú estabas con él cuando pensabas que yo no andaría por aquí, así que sí, estás castigada, si estamos viviendo juntos, me debes respeto, yo soy tu hombre y tú me perteneces.
―No soy un objeto. ―Quise gritar, pero no fui capaz.
―Eres mía, Miranda, métete eso en la cabeza.
―Lorenzo...
―¿Vas a seguir desafiándome? ¿Quieres que te dé una lección de verdad?
―¿A qué te refieres?
―Dime, ¿vas a obedecer o tendré que tomar medidas más drásticas?
No contesté, me senté y tomé una tostada.
―No comas ―sentenció.
Le di una mordida a mi pan, sabiendo que lo estaba provocando. No obstante, a él no le pareció gracioso. Me tomó de la muñeca con firmeza y me llevó hacia el sofá, se sentó y me colocó sobre sus piernas boca abajo.
―Lo siento, Miranda, pero debes aprender.
Comenzó a darme nalgadas, una tras otra, a ratos, sentía una caricia, luego, más golpes. No eran fuertes, más bien, humillantes. Por alguna extraña razón, me excitaba todo eso, tal vez eso era lo que sentían las mujeres en las novelas que leía. Al terminar de golpearme, me volteó y me besó, con un beso profundo y poderoso.
―Eres mía, Miranda, solo mía. ¿Ahora lo entiendes?
Creí que lo entendí, pero no; claro que él se encargó día a día de hacérmelo entender. De más está decir que aquel día no tomé desayuno.
Sacudí la cabeza a los recuerdos. Ya no me parecía ni excitante, ni amoroso, ni nada similar. Ahora me parecía patético. Y lo odiaba. Y me odiaba a mí por permitirle convertirme en un monigote de sus caprichos y deseos.
Golpeé la mesa con fuerza con mis dos puños. ¡Maldito motoquero! Si no hubiera sido por él, el hilo de mis pensamientos jamás me habrían llevado al recuerdo de Lorenzo.