De nuevo estaba allí, junto a mí, batiendo su melena sobre el mesón de la cocina, impregnando el aire con la esencia de su piel. Era tan increíble tenerla solo para mí, a metros de distancia, dispuesta a sentarme conmigo a tomar un batido.
Andrea apareció como una tormenta en un despejado cielo azul; de pronto, misteriosa, hermosa, cautivadora, desapareciendo justo de la misma manera.
Recuerdos de la última vez que estuvo allí inundaron mi cabeza, recordándola pasearse por todas partes, limpiando, preparando la comida, leyendo un libro frente a la chimenea o tomando un café en la ventana durante las noches de tormenta.
Busqué agua en la licuadora, un poco de azúcar, leche y la fruta para el batido, disponiendo todo en el mesón de la cocina, junto a dos alargados vasos de cristal.
Esa mujer congelaba mi tiempo sin intentar siquiera tocar un trozo de mi alma, impregnaba el aire de vitalidad y felicidad, iluminando mis penumbrosos días.
—¿Cuánto tiempo te quedarás?
—Solo un par de días —respondió, moviendo las piernas.
—¿Y tú... ropa?
Andrea fijó su mirada en la mía, enarcando una ceja y sonriendo.
—¿La necesito? —inquirió de forma seductora.
Mi lengua se pasmó, secándose.
Miles de imágenes revolotearon en mi cabeza; efigies inapropiadas para una relación de amistad entre un hombre y una mujer que no debían intimidar más allá de una charla. La banana que llevaba en la mano cayó al piso de forma estrepitosa, aflojando mis manos ante la pregunta tan ambigua efectuada por mi pelirroja.
—Pues... Yo... —Intenté responder, recogiendo la banana.
Andrea se lanzó del mesón, ondeando el cabello en el aire, colocando ambas manos sobre mis hombros, riendo como una niña que acababa de engatusar a un jovencito que buscaba algo más que manitas calientes.
—Bromeo —afirmó, besando con cautela mi mejilla izquierda—. Tuve que dejar la maleta por precaución. Allí estaban todas mis cosas. Creo que le pediré algunas prendas a Erika. Solo debo preguntarle si acepta ayudarme.
—Puedes usar la mía —espeté moviendo los hombros—. No tengo problema.
—Eso lo sé. Pero no sería... apropiado.
Giré, arrojando los ingredientes en la licuadora.
—Te he visto desnuda, Andrea, más veces de las que las personas que no son nada se ven. Lo inapropiado lo dejamos en la primera alcabala.
—Quizá —reconoció a mi lado, con las manos en el mesón.
Era demasiado tentador tenerla tan cerca, aspirando el aroma de su cabello, escuchando la melodía de su voz, observándola pasearse por todos los lugares, dejando sus indelebles huellas en cada parte expuesta de mi vida.
—Oye, déjame ver ese morado —expulsó de pronto, sujetando ambos lados de mis mejillas—. Creo que se torna más oscuro.
—¿Crees que quedaré desfigurado? —indagué hilarante.
Soltando mis mejillas, acarició mi oreja izquierda.
—Eso es una ventaja para mí. Así no encontrarás más mujeres.
—Ni aunque me vuelva un Adonis dejaría de estar enamorado de ti.
Andrea sonrió, acariciando el largo cabello sobre mi cabeza. Comenzaba a caer sobre mis orejas, algo anormal en mí, considerando la rutina que siempre mantuve.
—Debes afeitarte —murmuró.
—Debo hacer un millón de cosas. Justo ahora pienso en unas cuentas.
—¿Qué te detiene?
—La conciencia que antes no tenía.
—Dile a tu conciencia que comienzo a odiarla.
—Mensaje recibido —afirmé riendo.
Andrea caminó a la sala, perdiéndose de mi vista. Moví la cabeza a ambos lados, alejando esas calientes imágenes de mi mente, concentrándome en el batido. Apreté el botón de encendido, batiendo todo en su interior, añadiéndole una pizca de canela y unas gotas de vainilla. Una vez listo, serví un poco en cada vaso.
