Tres perfectos días transcurrieron desde mi arribo al rancho, cantando en el baño, aromatizando el lugar con el olor de mi comida, danzando en la sala, haciendo piruetas en el jardín y cabalgando como toda una vaquera del lejano oeste.
Siendo el primer día de septiembre, dejé a Nicholas en la tienda de Charles, dispuesta a explorar todos aquellos lugares que me ofrecía el condado de Charleston. Mis maletas fueron empacadas después de volver a la posada por ellas y enviar las de Max con su chofer, desprendiéndome de lo último que conservaba de él.
Caminé por las solitarias y húmedas calles, portando una chaqueta de jean que Nicholas se empeñó en que usara, afirmando que llovería en el transcurso del día. El lugar estaba desolado, envolviéndome en las fuertes ráfagas que aire que azotaban.
Pasé junto a una tienda de segunda mano, encontrando varios artefactos inusuales; antigüedades que no valían nada, pero eran bastante peculiares y bonitas a la vista. Recordaba comprar un dije en forma de ojo; significaba que todo estaba a la vista de las personas, hasta la peor y más vil mentira.
Recorrí una tienda de ropa, algunas pastelerías y una especie de plaza donde vendían distintos tipos de dulces, finalizando en una pequeña iglesia pintada de blanco. Las puertas estaban abiertas, en silencio total, entrando a tan escéptico lugar para una persona que creía, no en las personas, pero sí en poderes supremos.
Escaneé en lugar en busca de personas, encontrando dos hileras de bancos de madera, una cruz enorme al final, junto a un atrio y una especie de cacerola enorme donde permanecía el agua bendita. Desconocía los nombres técnicos de los implementos católicos. Nunca me importaron. Eran cosas sin el más mínimo valor.
La iglesia era antigua, pero mantenida en perfectas condiciones, desde el pulido piso hasta el bien colocado tejado. Era pequeña pero confinada en un lugar donde las personas creían más en el humano que hablaba que en el ser supremo que le indicaba a esa persona las palabras que reconfortarían a su pueblo.
Recordaba sentarme en uno de las últimas bancas, unir mis manos y orar una plegaria por aquellas personas que estaban de una forma u otra en mi vida. Pedí por mi hija, por su bienestar, para que nuestra situación tuviera una solución. Oré por Nicholas, para que su sentencia no fuera equivoca. No me perdonaría condenar a un inocente por un delito que no cometió. Pedí por todos, desde Eric hasta los abogados que defendían nuestras causas. Todos necesitaban esa mano protectora.
Me retiré del lugar una vez terminado, regresando al rancho, preparando un poco de comida para el arribo intermedio de Nicholas. Trabajaba hasta las once y regresaba a las dos, aprovechando esas horas para comer conmigo. Durante esos tres días no nos separamos, aprovechando al máximo cada segundo, considerando que debía partir a Nueva York antes de terminar el día.
Ese último día juntos, Nicholas apareció con un enorme regalo sorpresa, envuelto en un papel artesanal, sin moño o lazo. Era tan grande que podía llegar a pensar que se trataba de un oso de medio metro. Pesaba o eso notaba, por la fuerza ejercida al levantarlo sobre su cabeza y sonreírme.
Nicholas no era de los hombres románticos que entregaban obsequios, así que cualquier gesto ofrecido, significaba demasiado, así fuera una flor cortada de un jardín ajeno. Aun así, ese regalo era inmenso, quizá del tamaño de su corazón.
—¿Qué es?
—Es para que no me olvides —reveló, bajándolo y frotando sus manos.
Me arrodillé, desprendiendo el papel de la envoltura, encontrando una caja de un fuerte y grueso cartón. Elevé la mirada a Nicholas, frunciendo los labios, imaginando el contenido sorpresa de tan inmensa caja. Regresé la atención a mi obsequio, destapando las solapas de la caja, descubriendo algo que no esperaba.
—¿Es en serio? —indagué, elevando las cejas.
—¿Por qué no lo sería?
Sonreí, extrayendo un sombrero beige, con una cinta color vino alrededor de la zona superior. Era suave, de un material semejante al cuero, pero más moldeable.
—¿Haces los honores?
Nicholas descendió al suelo, sujetando el sombrero por ambos extremos, colocándolo sobre mi cabello, recibiendo el primer obsequio de mi enamorado.
Cerré los ojos ante la sensación de protección que Nicholas evocó en mí desde el momento que conocí sus verdaderos sentimientos. Se convirtió en un oso cariñoso.
