—¿Cómo que fumigarán y necesito buscar un lugar donde quedarme?
La Sra. Ingrid, Meli y Maximiliano me esperaban en la entrada de la posada, cuando la camioneta de Charles aparcó en la acera, me dejó y siguió su camino. Rostros perturbados, asustados y enojados me recibieron con una horrenda noticia.
—Al parecer tenemos una infestación de varios tipos de plagas —expresó Meli—. Uno de nuestros inquilinos encontró chiripas entre su ropa y el Sr. Hartnett visualizó una rata en el jardín mientras leía el periódico.
—No podemos arriesgarnos, Andrea —interrumpió la Sra. Ingrid—. Los demás huéspedes salieron temprano, pero decidimos quedarnos porque el Sr. Hartnett la esperaba para marcharse. Solo serán un par de días; dos o tres cuando mucho.
Inserté los dedos entre los mechones de mi cabello, lanzándolo hacia atrás. La brisa que azotaba en ese momento era fuerte, elevando mi camisa por encima del ombligo, conduciendo mis manos a la fina tela que me cubría.
Me sentía abandonada una vez más, dejada en la calle por criaturas que no tenían conocimiento de la vida o las vicisitudes por las que pasan los humanos para no sucumbir al s******o cada día de su vida. Intentaba ser positiva ante las trabas que me colocaba la vida, pero entre tanta miseria el lodo se elevaba hasta el cielo.
—¿Por qué nadie me lo dijo?
—Te llamé miles de veces, Andrea —refutó Max—. Me cansé de llamarte.
—Eso es imposible —repliqué, extrayendo el teléfono del bolsillo trasero del pantalón—. No me he alejado del teléfono ni un segundo. Yo...
Pulsé el botón y no prendió como siempre, persistiendo en el encendido.
¡Estaba apagado!
Cerré los ojos y suspiré, pegando el teléfono a mi frente. Lo único que me faltaba era tener que buscar un sitio donde quedarme hasta librarme de las infestaciones del lugar. Supuse que cuando eres martillo, del cielo te caen los clavos.
—Esta bien —finiquité—. ¿Mis cosas dónde están?
—Todo debe permanecer dentro de la casa por estar expuesto a la contaminación de las plagas. Es por protección —añadió Max con un toque de ironía en sus palabras—. ¿No te parece asombroso, Andrea?
Observé como la Sra. Ingrid se lamentaba con Meli, avergonzada por el inconveniente causado al inquilino que por primera vez pisaba su posada. Ellas no merecían las insolencias y desprecios de Max por algo que se escapaba de las manos de todos. Nadie quiere que en su lugar de trabajo, lo que utilizan para sobrevivir, abunden los animales que les gusta comerse la ropa y la madera.
—No es para tanto, Max —agregué, avergonzada.
—¡Lo es, Andrea! —reveló, elevando la voz—. Me acaban de llamar de la compañía. Mi padre no puede asistir a una reunión mañana a primera hora, por lo que debo suplirlo. Tú no me quieres aquí, y la posada donde nos quedamos se colma de bichos mientras no estabas. ¿Crees que exagero?
Tragué grueso, enmudecida. Una vergüenza inmensa afloró en mi piel, engulléndome como un hoyo n***o en medio de la galaxia. Sentí vergüenza por semejante locura frente a unas personas que Max no conocía, pero le importaba un comino si escuchaban sus ataques de excedida demencia.
—No es culpa de nadie, Max. Son accidentes —susurré pasiva.
—Ese es el problema, Andrea. ¡Tu vida esta plagada de accidentes!
—No te pedí que te inmiscuyeras.
Max dio un paso adelante, elevando uno de sus dedos al aire; señal de alerta o amenaza. No conocía ese lado agresivo de Max, y descubrirlo me alertó. Tanto Meli como la Sra. Ingrid permanecieron en silencio, observando la reacción poco caballerosa adoptada por Max en una situación incontrolable para todos.