Buscaba una pajilla en las repisas cuando una melodía cortó el silencio. Tenía demasiado tiempo que no escuchaba esas canciones; una década quizá. Andrea colocó el disco de acetato que mi madre adoraba escuchar cuando estaba de buen humor.
Zanqueé afuera, encontrándola frente a la radio, estática, leyendo las canciones en la funda del disco. Recordé a mi madre parada justo en el mismo lugar, moviéndose con suavidad al son de la música, batiendo la coleta de su cabello.
—Era el disco favorito de mi madre —revelé, atrapando la mirada de Andrea.
—No lo sabía. Solo quería... Ya mismo lo quito.
—¡No! —Me acerqué a ella, apartando su mano de lo que planeaba detener antes de rememorar—. Mi madre adoraba este disco. Es como una reliquia familiar. Pasó de generación en generación. Ella lo colocaba cuando estaba de buen humor. Y bailaba. Bailaba con la melodía que emitían los acordes.
Toqué el radio, dejando un rastro de limpieza al arrebatarle el polvo.
—Tú me recuerdas mucho a ella. Era fina, sofisticada, hermosa, fuerte y determinada. Eres la viva imagen de las mujeres de la ciudad, enamoradas de un joven del campo que cayó rendido en los encantos de una hermosa citadina.
Le extraje una minúscula sonrisa, encapuchada en unos ensombrecidos ojos.
No planeaba entristecerla, sujetando su mano izquierda entre la mía, conduciendo su derecha a mi hombro, uniéndola a mi cuerpo en un santiamén, enseñándole que todo lo malo conduce a algo bueno; y mi bendición era ella.
Andrea permitió que mi mano reposara en su espalda, calentándola, dejando una huella más en esa piel de porcelana que muchos querían tocar.
—¿Recuerdas la primera vez que bailamos? —indagué, guiándola en el baile.
—No lo olvidaría por nada del mundo.
—Tampoco yo. Aún tengo los juanetes de todos tus pisotones.
Sonrió, apretándose a mi cuerpo, atravesándome con esa mirada que me doblegaba, fragmentaba, destruía y reconstruía en cuestión de segundos. Esa mirada que soñé durante meses, deseé observar cada mañana y estuve tentado a buscar.
—Espero que no olvides nada, Andrea. Ni lo bueno ni lo malo.
—Nunca, Nicholas —susurró, conduciendo sus manos a mi cuello—. Aunque tengo un par de cosas que desearía olvidar.
—No lo hagas —proferí—. Los recuerdos son la única manera de inmortalizar a una persona. Y yo quiero ser un vivo recuerdo en tu mente. Nunca olvides nada, te lo dice alguien que olvidó durante un mes y no fue nada agradable.
Unió su frente a la mía, permitiéndome aspirar el olor de su cabello. Era una fusión de almas, una mezcla de sentimientos y la dosis perfecta de romanticismo. Ese simple instante se convirtió en un siglo, grabándola por enésima vez en mi mente. La opresión en el pecho me sofocaba, precisando expresar aquello que me ahogaba.
—Dios —exhalé en susurros—. Quiero tu ropa junto a la mía, tu cepillo en el mismo vaso, dormir junto a ti, arroparnos con la misma manta, enseñarte a cabalgar, bailar en el jardín... envejecer juntos. Yo solo imagino una vida contigo, Andrea.
Suspiró, abarcando mi cuello con sus manos.
—¿Por qué me lo haces tan difícil? —preguntó con una sonrisa.
—Porque nada que valga la pena es fácil. Y aunque no lo valgo, tú sí.
—Tu vales que espere ese beso —suspiró—, aunque me resulta algo incómodo esperar por algo que me diste a horas de conocernos.
—Dijiste que lo valía —repliqué jocoso.
Reímos, siguiendo el suave sonido de la música. Andrea bailaba mucho mejor que la última vez, no sé si en ese momento jugaba conmigo o fue a clases de baile los meses que estuvimos separados, pero su progreso era evidente.
Se separó de mí, frunciendo los labios y uniendo las cejas.
—Supongamos que te beso, ¿estaríamos rompiendo tu petición?
