Un largo y escarlata cabello derrapaba por su espalda, mientras el rocío de la tarde y los furtivos rayos del sol creaban un prisma de color sobre las hebras. Una brisa que nos movía de lugar azotaba nuestras chaquetas, insistiendo en alejarnos. Las pecas de la hermosa mujer frente a mí salpicaban su rostro a través de la primera luz lunar, junto al gris inherente de sus ojos, compaginando con las grises nubes sobre nosotros.
Era imposible dejar de mirarla.
Era perfecta.
Cada centímetro de su rostro, cada curvatura de su cuerpo, cada latido de su corazón y el zumbido de su voz la volvían el centro de atención para cada rayo de sol oculto detrás de las grisáceas y tormentosas nubes.
Nuestros labios, cerrados con fuerza, permanecieron así, hasta inquirir:
―¿Dirás algo? —Mi voz, cargada de dolor, buscaba respuestas.
―Sabes lo que siento, Nicholas. Te lo he demostrado —masculló—. ¿Quieres que lo admita a gritos? Porque estaría dispuesta hacerlo, siempre y cuando te quedes.
Tragué grueso, consciente de lo que su petición significaba.
―Quiero que lo digas. No es igual pensarlo en mi cabeza a escucharlo de ti.
―¿Vas a quedarte?
―Sabes que no puedo —articulé, cabizbajo—. Aunque quiera hacerlo.
Pequeñas y cristalinas gotas de lluvia iniciaron un desplome del cielo cuando el último rayo del sol se ocultó y la ensombrecida luna sedujo a las nubes, rompiéndoles el corazón y derramando su tristeza sobre dos almas heridas.
Mi hermosa pelirroja respiró hondo, mientras una densa lágrima se deslizó por su mejilla, sin atraparla antes de abatirse contra el suelo.
―No puedo decirlo ―suplicó en susurros―. Por favor, no me obligues.
Ella cerró los ojos, fundiéndose en un apasionado abrazo.
Mis manos viajaron a sus enrojecidas mejillas, electrizándose ante el toque de aquella piedra preciosa que comenzaba a corroerse por el s*****a ácido del destino, estipulado por la desgraciada sociedad en la que nos tocó vivir. Ninguno de los dos merecía un destino tan cruel como ese, pero tuvimos que afrontarlo con valor.
Sus manos se aferraron a mis brazos, evitando la desoladora sensación que evocaríamos al soltarnos. Aunque era demasiado tarde para quedarnos juntos, una chispa de fuego bailaba en su mirada, sin esperanzas de extinguirla.
―Por favor, cariño ―añadí suplicante—. Hazlo por nosotros.
Mi temblorosa voz no soportaba una lágrima más de sus ojos. Si permanecía junto a ella por más tiempo, rompería en llanto y no podría dejarla ir.
Su cuerpo comenzó a temblar con ligereza, sollozando pequeños quejidos, prominentes de lo profundo de su garganta. Me rasgaba por dentro hacerle algo así, dejarla partir, pero no siempre puedes decidir tu destino. Y, cuando puedes, no debes dejar ir lo que más amas en la vida. Aunque, lastimosamente, no aplicaba a mí.
―Cariño ―exhalé con dolor, separando sus brazos de mi cuerpo―. Es tiempo de que me dejes ir, y solo sucederá si me dices lo que quiero escuchar.
Una desgarradora tormenta se formó en lo profundo de mi garganta, con los relámpagos de sus ojos y lluvia en el núcleo de mí ser.
No podía mirarla; sus ojos me lastimaban de una forma abrasiva, ahogadora y mortal. Pero atarla a mí era egoísta, conociendo el nauseabundo final.
―¡Quiero que corras de aquí! —rezongué—. Huye. Vete lejos... Olvídame.
―¡No! ―afirmó, sujetando mi mentón con sus manos―. A donde vayas, iré. Lo que veas, veré. Lo que sientas, lo sentiré. Si sufres, yo lo haré. Y si algo te sucede, que unan dos tumbas en un mismo suelo, porque prefiero morir mil veces a perderte una vez más... No lo soportaría, Nicholas... Ya no podría sobrevivir.
Sujeté su rostro, dejando un fuerte beso en la cima de su cabello, cerrando mis ojos al sentir sus gélidas manos sobre mi húmedo pecho.
No quería dejarla ir... nunca. Pero cuando amas a alguien, cuando es amor de verdad, quieres su felicidad, bienestar y deseas que su vida sea próspera aunque no estés en ella. No ansías nada que le provoque sufrimiento o lastime su corazón, por lo que inventas hasta lo imposible para asegurar esa vida llena de abundancia y felicidad.