Di un paso adelante, un poco más cerca de Max. No me dejaría intimidar por alguien que no poseía ni más oxígeno, ni más rango en un pueblo como ese. Max era un simple invitado a mi vida, no llevaba el nombre del libro o el de algo más que eso.
—¿Qué diablos te pasa? —le pregunté por lo bajo.
Apretó su mandíbula y fijó esa ennegrecida pupila sobre mí. Irradiaría chispas si fuera posible, incendiando todo a su alrededor. Albergaba una ira potencial, desconociendo en su totalidad los motivos de la misma. Estaba enceguecido de odio.
—Pasa que me dejaste en ese sitio para irte con otro. ¿Crees que no te vi?
—¿Y qué pasa si me viste? Tú y yo no somos nada. ¡Nada!
—¡Claro que lo somos! —vociferó a todo pulmón, apretando los puños.
—No te equivoques de historia, Max. Fuimos algo, en el pasado. ¡Ya no más!
La Sra. Ingrid quiso intervenir, arrojándole una mirada de no se meta donde no la están llamando o saldrá lastimada, retrocediendo y sujetándose del brazo de Meli.
¿Qué pensaba Max en ese momento? ¿Qué dejaría todo porque tuvo la amabilidad de llevarme al condado y defenderme como si fuera su mujer? No éramos nada, absolutamente nada, así que no tenía derecho ni siquiera sobre un cabello de mi cabeza, menos de las decisiones que tomaba sobre mi vida.
—No sé qué diantres te pasa, pero a mí no me hablas así o me humillas enfrente de las personas que nos abrieron su casa para pasar la noche. —Aclaré mi garganta, dispuesta a acercarme a él y colocar el índice sobre su pecho—. No sé tú, Maximiliano Hartnett, pero yo sí soy agradecida con las personas que me ayudan.
—¿Por qué no lo eres conmigo? ¿No ves todo lo que hice por ti?
—Tú quieres que te pague con amor... ¡Un amor que no te tengo!
Retrocedió, apuñalado con mis palabras. Parpadeó un par de veces, tragó grueso e insertó las manos en sus bolsillos, mirando en todas las direcciones, buscando algo que lo hiciera olvidar el tan desagradable momento propiciado.
—¿Por qué me haces esto, Andrea?
—¿Qué te estoy haciendo, Max? ¿Decirte la verdad?
—Lastimarme.
—Nunca quise hacerlo —confesé en murmullos, esperando que la tormenta que se alzaba en el cielo nos cubriera y borrara las heridas que con prontitud adornarían nuestra alma indefensa—. Pero no es justo que me exijas algo que no estoy dispuesta a entregarte a ti. Y no porque no quiera, sino que ya lo entregué. Lo entregué todo a otra persona... Mi corazón entero, Max, y nunca me lo devolvió.
Miró sus zapatos, suspirando y mordiendo sus labios.
—¿Lo amas tanto así?
—Más de lo que puedo soportar.
Asintió, frotando las palmas de sus manos con una fuerza descomunal. Podía notar como deseaba tener frente a él a Nicholas para molerlo a golpes, muchos más golpes de los recibidos algunas horas atrás en el Álamo.
Siempre confirmé que mis intenciones no eran lastimar a Maximiliano, pero él se empeñó en inmiscuirse en sitios donde no lo necesitaban, incluyéndose en planes ajenos, acompañándome aunque me opuse en su totalidad, para al final reclamarme por no mostrar un poco de compasión por su corazón roto.
¿Y el mío qué? ¿Quién arreglaba mi corazón roto? Yo sola debía recoger los pedazos de un amor fallido y adherirles pegamento para regresarlos a su lugar.
—Srta. White —intervino Meli—. ¿Por qué no acompaña al Sr. Hartnett a algún lugar del condado donde puedan hablar mejor o simplemente beber?
Max chasqueó sus dedos, ampliando sus ojos y batiendo las manos.