—No lo había pensado —respondí—. Pero sí. Quiero ser el de la iniciativa. ¡No me robes mi idea de ser quien te bese y no el besado!
Hizo un puchero, brotando ese labio inferior que deseaba atrapar entre mis dientes, tirando de él en un agresivo y apasionado beso. ¡Me estaba tentando!
—¿Intentas seducirme?
Se colocó en puntillas, susurrando en mi oído:
—Aprendí del mejor.
Permanecimos unidos hasta acabada la canción, sujetando la mano de Andrea, llevándola a la cocina. Con confusión en su mirada, la conduje al mesón, apretando mis manos a ambas lados de su cintura, levantándola y sentándola en el inmenso mesón. Una gigantesca sonrisa se apoderó de sus labios, emitiendo un chillido por la fuerza de mi agarre y empuje sobre aquel trozo de mármol.
El escarlata cabello descendió por su rostro, lanzándolo con fuerza a su espalda, batiendo los mechones que se negaban a alejarse de su rostro. Mis manos continuaron aferradas a su cintura, acercando su torso al mío, escalando sobre su camisa, elevándome a la cima de su torso, reposando en las sonrojadas mejillas.
Conduje mis labios a su cuello, dejando un escalofriante beso en su piel, junto a una estela que me condujo a sus mejillas, saboreando el momento que tanto anhelé.
Andrea sujetó mi cabello, levantando un poco la franela por mi espalda. Abrió sus piernas, insertando mi cuerpo entre ellas, entrelazándolas en mi espalda, impidiendo moverme de lugar, aferrándome a su cuerpo como el único salvavidas.
—¿No ibas a esperar? —inquirió entrecortada.
—¡Al diablo con la espera! —gruñí en su oído, mordiendo con delicadeza el suave lóbulo—. Te deseo desde que te vi anoche en mi puerta... empapada.
El dolor de la paliza recibido fue alejado por la inmensa excitación que afloraba en cada poro de mi piel, deseando ser apagada por aquella seductora mujer.
Elevó mi camisa, palpando la piel que se achinaba ante el gélido toque de sus manos. Un deseo incontrolable se apoderó de mí ser, anhelándola más que meses atrás, cuando no pude siquiera besarla una vez antes de marcharse.
Me apoderé de su cabello, enredándolo entre mis dedos, acercándome a sus palpitantes labios, entreabiertos, respirando por la boca. Lo que más deseaba era estampar mi boca contra la suya, saborear esos labios que deseé por casi un año, imaginándolos e incluso soñándolos. Pero algo salió un poco... mal.
—¡Dios mío! —exclamó Andrea, bañada en batido.
Lo intenso del momento difuminó nuestro alrededor, olvidando que una licuadora con batido estaba bastante cerca de nosotros, sin una tapa protectora y conectada a la corriente. Un movimiento en falso y la mano de alguno tocó uno de los botones de encendido, soltando batido por todas partes, incluyéndonos.
Todo se empapó de crema azucarada, desde el mesón hasta las cortinas y cada artefacto que estuvo a centímetros o metros de la licuadora.
Andrea solo reía como una demente, a carcajadas, como si la situación fuera algo hilarante. Y aunque me negué a sucumbir a sus risueños encantos, terminé carcajeándome con ella, limpiando su rostro con mis dedos y un paño del mesón.
Ella fijó la mirada en una parte exacta de mi rostro, conduciendo sus manos a mi pómulo no lastimado, retirando una porción de batido. Lo observó en su dedo índice, abriendo los labios y saboreándolo al cierre de sus ojos, relamiendo sus labios.
Tragué grueso, imaginando algo más que su dedo.
Observé la cantidad de batido se atrapó su cabello, conjuntamente con la ropa, la piel y el rostro. Andrea mordió su labio inferior, con un particular brillo en sus ojos.
—Provoca lamerte —indicó, enarcando una ceja.
—Por favor no me tientes —respondí cerrando los ojos.
Golpeó con suavidad mi hombro izquierdo, riendo, descendiendo del mesón y tocando lo pegajoso en su cabello. Andrea colocó ambas manos en su cadera, observando el desastre provocado por un minuto de calentura sin apagar.