Dentro de la caja también estaban un par de botas vaqueras con adornos oriundos de Charleston, una silla de montar especialmente para mí, con mi nombre bordado en letra cursiva, y una de sus camisas favoritas. Esa última me sacó de trance, considerando que Nicholas no se desprendía de nada personal, y aunque conservaba una de sus camisas, una entrega como esa significaba mucho más.
—¿Me regalarás tu camisa?
—Significa mucho para mí —aseguró Nicholas, tocando con melancolía los bordes de la tela—. Es la camisa que usaba la noche que te conocí.
Las lágrimas que quemaban mis párpados permanecieron dentro, rehusándome a llorar en un momento tan íntimo como ese. Destapamos nuestras almas en tan pocos días, maravillándonos con lo asombroso que sería una vida juntos.
Uní la camisa a mi pecho, apretándola en un abrazo, agradeciéndole por tan desprendido gesto. Nicholas sonrió, negando, agregando:
—Para la mujer que se robó mi corazón, una camisa no es nada.
Ahogué las lágrimas, soltando la camisa sobre mis piernas, atrayendo el rostro de Nicholas al mío, uniendo nuestras frentes, deseando más que nunca ese beso por el que esperamos un año entero. El deseo de recibir ese beso me trastornaba y, aunque Nicholas tenía otras intenciones, esa sensación se tornó insoportable.
—¿Ahora si me besarás?
—Esperaré el momento adecuado.
—Me iré por dos semanas, Nicholas —susurré—. No tenemos tiempo.
—Quiero que sea perfecto.
—¿Existe un momento más perfecto que este?
Con modestia, Nicholas negó, atrapando mi espalda entre sus manos, acercándome a su cuerpo, rozando nuestras narices. Mi corazón palpitaba de forma acelerada, gritando que me besara de una vez por todas y apagara esa intrínseca necesidad que volaba los fusibles de mi inteligencia. Lo anhelaba como nunca, aferrándome a ese sentimiento que no me permitía dormir.
Nicholas acercó con sutileza sus labios a los míos, calentando mi piel con su aliento, entreabriendo los míos, suplicando sin palabras la perfecta unión. Temblaba en sus manos, como una niña al recibir su primer beso. Y, después de tanto tiempo, ese sería tan eléctrico como el primer beso, repleto de pasión y tensión.
Dos respiraciones se sincronizaron, cargando el aire de un conspicuo aroma a romance, entrega y sacrificio, liberando esa ansiada alma encerrada.
Estábamos a centímetros de distancia, cuando un golpe en la puerta principal nos alejó de presto, cerrando mis ojos y suspirando en señal de resignación. La persona que tocaba no pudo ser más inoportuna, alejándome una vez más de él.
Dejé a Nicholas en el piso, encaminándome a la puerta, abriéndola de un tirón, encontrando a una mujer detenida en el umbral, portando una carpeta marrón oscuro y una evidente interrogante en su mirada.
—¿Se encuentra Nicholas? —inquirió, sin siquiera saludar.
—¿Quién lo busca?
Nicholas llamó mi nombre desde adentro, preguntando quién era la persona que estaba en la puerta. Al no recibir una respuesta de mi parte, se acercó, respondiendo la pregunta por la mujer de ojos aceitunados.
—Angie —soltó Nicholas en forma sorpresiva.
—Hola —saludó ella, algo incómoda con la situación.
Nicholas se acercó a la puerta, abriéndola un poco más, preguntando:
—¿Qué haces aquí?
—Traje los papeles de la prefectura. —Rodó la mirada entre nosotros, quizá imaginando una situación más romántica de lo real—. ¿Es mal momento?
Nicholas me observó, desconociendo la respuesta a esa pregunta. Miles de ideas chocaban en las paredes de mi cabeza, zumbándome infinidades de posibilidades entre la tal Angie y Nicholas. Pero la peor y más punzante interrogante era ¿qué hacía esa mujer con documentos enviados o recogidos en la prefectura? Aun así no permití que mis pensamientos se mostraran, emergiendo mi rostro amigable.
—No es mal momento —contesté con una sonrisa—. De hecho estaba a punto de preparar la mesa para comer. ¿Quieres entrar y acompañarnos?
—No creo que sea prudente —respondió.
—Si te preocupa interrumpir algo... Déjame decirte que no fue así.
Nicholas bajó la mirada, frotando su nariz, moviendo el cuello a ambos lados. Angie permaneció en la puerta, indecisa sobre aceptar mi invitación o permanecer como una incógnita más de ese pasado que Nicholas no me contaba.
—¿Seguro no interrumpo? —preguntó ella.