—Sí, Andrea. Que buena idea has recibido en este preciso momento —afirmó Max—. Quiero que me lleves al lugar donde lo conociste a él.
Los miré a todos, atónita. Maximiliano oficialmente había pedido la cabeza.
—Dime que bromeas, Maximiliano.
—No —articuló con una sonrisa en sus labios—. Llévame al famoso Álamo. No sé, quizá ahí te enamores de mí como lo hiciste de él.
—Yo no te llevaré a ninguna parte.
Max se encaminó al auto, abrió la puerta y vociferó:
—Bien. ¡Entonces me iré solo!
Froté mi frente, maldiciendo todo por ese miserable instante.
Le pedí un respiro a Dios de tantas maldiciones que caían sobre mí. Estaba a un centímetro de colmarme por tantas situaciones insoportables. Y la que menos imaginaba, fue la que peor resultó. Max estaba enloquecido, tocando la bocina como un ultimátum para abordar el auto o dejarlo marcharse a quien sabe dónde.
La Sra. Ingrid sujetó mis manos, indicándome que no lo dejara ir solo. Ese hombre no conocía el condado o las personas que allí residían.
—Ese muchacho ha perdido el juicio —profirió Meli.
—Discúlpennos —emití apenada—. No era mi intención causarles problemas.
—No se preocupe —espetó la Sra. Ingrid con una sonrisa forzada en la comisura de sus labios—. Tranquilícelo. No le hace bien agarrar rabietas.
—Muchas gracias por todo. En un par de días volveré por las maletas.
Me despedí, subiendo al auto de Max. Movió la palanca de cambios y emprendió camino por la ruta que con anterioridad marqué en su GPS. El ambiente dentro del auto se condensaba en ira, vergüenza y desamor: una mala combinación.
Giré a la ventana. Lo que menos deseaba en ese momento era visualizar sus ojitos de cachorro perdido en cuanto la rabia mermara de su ser. Maximiliano Hartnett podía ser lo que fuera, pero el hombre que armó ese espectáculo tan bochornoso en la entrada de la posada no era el mismo del que me ilusioné algunos meses atrás.
Sabía que todos cambiamos en cierto punto, pero el cambio propiciado en él no me agradaba para nada. No sabía qué demonios circulaba por su cabeza. ¿Cómo era posible que dejara su dignidad por una mujer que no sentía más que agradecimiento?
—Andrea...
—Nada de lo que digas cambiará la imagen que ahora tengo de ti.
Observaba las casas que dejábamos atrás, junto a un soñoliento sol que se resistía a emanar su potente luz, ocultándose tras las grisáceas nubes.
—Lo lamento, Andrea —expresó con pesar—. Enloquecí.
—No me di cuenta en lo absoluto.
—Tú provocas mi demencia —gruñó entre dientes, con la fuerza contenida en la parte intrínseca de su ser—. ¡El que no me ames me enloquece!
Giré el rostro, encontrando la parte lateral del suyo.
—¿Qué quieres de mí, Max? ¿Quieres mi lastima?
—Quiero que me ames.
—No puedes obligar a alguien a que se enamore de ti. Créeme, lo sé.
Aferró con mayor ahínco las manos al volante, apretando la mandíbula, entrecerrando los ojos y acelerando un poco, manteniendo el cinturón sujeto a su cuerpo. Max se empecinaba en cambiar mi opinión sobre él, creyendo que con amenazas subliminales, uno que otro grito o infundir terror lograría que cambiara lo que sentía por él, imaginando que volvería y olvidaría el amor hacia Nicholas.
Fijé la mirada en la carretera, en el sube y baja del automóvil y la confianza que mantuve sobre mí misma, sintiéndome en el pleno derecho de elegir mi camino.
—¿En verdad crees que podré cambiar de opinión sobre ti?
—Guardo la esperanza —respondió.
—Mátala, Max. Yo nunca voy amarte con la misma fuerza que lo amo a él.