Para esa mujer quería la luna y las estrellas, las montañas y el océano... Todo.
Yo no quería que Andrea pasara el resto de su vida esperando que el hombre que amaba saliera de prisión, terminando juntos y consumando ese final feliz. Ambos sabíamos que lo estipulado por los dioses iba en contra de nuestra voluntad.
Esperarme era cercenarse por dentro y arrancarse la vida feliz que deseé para ella desde el instante que sentí un boyante amor en la parte izquierda de mi pecho, donde un palpitante corazón se aceleraba por ella y para ella.
Una ardua y sempiterna espera la desgastaría. Y, al final, el hermoso recuerdo que conservaba empezaría a esfumarse, convirtiéndose en el rostro del sufrimiento y la soledad. Para mí más preciado ángel quería la felicidad, y aunque me doliera como el infierno admitirlo, esa felicidad no estaba a mi lado.
Muy tarde comprendí que el amor consistía en sacrificarse por el bien de alguien más, aunque tu propio bienestar estuviera junto a ella.
Entendí que amar requiere sacrificio. Y nada, absolutamente nada que valga la pena, se conseguirá tan fácil en un mundo plagado de mentiras y sufrimiento.
Vete, cariño. Abre tus alas y vuela lejos. Vete a donde nada ni nadie puedan cortar o quebrar tus esperanzas, los triunfos o desaciertos. Porque, cariño, la belleza de todo esta en lo efímero y en la absurda mortalidad que acaba con todo lo vivaz y mitiga la belleza de la vida.
―No me dejes, Nicholas. No lo hagas —espetó con lágrimas en sus ojos.
Aunque mi corazón lo anhelara, mi alma se desgarrara y mis manos se congelaran, no existía manera de unir nuestras vidas a través de los barrotes. No obstante, lo que sentíamos rasgaba obstáculos y rompía barreras. Lo sabíamos.
Pero existen instantes en que debes dejar ir aquello a lo que te ataste por tantos años y no tuvo el final esperado. Esa era nuestra señal, el momento de separarnos para siempre, olvidarnos y borrar todo recuerdo de nuestras mentes.
―Siempre estaré contigo, Andrea ―aseguré en sus grisáceos ojos, mientras mis manos acariciaban por última vez los contornos de su rostro―. Estaré en la luz que se cuela por tú ventana al amanecer. Estaré en cada arrullo del rio y en cada gota de lluvia que toque tú piel en las noches de tormenta. Estaré en tus sueños, susurrándote cuanto te amo y lo mucho que me haces falta.
Ella lloraba a mares, gimoteando y negando cada una de mis palabras. Mis manos continuaron aferradas a sus resbaladizas mejillas, apretándolas con fuerza.
—Andrea, escúchame. Cada segundo que pase en ese infierno querré estar contigo, tenerte en mis brazos, desearte buenas noches muy cerca de tus labios y amarte como nadie lo hizo en todos estos años —emití con fuerza—. Te amo, Andrea, aunque sea imposible estar contigo y nos separen millones de kilómetros.
La lluvia intensificó su dureza, traspasando nuestra piel y fundiéndonos en un solo cuerpo. Los rayos no paraban de resonar en los confines de la tierra, junto al relinchar de los caballos y el sonido de la lluvia sobre el tejado del rancho.
Con suavidad, deslicé mis manos por su espalda, acariciando su cabello y enroscando algunas hebras entre mis dedos. Para el final, cuando llegué a su cuello, la fuerza de la lluvia nos clavaba contra el suelo.
Toqué sus labios con ternura, uniéndolos a los míos y sellándonos en un aplastante beso que nos doblegó ante los ejemplares del destino.
Uní nuestras frentes, aferrándome a la curvatura de su cintura y abarcando su impoluta espalda. Andrea acarició el incipiente vello en mi nuca y recorrió cada centímetro de mi rostro con sus gélidos dedos, deteniéndose en la pequeña barba que explotaba bajo el mentón. Tocó mis húmedos labios, recorriendo con su nariz la extensión de mis mejillas y suplicando algo que era imposible aceptar.
―No me obligues a decirlo, Nicholas. Por favor. Te lo suplico.
―Dilo, cariño. Esta es la única manera de liberarnos y derrumbar la inmensa montaña que nos separa en un descomunal abismo. Te prometo que nos volveremos a ver, aunque las estrellas se caigan del universo y deba correr descalzo hasta Nueva York para verte una vez más ―espeté sobre el ruido de la lluvia, afirmándolo sobre los rayos y el fulgor de la luna; una hermosa luna que se negaba a esconderse.
—No puedo, Nicholas.
Cerramos los ojos, escuchando como único sonido el ruido de la lluvia.