—Claro que no. ¿Verdad, Nicholas?
Retornó a la realidad, abriendo los ojos de forma exorbitante, carraspeando su garganta ante un extraño tartamudeo que brotó de su boca. Una vez asimilado que almorzaría con nosotros, Nicholas guardó mi obsequio en su habitación, regresando a la mesa con nosotras. Podía distinguir como le incomodaba la situación, certificándome que tuvo algo más que una amistad con esa mujer.
Serví la comida, iniciando la degustación de mi última comida en el rancho. Había preparado algo especial para inmortalizar el momento, pero considerando la situación, fue un simple almuerzo como cualquier otro.
Dejé el tenedor sobre el borde del plato, iniciando la ronda de preguntas.
—¿De dónde conoces a Nicholas?
—Era su terapeuta —respondió, tragando un poco de carne.
—¿Eras?
—Sí —afirmó, limpiando los bordes de sus labios—. Ya no lo trato.
—¿Por qué?
Angie miró a Nicholas, implorándole con la mirada que la salvara de la agilidad periodista de la mujer frente a ella. Por desgracia, Nicholas enmudeció en todas las preguntas efectuadas, dejándola sola ante la boca del tigre.
—Sus lesiones sanaron un noventa por ciento —alegó una vez analizada la pregunta—. Ya no me necesita. Además, en unos días me marcharé del país.
—Que lamentable escuchar eso. ¿De dónde eres?
—De Canadá.
—Canadá —repetí, observando a Nicholas evadir mi mirada.
¿Qué pensaba Nicholas? ¿Qué me engañaría tan fácil? Intentó ocultarme esa inmensa revelación, pero tarde o temprano todo sale a la luz, a veces, más temprano de lo que quisiéramos. Me sentí extraña, como herida, aunque no estaba en su vida cuando tomó la decisión de casarse con ella para darle la residencia en el país.
No quise formar un escándalo en medio de la comida. No tenía pruebas suficientes para alegar algo que quizá no era cierto. En verdad esperaba que no lo fuera. No soportaría saber que Nicholas estuvo a punto de casarse con otra mujer; una mujer que evidentemente no amaba como a mí. No lo sé, quizá eran los celos los que hablaban, pero tuve la necesidad de explorar un poco más allá, ahondar en la herida.
—¿Por qué le traías documentos de la prefectura a Nicholas?
—Yo... Ah —tartamudeó—. Él los dejó la tarde que lo arrestaron.
—¿Los dejó en la prefectura? —espeté de forma premeditada, virando la mirada a él, apresándolo contra la pared—. ¿Por qué estabas en una prefectura, Nicholas?
Un escalofrío imaginario recorrió mi espina dorsal, justo cuando de sus labios brotó aquello que no deseaba escuchar. Mi mundo se vino abajo cuando Nicholas profirió su intención de casarse con Angie para darle la residencia. Mi mirada deambuló entre ambos, nada orgullosos de su absurda decisión.
—¿Saben que iban hacer algo ilegal? Si se descubría, ella sería deportada para nunca más volver y tu irías a prisión o pagarías una fianza de cientos de dólares.
Era indignante procesar una noticia como esa. Sabía que no era exclusiva en la vida de Nicholas, pero eso fue recibido de una abrupta manera. Yo lo abandoné en ese avión, lo admitía, pero de ahí a casarme con otra persona era algo distinto. No entendía cómo Nicholas pudo hacerme algo como eso, considerando todas las hermosas palabras que me decía, incluyendo la confesión de amor.
Angie alejó la comida, intentando aclarar el agua turbia.
—Yo escuché de ti, Andrea. Y no por Nicholas. Él nunca te mencionó, intentando olvidarte conmigo en cada oportunidad. —Frotó sus manos—. Yo le dije a Nicholas que él nunca me amaría como a ti, pero me aseguró que quería casarse conmigo porque me quería, aunque la verdad era por completo diferente.
—No estoy pidiendo explicaciones, Angie —acoté enojada—. Son adultos, sin compromisos. Pueden hacer con su vida lo que les venga en gana. Solo creí que merecían una advertencia de las consecuencias de sus actos impensados.
Ambos me observaban, avergonzados. Nicholas también alejó su comida, cruzando los brazos y mirando los vellos de su piel. No soportaba la vergüenza de no tener los pantalones para contarme la estupidez que pensaba cometer.
Calmando las tempestuosas aguas, certifiqué:
—Yo no fui ni soy nada de Nicholas, así que no necesito explicaciones. —Me levanté, recogiendo mi plato y dejándolo en el lavado—. Debo irme. Disculpen.