Mantuve la fuerza de mis palabras, el coraje que busqué en la parte recóndita de mi alma y la certeza de un destino donde él no estaría. No le deseaba mal alguno, pero obligarme a quererlo sembró una piedra en el jardín de mi corazón; una piedra de tropiezo para fundar una escalera de cristal hacia una posible amistad.
Max permaneció en silencio, conduciendo bajo el nivel de velocidad, cuidándose de las señales, los peatones y el mar de pensamientos que crearon alto tráfico mental en su enorme cabeza. Era incalculable la cantidad de pensamientos fundamentados en nada, creando la utopía de una vida feliz.
El camino al Álamo era algo extenso, considerándose más pesado al compartir auto con una persona que no me dirigió la palabra hasta aparcar en el estacionamiento del lugar, descender y dar grandes zancadas a la inmensa puerta.
Casi un año sin pisar la tierra entre el bar y la carretera, afloraron los recuerdos de una noche cargada de alcohol, música horrorosa, el indiscutible triunfo de un vaquero, el olor a sexo mezclado con la lujuria, una noche estrellada bajo un enorme árbol, cuidándonos de la lluvia, un beso que desencadenó una serie de sucesos y un final que ningún maquiavélico autor podría imaginar.
Toqué con miedo la madera de la puerta, cerrando los ojos ante el calor del material, ingresando al lugar donde la trágica historia comenzó.
—¿Así que este es el lugar? —espetó Max—. Esperaba algo mejor.
—No es el Empire State —ultimé, virando los ojos.
Max suavizó la mirada, moviendo los hombros y dirigiéndose a la parte frontal, donde una mesera limpiaba la barra.
Escaneé el lugar en busca de algún indicio dejado por la contienda campal entre Nicholas y el oficial, comprobando que todo estaba en su lugar, excepto un espacio vacío donde alguna vez se ostentó una pequeña mesa. Era evidente que fue retirada recientemente, por la zona clara dibujada en el piso, señalando las patas tanto de una mesa como de sus sillas, junto a un ligero residuo de sangre seca.
—¿Quieres una cerveza? —inquirió Max.
Bufé, cruzando los brazos.
—No estoy aquí para congraciarme contigo.
—¿Entonces?
—Estoy aquí porque querías conocer el lugar. ¡Nada más! No te ilusiones.
Caminé de regreso afuera, batiendo la puerta con una patada, siendo recibida por un furtivo rayo de sol que impactaba justo en mis ojos. Lo alejé con una mano, dando grandes zancadas a la carretera, colocando las manos en la cintura y visualizando ambos lados de la vía, verificando la total ausencia de automóviles.
Max trotó a mí encuentro, deteniéndose a un lado, fijando la mirada en el bosque que se abría camino frente a nosotros, en la extensión de terrero baldío.
—¿Puedes perdonarme?
—La idiotez no se perdona, Maximiliano.
—Fue un maldito, Andrea. ¡Lo admito! —masculló con las manos en su pecho—. Pero verte con él... Este amor que siento por ti me consume en vida, arrancándome lo mejor de mí, transformándome en un ser que yo mismo desconozco.
—El amor nos hace cometer locuras, Maximiliano. Pero tú no estás enamorado, no puedes estarlo de una persona que apenas conoces. —Confronté con la finalidad de alejarlo de mí para siempre—. La persona que amo conoce una buena parte de mí, más de lo que la mayoría, incluyéndote, conoce. ¿No crees que si en verdad te hubiera amado en algún punto te habría contado mi verdad?
Negó, acariciando su cuello con la mano izquierda.
—Las personas no son baúles abiertos, Andrea —expuso con calma—. Debes encontrar la llave perfecta que abrirá la cerradura, junto a una suave camaradería a la tapa que permitirá conocer aquello que engloba su interior. Si fuéramos tan fáciles de descubrir la naturaleza humana no tendría sentido, incluyendo las mentiras.