―Escúchame con mucha atención —solté, sujetando la parte trasera de su cabeza y el puente de su cintura—. Te amo, te amo tanto que nadie podrá arrancarme este sentimiento del pecho... Quizá la única manera de hacerlo es matándome, y morir no es una opción. Seré capaz de luchar con el infierno con tal de verte una vez más.
Me besó con furia, abriendo sus labios para recibir las gélidas caricias de una embobada lengua que no sabía que sería la última vez que se derretiría en sus cálidas paredes. Saboreé cada milésima de segundo, desde elevar sus pies del suelo y aferrar sus manos a mi cabello, hasta arder como el infierno cada parte del cuero cabelludo, tirando una a una las pequeñas hebras que encontraba a su paso.
Aún con dolor en el núcleo de mi cabeza, deseé seguir unido a ella.
Sus pequeñas manos alcanzaron mi cuello y permanecieron sujetas hasta que el último suspiro de oxígeno abandonó mis pulmones, colocándola sobre sus pies y estabilizando el suelo que intentaba tambalearse bajo nosotros.
Recordé la última vez que estuvimos bajo la lluvia, en el parqueadero del hospital. Recordaba con claridad la noche que cometí el peor delito que un hombre enojado puede ejecutar: alejarse del amor de su vida por un traspié equivocado.
Separamos nuestros labios, mirándonos con admiración. Su cabello no soportaba una gota más de lluvia, derramándose sobre su empapada piel y resbalando por su rostro, fundiéndose con las gruesas lágrimas que arrojaban sus ojos.
De pronto, con la velocidad de un felino, se alejó de mis manos, retrocediendo algunos pasos y apartándose de mi lado. Caminé hacia ella, intentando regresarla a mis manos, pero cualquier intento por tocarla o acercarme fue inútil. Andrea estaba determinada a alejarse de mí, así fuera lo último que hiciera.
―¡No quiero despedirme de ti! ―gruñó con furia en sus palabras―. Y esto, Nicholas... ¡Es una maldita despedida!
Sujetaba los mechones de cabello con una furia descomunal, batiendo las gotas de lluvia con la punta de sus zapatos. Conmocionado por lo ocurrido, tragué mi grueso orgullo y, acercándome a ella, intenté calmar la arraigada iracundia.
―¿Por qué cada vez que llueve tenemos que despedirnos? ¿Por qué no podemos ser como las personas normales? ―Protestó en alaridos de dolor―. Existen personas que se besan y ríen como enamorados bajo la lluvia. ¡Los he visto! Pero nosotros, dos personas por completo normales, sin diferencias reconocibles a siempre vista, nos limitamos a despedirnos y sufrir como mártires en un momento hermoso. ¡¿Por qué?!
―Porque no somos como el resto de las personas.
―¿Por qué? ¡Maldita sea! ―gritó sobre la brisa que azotaba su cabello―. ¿Por qué tengo que despedirme de ti una y otra vez?
―Porque estamos jodidos; siempre estuvimos jodidos —aseguré—. Andrea, ser felices no es parte de la agenda que tiene el destino para nosotros.
Su rostro se tornó carmesí, contorsionándose por la enorme cantidad de cólera que corría por sus venas. Andrea era implacable cuando se proponía serlo, lo había visto con anterioridad, pero en ese momento se convirtió en una fiera irrefrenable; se transformó en el monstruo que no conocía.
Era igual a una bestia que estuvo encerrada toda su vida en un circo de pulgas y, tras un espantoso terremoto, los barrotes que la apresaban cayeron como polvo, otorgándole la libertad de irse a donde quisiera. Pero ella, antes de marcharse del lugar que la vio sangrar, devoraría al hombre que la castigaba todo el tiempo, por no cumplir u obedecer sus malditas órdenes de humano dominante.
Así era Andrea: una bestia que haría lo que fuera para cercenar el dolor.
―Me importa una mierda la agenda del jodido destino que nos tocó asumir. Tú y yo no nos vamos a separar... No vamos a complacerla, Nicholas ―articuló, acunando mi rostro con sus pequeñas manos―. Yo no me quiero separar de ti. ¿No entiendes que te amo y no seré capaz de vivir sin ti?
―Puedes ―farfullé.
―Cierto... puedo. Pero decidí un tiempo atrás que no quiero. ¿Me escuchaste, Nicholas? No voy a dejar que te vayas —expulsó con toda la fuerza de sus cuerdas vocales—. Si quieres que diga eso, tendrás que amenazarme con algo más que tú ausencia. Porque mientras este en mis manos, no me alejaré de ti. ¿Entiendes?