Sin mirar atrás subí las escaleras, recogiendo algunas cosas, sujetando la manija de la maleta y dirigiéndome abajo, despidiéndome de ellos. Nicholas me siguió hasta el portón, suplicándome que habláramos antes de marcharme.
—No estoy enojada, Nicholas. Es tu vida, ya te dije.
—¿Entonces por qué te vas de esta manera?
—¿Cómo? —pregunté, deteniendo la maleta sobre la tierra.
—Áspera.
Coloqué las manos en mi cintura, adelantando un pie.
—¿Qué quieres que muestre? No puedo sonreír ante algo como eso.
—Ella es parte de mi pasado. No puedes odiarme por algo que no hice.
—Pero estuviste a punto —farfullé, ahondando en la herida.
Nicholas frotó su cuello, maldiciendo por lo bajo. Lanzó sus manos a mis mejillas, atrapando mi rostro, impidiendo alejarme de su agarre. Imploraba con la mirada que lo perdonara por ser idiota, pero una decisión tan personal e íntima como casarte con una persona no era algo que se olvidaba tan fácil.
—Te amo, Andrea —cercioró—. Siempre te he amado.
—¿Entonces por qué ibas a casarte con otra?
—Porque no quería que se marchara del país, y esa fue la única solución que se me ocurrió al momento. —Apretó mis mejillas, frunció el ceño y relamió sus labios, afianzado lo que diría—. Cariño, mi corazón es irrevocablemente tuyo. Solo tuyo.
Todo era muy hermoso, pero la herida continuaba fresca.
—¿Así que ella no significa nada? —indagué, apartando sus manos.
—No —aseguró sin esperas—. Angie es una buena amiga. Nada más.
Giré, retomando la manilla de la maleta, abriendo el portón. Nicholas batió las puertas, sujetándome de un brazo, girándome de nuevo a él.
—Andrea, por favor. No me odies por ser un idiota.
—No te odio, Nicholas. Ni aunque me fuerce a serlo podría odiarte. Solo estoy herida por tu decisión. Entiendo que no éramos nada y te lastimé, pero yo jamás me habría casado con alguien más sintiendo tu boyante amor en mi pecho.
Nicholas hundió sus hombros, indefenso ante mis reiterados ataques.
—¿Estás decepcionada de mí?
—No —respondí—. Estoy decepcionada de mí misma. Si no me hubiera marchado de tu lado no la habrías conocido y no pensarías en casarte con ella. Supongo que lo que intento decir es que en parte es mi culpa.
—No. Tú lo dijiste. Fue mi decepción, así que es mi responsabilidad.
Su rostro se ensombreció, encapuchando sus ojos y la felicidad que embargaba su ser antes de recibir la inesperada visita de Angie y alejarme de él como la última vez. Mis intenciones siempre fueron buenas, pero herir dos veces a la misma persona me convertía en la peor villana de nuestra historia.
Alejando ese pesar de su mirada, me acerqué y acaricié su oreja, acunando su mejilla en mi mano, abrazándolo una última vez antes de marcharme. No buscaba lastimarlo una vez más, alejándolo de esa sensación de apatía. Me habría gustado alejarme de otra forma, más romántica, pero las circunstancias nos lo impidieron.
Nicholas me aferró a su cuerpo como si fuera la última que me abrazaría, impregnándose de mi aroma y la esencia de mi amor hacia él.
—Volveré en dos semanas —articulé—. Lo prometo.
—Por favor llámame. No quiero dejar de escuchar tu voz.
Besé su mejilla, asintiendo a su petición.
Nicholas abrió la reja, permitiéndome marcharme. Al arribar el taxi me despedí una última vez, sintiendo como mi corazón se rompía por dejarlo una vez más. Esa separación era necesaria; violenta pero imperativa. Ambos debíamos resolver muchos pendientes antes de calmar la tormenta interna, entregándonos en cuerpo y alma.
Regresé a Nueva York esa misma noche, abrazando a mi pequeña con todas mis fuerzas. Extrañaba demasiado a mi Sam; sus abrazos, su voz, las peticiones y locas ocurrencias que pensaba en la noche o justo antes de ir a la escuela. Samantha era mi todo, desde que despertaba hasta acostarme. Mi vida entera giraba en torno a ella.
Me preguntó del viaje y sí tendría que regresar, contándole algunas cosillas, las que podría entender una niña de seis años. También conversé con Eric sobre la custodia y el divorcio, recordándole que debíamos asistir el siguiente día al bufete de la abogada, dispuestos a aclarar detalles antes de la firma definitiva.