—Aun así me resulta ilógico pensar que una persona puede enamorarse de una careta o una faceta que jamás fue arrebatada, a pesar de sentirse fuertemente atraída por la realidad que le dibujaban de una hermosa manera. —Giré mis talones, manteniendo la mirada en él—. Tú no me amas, Maximiliano Hartnett. Solo estás empecinado en quedarte conmigo, considerando que no te quiero de la misma manera.
—¿No puedes intentarlo?
—¿Forzar un sentimiento hacia ti? —Negué—. Eso sería demasiado cruel.
—Solo te pido que lo intentes. No digo que hoy o mañana, pero si algún día —suplicó una pizca de amor en un valle lleno de espinas—. Me es difícil asimilar que te enamoraste de una persona en una miserable semana, y no en los meses que estuviste conmigo. ¿Qué te faltó conmigo que te proveyó él de forma desmedida?
—Nada me faltó contigo. Eres la personificación de un dios griego, en todos los sentidos. Pero yo no buscaba perfección, Max. Tuve demasiada cuando era una chiquilla, con dinero para malgastar en lo que quisiera. Nicholas me abrió los ojos a un mundo diferente, donde la realidad es pisando el piso y no volando en una burbuja
Golpeó su frente con el puño, asimilando mi revelación. Supuse que esperaba una respuesta más liberal; algo como preferirlo a él porque el sexo era mejor, domaba toros, tenía un rancho que se estaba cayendo o me gustaban los convictos. No esperaba algo como eso, recibiendo una fuerte dosis de verdad increíblemente pesada.
Yo amaba lo que englobaba Maximiliano, pero no lo amaba a él. Ese hombre fue un capítulo más de mi vida, una huella en mi alma, un recuerdo que al paso del tiempo comenzaría a difuminarse. Lo quería como un amigo, nada más que eso.
—¿Así que me dejarás en la banca de tu vida? —inquirió con suavidad.
—No lo veas así. Eres un capítulo, Max. Con importancia en la historia, más no eres el protagonista de la misma. Alguien más robó el corazón de la villana del cuento, dejando al príncipe sin un trofeo por su esfuerzo más que el pañuelo de la villana, uno que guardó para él desde que entregó su corazón a alguien más.
Max tragó grueso, relamiendo sus labios y perdiéndose en el mar de dudas que disponía en ese instante, implorando que aquello escuchado fuera parte de un patético y macabro sueño, lo más alejado posible de la realidad reflejada en el aire.
Max se encogió de hombros, tragando saliva sin cesar, ahogando las lágrimas.
—Destruyes mi corazón de una maldita y bellísima forma, Andrea.
Me acerqué a él, suplicando un milagro divino para no destruir un ser humano que no hacía más que amarme con todas sus fuerzas, expresando lo contrario para herirlo y alejarlo de mi vida de una vez por todas.
—Sabes que te alejé para no causarte daño, pero te mantuviste tan cerca que la onda de la explosión llegó hasta ti, arrastrándote como al resto de las piezas.
Asintió, sofocándose con las palabras atascadas en la garganta.
—¿Puedes besarme como despedida? —inquirió con dolor.
—Un beso sin amor es la más cruel de las mentiras.
—No me importa. Solo quiero sentir tus labios una última vez... Por favor.
Con el dolor de mi alma, negué con firmeza aceptar una petición como esa. Besarlo significaba mil cosas, entre ellas permitirle entrar un poco más en mi vida en forma de recuerdos, guardando una parte más de él que no deseaba conservar.
—Por favor, Andrea. Te estoy suplicando un beso.
—Y yo te imploro olvidarme —sellé aquella conversación.
Se mantuvo en su posición, con las manos a ambos lados de su cuerpo, la entristecida mirada y el dolor impregnando el color de su iris. Sus ojos, tan negros como la noche, comenzaron a brillar por un atisbo de lágrimas que empezaban a emerger de sus lagrimales, pestañeando reiteradas veces, alejándolas.