—Hay que limpiar, Nicholas. ¿Dónde están las cosas?
—No, no. Eres el huésped del rancho. No puedes ponerte a limpiar.
—No me vengas con esa mierda —refutó—. Me quedaré aquí, usaré tu ropa, dormiré en tu cama... Es lo menos que puedo hacer. Además, considerando tu estado, no creo que puedas limpiar todo este rancho sin desmayarte.
Se acercó a mí, insertando las manos bajo mi camisa, tocando mi abdomen.
—Si te toco aquí caerás al piso —masculló—. No puedes hacerlo solo.
Si me tocaba allí no caería al piso, subiría... algo. De igual manera, Andrea tenía un punto. La cocina no podía quedarse sucia y el rancho parecía un hospital psiquiátrico abandonado siglos atrás, con polvo y telarañas en cada rincón. Aun así, no quería que Andrea se convirtiera en una empleada de servicio los días que estuviera allí. Ya habíamos pasado por eso el mes después del coma.
—Solo déjame ayudarte, por esta vez. No seas un macho que no pide ayuda.
Sus ojitos me suplicaban que la dejara ayudarme, accediendo.
—Esta bien. Pero me dejarás cargar lo pesado y limpiar hasta donde pueda.
—Trato hecho.
Fui en busca de las cosas que necesitaríamos en uno de los cuartos del rancho, encontrando un poco de jabón, desinfectante y algo de cera.
Nos dividimos el rancho, mitad y mitad. Mi trabajo era limpiar las repisas, artículos pequeños, quitar las telarañas bajas, rodar las sillas, los muebles, escaparates y mobiliario pesado. Andrea se encargó de lavar las cortinas y alfombras, limpiar los pisos y quitar las telarañas altas, junto al toque personal en cada rincón del rancho.
Colocó música alegre, moviéndose al compás de un popock alternativo de una banda que desconocíamos pero comenzó a gustarnos. Llenamos los pisos de jabón quitamos la malteada del techo, pulimos los pasamanos, quitamos el polvo de cada minúsculo artículo, incluyendo el baño y exterior.
Cuando subimos a limpiar las habitaciones, un pesar impactó en el centro de mi pecho, justo frente a la puerta de mi padre. No había entrado tanto a su habitación desde antes de su muerte, permaneciendo todo en su lugar, desde la cama tendida hasta el perfume que usaba cuando salía a comprar alguna cosa al centro del condado.
Andrea me permitió limpiarlo solo, recordándolo en cada detalle encontrado dentro del mismo, desde su gran cantidad de sombreros hasta los trofeos, reconocimientos y cintas de ganador que guardaba en algunas cajas.
Una vez listo, me conduje al mío, limpiando cada parte tocada por Angie.
Una de las razones por las que no había besado a Andrea era Angie y ese fuerte pasado que nos unía. No sabía cómo reaccionaría a esa noticia, pero tarde o temprano debía contarle antes de enterarse por otra parte y recibirlo de peor manera.
Tres horas después terminamos de arreglar todo el rancho, cambiando desde las cortinas de las habitaciones, hasta las de la sala. El olor a limpieza junto a la pulcritud visualizada, nos regocijó, maravillándonos por el asombroso trabajo realizado. Y aunque me dolía cada hueso de mi cuerpo, no emití palabra alguna a Andrea.
Una vez listos, cada uno se dirigió a uno de los baños, limpiándose todo el residuo ya pegado del batido. Me costó un mundo despegar todo el melado de mi piel, conjuntamente con los dolores que albergaba mi cuerpo. Por lo que una vez afuera ingerí una pastilla para el dolor, suplantando las vendas que Andrea colocó en mi ceja por algunas nuevas. También me coloqué un poco de crema en el pómulo amoratado.
—¿Nicholas? —llamó Andrea desde la habitación.
—¿Sí?
—¿Me prestas ropa?
—Elige la que quieras.
Cepillé mis dientes, tomé un poco de agua y emergí del baño, encontrando a Andrea semidesnuda en la cama, cruzada de piernas, con mi franela favorita sobre su cuerpo. El húmedo cabello caía por su espalda, mientras leía una revista de rodeos. Al sentirme entrar despegó la mirada de la revista, fijándola en mí.