―No es tú decisión, Andrea. Alguno de los dos debe dar el primer paso.
Sus manos permanecieron en mis mejillas por lo que parecieron segundos.
Rendida al vasto destino, me abrazó con todas sus fuerzas, aferrándose a la tela de la camisa. Al final, quitando sus manos de mi cuerpo, corrió en grandes zancadas a la entrada del rancho, con una velocidad casi improbable para alguien de su estatura.
La seguí con rapidez, tirando de su brazo, deteniéndola en el centro del lugar, impidiendo que cometiera alguna atrocidad.
―¿A dónde vas?
―A donde sea menos aquí ―confesó en murmullos casi inaudibles—. No existe peor lugar en el mundo que estar aquí... sin ti.
―Lo lamento, Andrea. No hay nada que hacer.
Encaró mis ojos, casi invisibles bajo la oscuridad del horizonte.
—¡No quiero que te vayas tan pronto! ―vociferé―. Aún nos queda esta noche. Podemos ser felices hoy y olvidarnos del mañana. Podemos disfrutar del ahora y la extensión del cariño que sentimos el uno por el otro.
Detuvo sus lágrimas, limpiando su hermoso rostro.
—El destino es incierto para ambos, Andrea, lo sabemos, pero podemos discutirlo hasta el amanecer o besarnos el resto de la noche. —Me acerqué un poco a su cuerpo, sujetando sus manos entre las mías—. Despreocupémonos por algo que desconocemos, cariño. Preocuparnos por el destino es pisar una altísima escalera sin fin, siendo consciente que al pisar el primer eslabón, entraremos a la lóbrega locura.
Soltó una de sus manos y la condujo a mi cuello, acercándonos.
―La única locura que quiero es a tú lado ―afirmó.
Uní nuestras frentes, respirando mientras el cielo nos empapaba.
―Si lo que dices es verdad, quédate conmigo esta noche.
―Me quedaría contigo para siempre, Nicholas... si tan solo lo pidieras.
Si dudarlo me acompañó al interior del rancho, fundiéndose en mis brazos el resto de la noche, hasta que el sol arañó el alba y la separación fue inminente.
Dejarla ir para nunca más volverla a ver, fue de las peores escenas que pude presenciar y la única que nunca podría olvidar. La sensación de frialdad experimentada, fue algo que no le deseaba ni al peor enemigo que rondaba mi cabeza.
Y aún, tantos meses después, cada vez que cerraba los ojos, podía sentir la insensibilidad percibida cuando me separaron de sus brazos.
Su rostro se contorsionó de dolor, manando lágrimas que ni el mejor maquillaje podría borrar de sus enrojecidas mejillas.
Después de ese día, cada noche antes de dormir, recordaba sus dedos alejarse de los míos, sus mejillas sonrosadas, la poca visibilidad de sus ojos cuando estuvo fuera de mi alcance, el sonido de sus alaridos al separarnos de esa estrepitosa manera, y el último murmullo que exhalaron sus labios al alejarme de ella.
Cada maldito día era un sempiterno recordatorio de lo que dejé ir... Ella.
A veces me reprochaba, en la soledad de la celda, el prometerme algo que aliviaría mis pensamientos, cuando en realidad era una máscara para no sentirme culpable en el futuro.
Sabía que Andrea jamás se alejaría de mí en esas circunstancias, obligándome a recurrir a las más bajas artimañas que una mente cansada puede idear. Y ella, siendo la buena persona de la que me enamoré, cumplió a cabalidad lo que pedí.
La luz de mi mirada, el motivo de mi dolor y el placer del amor, no volvió jamás, desapareciendo por completo de mi existencia y posibilidades.
Allí estaba, un año después de esos abominables acontecimientos, pensando en alguien que se encontraba a miles de kilómetros, quizá rehaciendo su vida, sin mí.
Cuando el aniversario de mi encarcelamiento se avecinó en las campanadas de la iglesia, su corroída fotografía seguía enmarcada en la pared de mi litera.
Su sonrisa me alentaba a seguir adelante cada día, aunque sangre manara de mis profundas heridas y el dolor fuera más pesado de lo soportable.
Esos preciosos ojos que miraron la cámara durante ese hermoso momento compartido, me impulsaban a no flaquear o titubear, siendo ese golpe de adrenalina que tanto necesitaba cada día de mi vida.
Por ella seguía allí, en esas cuatro paredes.
Esa noche, al prometerle volver, estuve algo hilarante. Pero a pesar de todo lo vivido, la cumpliría al pie de la letra, aunque el mundo entero conspirara en mi contra.
Debía verla una última vez, así cumplir la promesa me costara la vida.
Porque sin Andrea, mi vida no tenía sentido.