Y así, entre anécdotas e historias, transcurrió la noche, colándose la mañana.
La oficina de la abogada era inmensa, pulcra y elegante. Una enorme mesa de cristal se ostentaba en uno de los extremos, junto a algunos sofás, una repisa y cientos de cuadros colgados en las paredes, entre ellos reconocimientos y diplomas. La mujer, por otra parte, era elegante, con el porte definido de toda una profesional.
—Lamento conocernos de esta manera, Sra. Connick —pronunció.
—No hay problema. ¿Cuál era la urgencia del encuentro?
Removió algunos documentos sobre su escritorio, buscando una carpeta transparente, conteniendo unas cuantas hojas grapadas en la esquina.
—Este es su divorcio —articuló, extendiéndolo frente a nosotros.
Giré y observé a Eric, igual de impactado y emocionado. No esperábamos recibir los documentos ese mismo día, especulando sobre un par de cosas, pero no sobre el documento listo para la firma de ambas partes. De igual manera, pregunté.
—¿Si firmo esto ya no seré su esposa?
—Tendrían que esperar la sentencia del juez, pero es noventa por ciento un sí.
—Perfecto —concluí, estampando mi firma en el documento.
—Andrea, debías leerlo —farfulló Eric, sonriendo.
—No tengo nada que perder, Eric.
Deslicé el documento a un lado, entregándole el bolígrafo. Eric tampoco tardó en colocar su firma, terminando esos votos que con renuencia escuchamos y dijimos la tarde que nos casamos. Aunque no era seguro, me sentí más liviana, sin el arduo peso de ese anillo ficticio alrededor de mi dedo anular.
—¿Trajo lo solicitado, Sr. White? —preguntó la abogada.
—Sí.
Busqué en mi bolso la carpeta con la lista de los documentos que dejó estipulados con Eric. Era algo extensa, pero cumplí con cada uno de ellos. La abogada guardó el documento del divorcio conjuntamente con mi carpeta, en uno de los gabeteros de su escritorio, protegiéndolo bajo llave.
—Ya solo falta la sentencia del juez. ¿Tiene alguna duda, Sra. White?
Tenía un par de dudas, pero no quería parecer una interesada al formular la pregunta, por lo que esperé algunos segundos, fingiendo pensar la pregunta.
—Sí —solté al fin—. ¿Qué ocurre con la repartición de bienes?
—Por eso no hay problema. El Sr. Connick arregló todo al solicitar el divorcio.
—¿Qué significa todo?
—En su momento lo sabrás, Andrea —interrumpió Eric—. No comas ansias.
No me permitieron ninguna clase de información, reiterando que era una especie de sorpresa. Aunque conociendo a Eric, sus sorpresas no siempre fueron agradables. Debía albergar algo de fe en mi alma, reiterando que me agradaría.
Esa mañana nos despedimos de la abogada, tomando rumbos distintos.
Los días que estuve con Nicholas los encubrí con una falsa enfermedad que le indiqué al Sr. Hartnett. Me sentía muy mal por mentirle, pero las causas eran mayores y se escapan de mis manos. Debía permanecer unos días más en el condado, hablando con el sheriff del lugar para solicitarle permiso y regresar a mi trabajo.
Engañé al Sr. Hartnett durante esos pocos días, encontrando una cima de documentos, correos pendientes, citas no programadas y un infinito desorden en mi área de trabajo. Estuve todo el día arreglando el desastre, poniéndolo al día con las citas y programas pendientes. También me recalcó el ascenso y mis responsabilidades.
Llegada la noche me dirigí a casa, encontrando a mi madre en la sala, leyéndole un cuento a Samantha. Eric preparó una cena especial, incluso sacó los platos finos. Mi madre dejó a Samantha en el sofá, acercándose a mí, besando mi mejilla.
—¿Qué ocurre? —les pregunté.
Mi madre sujetó mi codo, reposando su cabeza en mis hombros.
—Acaba de llegar alguien que quiere verte —admitió.
—¿Quién?
—Yo —respondió la voz, girando y encontrándolo justo allí, frente a mí.
Fue como si el tiempo se congelara, luciendo igual que la última vez que lo vi. Seguía hermoso, fuerte y elegante como siempre, aunque un poco más envejecido por el paso de los años. Las lágrimas que oculté con Nicholas afloraron al vislumbrarlo, arrojándome a sus brazos, respirando el perfume que tanto adoraba.
Extrañaba tanto sus abrazos, como la sola presencia en la mesa de la casa.
Él era la persona que faltaba para completar mi incompleto rompecabezas.