—¿Te duele mucho? —preguntó, visualizando los moretones en mi estómago.
—No tanto como él quisiera.
Caminé al armario, buscando una franela para dormir.
Mientras limpiábamos, el cielo se derrumbaba en una asombrosa tormenta, augurando una gélida noche. Andrea solo cubría su torso y parte de sus muslos con mi franela, quedando expuesto la mayor parte de su cuerpo ante el frío abrasador.
—Yo... Dormiré en otra habitación.
—No seas tonto, Nicholas —afirmó Andrea—. Solo vine por ropa. Ya me voy.
Se colocó de pie, caminando descalza a la puerta, guiñándome antes de retirarse a una de las habitaciones de huéspedes que limpiamos con anterioridad. Apagué la luz principal de la habitación, sumiendo mi cuerpo en la suave cama, reposando de todo lo sucedido en el día, cerrando los ojos... finalmente.
Lo que no esperaba era recibir una visita cuando los rayos centellaban en el horizonte y los relámpagos se veían a través de la cortina. Andrea se coló por una r*****a en la puerta, acostándose a mi lado, arropándose con mi misma cobija.
—¿Qué pasa?
—Nada —susurró, demandando—: Duérmete.
Y así, con ella a centímetros de mi cuerpo, me sumí en un sueño profundo.
Al día siguiente desperté y Andrea permanecía dormida, encaminándome a la cocina, buscando una olla con agua para preparar el café matutino. Los dolores en mis huesos y músculos cesaron un poco, pero el malestar en las costillas continuaba. Tomaría más tiempo del imaginado volver a ser el fuerte hombre de antes.
—Buenos días —saludó ella, frotando sus ojos.
—Buenos días. ¿Cómo estás?
—Bien, y por lo visto tu igual.
Asentí, colocando un poco de café en la coladora. Mi padre podría ser lo que fuera, pero era uno de los mejores cocineros que tuve el placer de conocer. Mi madre le enseñó muy bien y el pasó el legado a su único hijo.
Andrea se sentó en el mesón, cruzando las piernas en los tobillos.
—¿Qué harás hoy? —preguntó.
—Iré a la tienda de Charles. Necesito comprar unas cosas. ¿Tú?
—Creo que te acompañaré.
Le serví el café, ingiriendo un sorbo y deleitándose con el sabor. Andrea siempre le encantó el aroma del café que comprábamos en una de las granjas. El hombre lo cosechaba, despulpaba y molía él mismo, vendiéndolo al mayor. Mi padre era cliente fiel de ese hombre en vida, siendo otro de los legados dejados.
—Haces un muy buen café.
—No es lo único que hago bien —dije, ingiriendo un poco y elevando una ceja.
Sonrió, virando los ojos.
—¿Cómo saldrás si no tienes ropa limpia?
—Anoche dejé mis pantalones secándose. Solo necesito una franela ancha.
—Tengo varias que te quedaría bien.
Andrea se lanzó del mesón, caminando al refrigerador, extrayendo un par de artículos para preparar el desayuno. Revolvió huevos en una cacerola, preparó una ensalada de frutas, buscó algo de granola y jugo de naranja. Sirvió todo y nos sentamos uno frente al otro, disfrutando como una pareja de casados. Eso me provocó una serie de imágenes, suponiendo una vida como esa; comiendo, durmiendo, haciendo todo juntos, sin aburrirnos uno del otro, felices.
—¿En qué piensas?
—En una vida contigo —confesé, masticando la granola.
—Un poco difícil de plantearse, ¿no?
—Al contrario, bastante sencillo.
Conversamos un poco de su hija, del trabajo que tenía, de una sentencia de divorcio que con prontitud saldría y la posibilidad de recuperar a su hija. Andrea sufrió demasiado por ella, y era justo que la tuviera en su vida, aunque existían cientos de motivos que las separaban, siendo uno de ellos el historial delictivo de Andrea.