Mi corazón se rompía en minúsculos añicos, soportando una prueba más.
—¿No me besarás? —preguntó de nuevo.
—No donde quieres que te bese.
Rodó los ojos, aspirando una fuerte bocanada de aire.
—Elige el lugar —pronunció con una lágrima rodando por su mejilla—. Aceptaré cualquier cosa de ti, mientras no sea tu desprecio.
Froté las palmas en la parte delantera de mi pantalón, acercándome a él. Aferrando ambas manos en sus antebrazos, dejé un cálido beso en su mejilla izquierda, cerrando los ojos al sentir el tacto de mis labios en su piel.
Conocía a perfección la sensación de anhelar un beso que nunca se efectuaría, más aún cuando la persona estaba a kilómetros de distancia, separados por distintas situaciones impensables para un ser humano.
—Gracias —emitió Max, alejándose de mis manos—. Supongo que debo irme.
—Sí. Es lo mejor para todos, sobre todo para ti.
—Ya hablé con el chofer y el piloto. Están esperándome en el aeropuerto.
—Espero tengas buen viaje —indiqué.
—¿Tú cuándo volverás? No olvides que tienes un trabajo con ascenso incluido.
Inserté las manos en los bolsillos traseros del pantalón.
—Hablaré con el Sr. Hartnett mañana temprano. —Miré mis zapatos, olvidando por completo mi vida laboral—. Tendré que mentirle.
—No te preocupes por mí. No diré nada.
—Gracias, Max —pronuncié, sonriéndole.
Caminó de regreso a su auto, abriendo la puerta del chofer. Lo seguí con la mirada, observando cómo entraba al auto y rodaba a mi posición, bajando la ventanilla lateral y asomándose un poco, ultimando unas cosillas más.
—Solo prométeme algo, Andrea: no permitirás que él te lastime. Sufrir por amor es una de las plagas mortales del siglo XXI. —Apretó sus dientes, moviendo la mandíbula—. No me permitiste amarte por él, así que sobre él caerá todo mi enojo si me entero que te lastimó o no te hace lo suficientemente feliz.
Emití una ligera sonrisa. A pesar de todo Max buscaba mi bienestar.
—Prometo que le advertiré de ti.
Asintió, colocando el GPS en dirección al aeropuerto de Charleston.
—¿Puedes enviarme un mensaje cuando este lista la posada para enviar a mi chofer por las maletas? Y, por favor, discúlpame con la Sra. Ingrid y Meli. Me porté como todo un idiota con ellas sin razón. Por favor entrégales mi mensaje.
—Lo haré.
—En ese caso... Te veré pronto, Andrea.
—Adiós, Maximiliano.
Movió la palanca de cambios, encaminándose al aeropuerto, retornando a la realidad de la que nunca debió salir.
Max nunca debió asistir a Charleston. Ese lugar cambiaba hasta a la mejor persona, transformándola en un monstruo moldeable en manos equivocadas. Él no se convirtió en Frankenstein, pero estuvo a un paso de tornarse en un asesino.
Observé el cielo, el gris de las nubes y el reflejo del sol oculto tras el color augurador de una fuerte lluvia que acabaría con la poca tierra seca que permanecía en aquel lugar. Esos días llovió más que las últimas veces que estuve allí, conduciéndome a pensar que quizá la lluvia era un reflejo de nuestro entristecido interior, aquel que se negaba a secarse como el corazón de un homicida.
Un zumbido invadió el bolsillo trasero de mi pantalón, extrayendo el teléfono.
—Buenas tardes —hablé.
—Buenas tardes, Sra. White. Le habla Camille Beaumont, la abogada que lleva el divorcio del Sr. Eric Connick —manifestó la mujer de la que Eric me habló tiempo atrás—. La llamo con la intención de informarle que amerito que ambos se presenten el dos de septiembre en mi bufete para ultimar detalles del divorcio. Necesito que traigan un número de cuenta bancaria y todos sus datos personales.