Terminamos de comer, alistándonos para ir a la tienda. Andrea llamó un taxi y emprendimos camino, llegando bastante rápido a la tienda, justo cuando Charles le embolsaba una compra de herramientas al arzobispo del condado, padre de Shelby.
—Hola —saludó Charles—. ¿Qué hacen ambos... juntos... aquí?
Andrea saltó en defensa, respondiendo:
—Me estoy quedando en el rancho de Nicholas.
—¿No se supone que estabas en la posada?
Charles no aprendía modales, ni aunque lo escribiéramos en sus sesos.
—Andrea, ¿buscarías algo de comida? —inquirí, alejándola de la insistencia que Charles lanzaría sobre ella para conocer los motivos de su estancia conmigo.
—Claro.
—Espera —llamó Charles—. ¿Por qué te estás quedando con Nicholas?
—Charles —interrumpí, girando los ojos—. ¿Hablamos?
Asintió, acompañándome por el pasillo de los artículos personales. Andrea caminó en otra dirección, perdiéndose de mi vista.
—¿Por qué esta quedándose contigo? —preguntó sin soportar la duda.
—La posada donde se quedaba esta siendo fumigada. Le dijeron que debía abandonar el lugar por un par de días. No tiene a donde ir, así que esta conmigo.
—¡Y tú bravo!
Sonreí, lanzando un par de cosas en el carrito. No tenía dinero suficiente para atiborrar la cocina de comida o arreglar todos los desperfectos del rancho, pero para algo debía alcanzarme un par de billetes que guardaba en el bolsillo.
—Nicholas, ve lento —aconsejó Charles—. No puedes precipitarte con una mujer como ella. Tienes experiencia de sobra con Andrea.
—Ni siquiera la he besado, Charles —confesé, lanzando una crema de dientes en el carro—. Nunca he ido más lento. Siento que un caracol me ganará la batalla.
—Ahora sabrás cómo se enamora a una persona. Lo tuyo con Andrea fue volátil, espontáneo y rápido. No se dieron el tiempo necesario para conocerse o quererse como Dios manda. En parte esta experiencia es buena para ambos.
—También lo creo. Aunque no negaré que la deseo de una forma brutal.
—Sí, bueno. Eso es de esperarse —connotó, palmeando mi espalda.
Seguimos por el pasillo, buscando algunas cosas para que Andrea se sintiera como en casa esos pocos días que estaría conmigo.
Charles me contó del bebé, sobre el último eco, la ropa que Erika eligió, junto al corral, la silla del auto, los peluches, los pañales, biberones, toallitas, medicamentos y un sinfín de artículos que componen una vida de padres.
Al final, como broche de oro de tan armoniosa conversación, soltó:
—Aun tienes tu trabajo aquí, Nicholas.
Lo miré, algo confundido por la noticia. Ninguna persona acepta un ex convicto en un trabajo de prestigio, considerándose una mancha difícil de erradicar una vez que se propaga y todos conocen la intensidad de la misma. Supuse que el jefe de Charles me quitaría el trabajo por las semanas que estuve sin asistir y el escrutinio público al que debía someterme cada vez que salía del rancho.
Le pregunté los motivos de conservar mi empleo, respondiendo:
—Él conoce a la perfección lo que se siente ser juzgado sin motivos suficientes.
—¿También estuvo en la cárcel?
—Sí, hace un par de años —afirmó Charles—. Nada grave.
Asentí, cabizbajo, revelando aquello que pensé los minutos que estuvimos hablando, creyendo que muchas personas juzgarían el rumbo que tomó mi vida. Nadie es moneda de oro para agradarle a la humanidad, pero durante gran parte de mi vida recibí atención, sintiéndome despreciado al portar las esposas en mis muñecas.
—No soy una buena publicidad para la tienda, Charles.
—¿Y a quién diablos le importa? —inquirió entre dientes.
—A tus clientes.
—Que se pudran si no quieren que los atiendas. Ellos son los que pierden.
Tenía razón. Así como habitaban personas conscientes, también inconscientes. Muchas de ellas me juzgaban y otras me acompañaban en esa oscura travesía. Las personas que permanecieron a mi lado jamás fueron olvidadas, aunque sus destinos fueran confusos, oscuros o iluminados por el faro de la muerte.
Envolví su cuello con mi brazo izquierdo, apelando:
—Creo que esperaré estar mejor del rostro. No quiero asustar a los niños.
—Como quieras. Solo no te alejes del mundo por cometer un error.
—No lo haré —afirmé, chocando su puño.
Entramos a un par de pasillos más, encontrando a Andrea en la sección de los congelados y bebidas. Comentó que para preparar la cena debía comprar un poco de pollo en milanesa, queso y brócoli. No tenía idea de que podía resultar de esa liga, pero cualquier cosa que preparara Andrea sería deliciosa.
Hablamos algunos minutos más con Charles, encaminándonos a la caja y cancelando el costo de un par de bolsas de alimentos y artículos personales. Andrea salió a buscar un taxi, mientras un repiqueo en mi bolsillo me retrocedió.
—Abogado —contesté—. ¿Qué buena noticia me tiene esta vez?
—Nicholas, te informo que el juez nos otorgó una prórroga de dos semanas para la próxima audiencia en el juzgado. Es el tiempo suficiente para comprobar las pruebas tanto de Leonard como la acusación de la Srta. White.
—Eso es una muy buena noticia.
—Así es. Mientras tanto te monitorearan con el dispositivo y seguirán pendiente de cualquier infracción cometida durante estas dos semanas. —Aguardó unos segundos en silencio, continuando—. Debes cuidarte muy bien la espalda, Nicholas. Los rumores que me llegaron no te favorecen.
—¿Qué intenta decirme, abogado?
—Son situaciones que no se conversan por teléfono, Nicholas. Solo ten cuidado de Leonard. No es la persona que muchos de aquí piensan.
Arrojado eso colgó, dejándome con la palabra en la boca. ¿A qué podría referirse con el término "no es la persona que muchos de aquí piensan"? Sabía que Leonard intentaba acorralarme por todos los medios, pero no creí que fuera un pandillero o una especie de asesino, aunque tiempo después averigüé la clase de persona que en realidad era, cuando sus manos se tiñeron de sangre; mi sangre.
—¡Encontré el taxi! —gritó Andrea, ayudándome con las compras.
Una vez dentro del rancho, Andrea me preguntó por qué actuaba de una forma tan encerrada y áspera con ella, respondiendo:
—No es contigo, ni por ti.
—¿Entonces?
No quería inmiscuirla en mis preocupaciones, mintiéndole. Me indicó que me sentara con ella en el sofá, uno frente al otro, mirándonos a los ojos.
—Charles me dijo que puedo regresar a trabajar en la tienda.
—¿Trabajas allí? —preguntó sorprendida.
—Sí. Hasta el día que me arrestaron.
—Eso es una buena noticia, Nicholas. ¿Por qué estás tan apagado?
—No quiero que me... vean de otra manera por haber estado en la cárcel.
Suspiró, uniendo sus manos, conduciéndolas a sus labios.
—Si comienzas a preocuparte por el qué dirán, terminarás loco. Además, tampoco eres el primer hombre que estuvo en la cárcel. No es algo del otro mundo, Nicholas. Y en dado caso, ¿qué carajos te importa? ¡Que se pudran!
Reí, tocando su mejilla, dejando un beso en su frente.
Como un flash recordé algo que compré para ella, sujetando su mano, conduciéndola a la bolsa sobre el mesón. Extraje un c*****o de plástico con un cepillo de dientes, algo de champú y crema de manos. No conocía las rutinas de las mujeres, pero viví con una durante quince años y eso bastó para catalogarlas a todas.
—No traías nada, así que quise comprarte algunas cosas —manifesté, encogiéndome de hombros, frotando las palmas de mis manos.
Andrea se acercó, sujetando una de mis manos, conduciéndome escaleras arriba, a mi habitación. Abrió la puerta del baño, destapó el c*****o del cepillo, lo extrajo y colocó en el mismo vaso que el mío, girando sus talones de regreso a mí.
—Sueño cumplido —emitió sonriendo—. Ahora nuestros cepillos están juntos.