Esa última parte era algo fuera de lo ameritado en las sentencias de divorcio. Y aunque era la primera vez que me desunía, sí conocía muchas personas que pasaron por el proceso y no les pidieron requisitos tan extraños como esos.
Negándome a permanecer con la duda, inquirí:
—¿Por qué debo llevar eso?
—Son documentos de rutina, Sra. White. Le recuerdo que es imperativa la presencia de ambas partes. Necesito informarles el progreso de la sentencia de divorcio que con prontitud dictaminará el juzgado.
—Esta bien —emití, preguntando—: ¿Ya le comunicó al Sr. Connick?
—Esta al tanto de la situación.
Asentí para mí misma, considerando que nadie se encontraba conmigo.
—Gracias por avisar.
—Siempre a la orden —contestó—. No olvide la fecha. Pase buenas tardes.
—Igualmente.
Colgué, uniendo el teléfono a mi pecho.
Al fin sería libre de ataduras matrimoniales. Estuve ligada por ocho largos años a Eric, de los cuales estuvimos juntos solo uno. Nuestras vidas nunca fueron elegidas para compartirlas, encontrando otras personas en el camino hacia ese lúgubre o iluminado futuro que nos deparaba el destino.
Sonreí de felicidad, suspirando como una chiquilla enamorada.
Una de las tantas situaciones de mi vida se encaminaba por el rumbo correcto.
Permanecí bajo la nubosidad por largo rato, pensando qué haría a continuación. No tenía un lugar donde pasar la noche, y entre tantas peleas y amargos momentos con Max, olvidé mencionarle que no sabía dónde pasaría esos días. El único dinero que llevaba alcanzaba pagar para un taxi; nada más. El resto estaba en la maleta, conjuntamente con la ropa, mis artículos de higiene personal y el resto de mis cosas.
Contaba con los dedos de una mano los lugares que conocía del condado, entre ellos, solo en pocos podía quedarme. Recordé el recorrido que me brindó Erika por su casa; solo eran dos cuartos, y uno era el del bebé. No podía llegar y pedirle el favor de dormir en su sofá. No los conocía tan bien como para tener esa confianza tan íntima.
El otro lugar estaba siendo cerrado al mirar atrás, observando cómo las mujeres se alejaban del bar, subiendo a sus autos.
Por suerte, aún me quedaba un lugar. Y aunque miles de recuerdos aparecían de solo pensarlo, era mi única y viable opción.
Tecleé el número del taxista que me condujo a varios lugares la última vez que estuve en Charleston, llegando en menos tiempo del imaginado, conduciéndome a un lugar donde una estrella de cinco puntas adornaba un inmenso portón n***o. Le agradecí por llevarme hasta allí, cancelando la tarifa reflejada en el taxímetro.
Descendí y caminé hasta el portón, deteniéndome en el pasador. Me deshice de él, retornándolo a su lugar una vez dentro, encaminándome a la puerta principal.
Llegando a las escaleras del pórtico, suspiré una fuerte bocanada de aire, alejando los infundados miedos que afloraban por toda mi piel, achinando el vello de mis brazos y nuca. Estaba demasiado nerviosa, considerando todo lo sucedido los últimos días. Y aunque sabía que Nicholas no me dejaría pasar la noche en cualquier lugar, tenía miedo de lo que podría suceder si estábamos solos.
Frente al inmenso trozo de madera, cerré los ojos con fuerza, tocando la puerta varias veces con mis nudillos, aguardando con el corazón en la boca. Escuché pasos resonar sobre la madera, junto al inherente sonido estridente de una puerta al abrirse.
Nicholas amplió los ojos, confundido por mi repentina visita. Mostró una perturbada sonrisa, junto a un imaginario signo de interrogación sobre su cabeza.
Moví los hombros y, con las manos en los bolsillos traseros, pregunté:
—Más pronto de lo imaginado, ¿recuerdas?